Opinión
Un Afortunado Error (II/2): Carcajadas en el mar.
Por Yuri
Actualizado a
LA PIZARRA DE YURI.- Los fallos de los torpedos nazis no sólo les impidieron hundir a Churchill y aislar al Reino Unido desde el principio de la II Guerra Mundial. También hería su prestigio, les comía la moral y ridiculizaba eso de la raza superior. ¡¿Pero cómo no lograban resolverlo?!
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Un afortunado error, temporada II:
2. Carcajadas en el mar.
Como te contaba en el episodio anterior, la Segunda Guerra Mundial no sólo empezó triunfalmente para los nazis en la tierra, sino también en el mar. La nueva arma submarina del entonces todavía comodoro Karl Dönitz se dio un festín en el océano Atlántico. Y, como ya te apunté, cuando las cosas salen tan bien, las voces críticas son muy molestas.
Pero su primer gran hundimiento, apenas al tercer día, fue también una gran metida de pata: el transatlántico SS Athenia, en ruta de Liverpool a Montreal con 1,103 pasajeros y 315 tripulantes a bordo. Lo torpedeó el U-30 al mando del futuro as Fritz-Julius Lemp, 200 millas náuticas al noroeste de Irlanda, totalmente por error: anochecía y el Athenia navegaba sin luces, en zigzag y fuera de las rutas marítimas habituales; por otro lado, un comportamiento normal en tiempos de guerra.
Todo esto hizo que Lemp lo confundiera con un navío militar, posiblemente un crucero mercante armado, un transporte de tropas o un buque-Q. Ordenó lanzarle dos torpedos y, como no podía ser de otro modo, esta vez uno de ellos acertó de lleno y estalló a la perfección. El otro, en cambio, se fue de varas de tal modo que Lemp ordenó sumergirse rápidamente porque se les echaba encima de vuelta.
Sólo al volver a superficie, más cerca de su blanco, pudo ver mejor su silueta, oír los gritos del pasaje en la distancia, captar sus frenéticos SOS y darse cuenta de lo que había cuando ya el Athenia estaba cargando agua en cantidad. Lemp decidió esfumarse. El transatlántico se tomó catorce horas para hundirse, gracias a lo cual "apenas" perecieron 118 de sus 1.418 ocupantes.
Como también es de esperar, los medios de propaganda británicos tardaron minutos en equipararlo al hundimiento del RMS Lusitania durante la anterior guerra mundial y explotarlo a fondo, con morboso hincapié en la muerte de una pasajera canadiense de 10 años de edad, Margaret Hayworth. Tampoco dejaron de insistir con los 28 fallecidos estadounidenses, intentando presionar a Roosevelt para que declarara la guerra a Alemania.
Churchill, un individuo tenebroso de ética más que discutible, gran aficionado a las armas químicas y biológicas, no dejó de observar que "esto nos ha venido de lo más bien." La propaganda nazi de Goebbels, por su parte, intentó convencer a quien les quiso escuchar de que el hundimiento del Athenia había sido un "ataque de falsa bandera" perpetrado por los propios ingleses para meter a los EEUU en la guerra. En medio de tanto jaleo, el fallo del otro torpedo de Lemp —y otros que sufrió durante la misma patrulla— pasaron desapercibidos.
A pesar de este error inaugural, el arma submarina alemana consiguió apuntarse tantos muy sabrosos ese primer mes: con sus escasas 61 unidades en servicio inicialmente, más de la mitad del tipo II costero —poco más que lanchas torpederas sumergibles—, hundieron 50 barcos enemigos sumando más de 200,000 toneladas de arqueo.
Además del Athenia, se cargaron —por ejemplo— al petrolero Regent Tiger de 10,176 toneladas, un desplazamiento muy respetable para su tiempo. No se puede olvidar al portaaviones de 22,500 toneladas HMS Courageous: se fue a pique en menos de veinte minutos con todos sus aviones y 519 de sus 1,259 tripulantes cuando el U-29 de Otto Schuhart le colocó dos de tres torpedos eléctricos G7e —que, para variar, estallaron sin pestañear—. Y muchísimos más.
Mientras estos hediondos tubos de metal comandados por tenientes de navío que apenas pasaban de 30 años —a veces ni eso— y tripulaciones veinteañeras algo nerds hundían un barco enemigo cada 15 horas, los bonitos buques de superficie de la Kriegsmarine —la marina nazi— con todos sus grandes capitanes y cañones no hacían mucho más que incordiar. Todo ello, a cambio de dos submarinos perdidos.
Pero, por ejemplo, en el ataque contra el Regent Tiger, detenido y evacuado antes de hundirlo acorde al Tratado de 1936 —salvo el radiotelegrafista, que no quiso marchar—, el único torpedo G7a con espoleta de contacto que le lanzaron se fue de rumbo muchísimo antes de recuperarse y atinar malamente en la proa del petrolero. No tuvieron que tirarle otro porque la carga se incendió rápidamente hasta abrasar al barco entero de punta a punta. Sin embargo, no lo hundieron: el derrelicto calcinado se hundió por sí solo dos días después.
Así pues, pese a estos éxitos la mesa de Dönitz iba llenándose con esos mensajes de sus jóvenes capitanes comunicando que estos nuevos torpedos eran basura. Que con torpedos capaces de funcionar correctamente, estarían haciendo al menos el doble de daño si no más. Encima, habían empezado a costarles bajas: ya su primer submarino perdido, el 14 de septiembre de 1939, lo fue tras un ataque contra el portaaviones HMS Ark Royal cuando los tres torpedos lanzados estallaron prematuramente y alertaron a los destructores de escolta.
Quizá los altos mandos políticos y militares nazis estuvieran ebrios de victoria y champagne con tantos triunfos en la tierra, en el cielo y en el mar. Pero Dönitz acudió rápidamente con esos informes de sus submarinistas al Inspectorado de Torpedos.
El Inspectorado de Torpedos quedó totalmente atónito.
Ni diseñadores, ni fabricantes ni testeadores les habían dicho que estas nuevas armas presentaran el menor problema.
Y su primera reacción fue también de lo más clásica: la culpa es del conductor. O, en este caso, de los capitanes y las tripulaciones, esos mocosos de los submarinos que probablemente atacaban con demasiadas prisas por temerarios o cobardicas y no estaban interpretando bien las Zonenkarten. Estas eran unas cartas náuticas con información sobre la intensidad variable del campo magnético terrestre a distintas latitudes y en diferentes zonas —y fechas—. Sin interpretar cuidadosamente las zonenkarten, no podía hacerse bien el ajuste fino de las espoletas magnéticas (MZ) antes del lanzamiento, lo que —según ellos— seguramente causaba muchos de esos problemas. Particularmente, las explosiones prematuras.
Para evitar esto último, recomendaron desensibilizarlas ajustándolas a dos zonas de distancia; en la práctica, esto suponía dejarlas con una sensibilidad mínima que las volvía inútiles contra buques de menos de 3.000 toneladas. Como, por ejemplo, todos los destructores y corbetas que representaban su mayor peligro en ese momento y no pocos mercantes del periodo. Para atacar esos blancos, debían emplear siempre detonación por impacto.
No muy contento, Dönitz comunicó estas instrucciones a sus capitanes tanto en tierra como en el mar. Estos últimos quedaron anonadados, porque en esos tiempos tempranos las espoletas se preconfiguraban al modo magnético o por impacto antes de salir de puerto y no se podían cambiar durante las patrullas.
Tres días después llegó otro mensaje desde el mar: el U-27 de Johannes Franz afirmaba que había intentado aplicar ese consejo del Inspectorado de Torpedos al atacar un mercante británico de más de 3.000 toneladas. La espoleta magnética de los dos recados que le mandó los había hecho estallar inmediatamente tras la carrera de seguridad, a menos de 250 metros, causando algunos daños al submarino.
Dönitz volvió a llamar al momento a la Inspección de Torpedos.
Desde la Inspección le contestaron que… “bué, bien: en ese caso, provisionalmente todos los ataques se ejecutarían con espoletas de detonación por impacto”. Cada vez más encabronado, Dönitz pasó esta nueva orden a sus capitanes, que quedaron más desconcertados aún. Ya te conté que el modo de las espoletas sólo se podía configurar en puerto. Así que todos los submarinos ahora en el mar, peleando el esencial compás de apertura de la guerra… únicamente podrían usar los torpedos que las llevasen en modo de detonación por impacto; una minoría, dado que como ya sabemos el modo magnético causaba una destrucción mucho mayor.
En la noche del día 19 de septiembre de 1939, mientras volvía a casa porque sólo cargaba torpedos configurados para detonación magnética, este mismo submarino U-27 divisó unas sombras que le parecieron una línea de seis cruceros británicos. En esos momentos los cruceros no llevaban buen armamento antisubmarino y, como hasta el momento sólo había logrado destruir dos arrastreros armados que sumaban unas ridículas 624 toneladas, decidió ignorar la última orden y mandarlos a volar aplicando la anterior.
Justo: dos de sus tres torpedos detonaron prematuramente, alertando al enemigo. Yyy… el enemigo no eran seis cruceros, sino siete destructores provistos con los mejores medios antisubmarinos que tenía la Royal Navy en aquel momento. Precisamente andaban buscándolo a raíz de esos arrastreros hundidos.
Los destructores activaron inmediatamente su ASDIC —sonar activo— y se abalanzaron contra él. Tras una durísima ducha de cargas de profundidad lanzadas por el HMS Fortune y el HMS Faulknor que le causaron una inundación grave y múltiples averías, el U-27 se vio obligado a emerger de urgencia para que toda la tripulación se lanzase al agua antes de que se hundiera de nuevo.
Así se convirtieron en la segunda baja de la flota submarina nazi.
Los dos únicos submarinos perdidos de los 61 que tenían durante el primer mes de guerra, a cambio de 50 buques enemigos, cayeron únicamente por causa de sus torpedos defectuosos.
Si no llega a ser por eso, y dado que la tasa total de fallos era del 56%, podrían haber hundido en torno a cien barcos sin ninguna baja, incluyendo al menos otro portaaviones —el Ark Royal.— Fácilmente.
Mientras tanto, la Inspección de Torpedos se había puesto las pilas y trabajaba a toda máquina para añadirles un conmutador que permitiera cambiar entre modo por contacto y magnético desde dentro del submarino, una vez en el mar. No era una modificación complicada y comenzaron a instalarla a partir del 2 de octubre como un arreglo provisional mientras solucionaban el problema. Así los capitanes podrían cumplir la orden de disparar siempre en modo por contacto y estar listos para conmutar otra vez al magnético en cuanto descubriesen qué demonios le pasaba exactamente. En cuanto lo descubriesen. Si lo descubrían.
El domingo 8 de octubre de 1939 se convocó una reunión entre los jefes del Inspectorado de Torpedos, el Instituto de Pruebas de Torpedos —o TVA— y el Comando de Pruebas de Torpedos —o TEK—.
¿Te parecen muy parecidos los nombres de estas dos últimas entidades?
Bien, es que lo eran: se solapaban y existía la máxima rivalidad entre ambas. El TEK fue fundado tras la Guerra Civil Española para descubrir por qué algunos torpedos disparados durante su intervención a favor del bando franquista fallaron pese a que el TVA aseguraba que todo estaba en orden. Y es que en el TVA reinaba una clásica situación de puertas giratorias entre las empresas fabricantes, la Armada y el Partido Nazi.
El TEK había detectado varios problemas en los nuevos torpedos, incluyendo el control de profundidad. Pero esta información se había remitido a algún intocable del Alto Mando, quien a continuación se la reenvió al TVA... y éste la archivó bajo la excusa de que cualquiera puede hacer fallar una máquina si lo intenta a malas con todas sus fuerzas.
Por su parte, personal de la Inspección de Torpedos tenía conocimiento de estos hechos, pero no estaban dispuestos a jugarse la carrera —y posiblemente algo más— metiéndose en medio de la rivalidad entre TVA y TEK.
En una atmósfera que podía cortarse con cuchillo, esta reunión del 8 de octubre fue tan suave como se suele ir cuando atraviesas un campo de minas. Discutieron mucho sobre cuestiones superficiales, pero nadie tuvo el valor de sacar a la luz los temas de fondo. O de profundidad, como prefieras. La única decisión firme que se tomó fue prohibir definitivamente el uso del modo magnético a toda la marina nazi, incluyendo los buques de superficie, mientras no se resolviera el asunto.
Dönitz, ahora recién ascendido a contraalmirante, no quedó nada satisfecho con los resultados de esta reunión. Decidió acudir al Gran Almirante Erich Raeder en persona con los informes de sus capitanes que había ido organizando haciendo gala de pulcritud germánica.
¡Ay, Raeder! El Großadmiral Raeder era un milico ultraderechista y puritano que participó en el putsch de Kapp y había jurado y hecho jurar a todos sus hombres lealtad a Hitler el mismo día en que éste adquirió plenos poderes dictatoriales con la muerte de Hindenburg. Atención: no a Alemania, o al nuevo Tercer Reich, sino al Führer en persona.
Después, durante los juicios de Nuremberg, Raeder se defendió diciendo que esto era práctica habitual, igual que antes había jurado lealtad al Kaiser y a la República de Weimar. Sin embargo, está generalmente aceptado que fue decisivo para que toda la Armada se sometiera a la ideología nazi —aunque manteniéndola estrictamente separada del Partido— y que fue el cerebro del rearme naval clandestino. En 1937 lo nombraron miembro de honor del Partido con placa dorada, formó parte del gabinete secreto de Hitler y en 1938 éste resucitó ese cargo tan rimbombante de Gran Almirante (que no se usaba desde la I Guerra Mundial) para otorgárselo personalmente a él.
Después discutieron y el Gran Almirantazgo recaería sobre el propio Dönitz. Pese a ello, Raeder permaneció en Berlín igual que Hitler durante la caída del Reich, se dejó capturar por los soviéticos y luego, en sus memorias, ensalzó a su difunto Führer sin reparos. Vamos, que si no era un nazi cinta negra, se le parecía mucho.
Pero al mismo tiempo fue también uno de los pocos tipos en todo el Reich con las pelotas o el prestigio para discutirle las decisiones a Hitler, al menos en el campo militar. Por ejemplo, no se cansó de repetirle que el ataque contra la Unión Soviética era una auténtica locura que les costaría la guerra. En su ámbito militar y sobre todo naval no era una personalidad, sino la personalidad.
Y cuando Dönitz se le presentó con todos aquellos informes sobre los fallos en los torpedos, Raeder montó en cólera: ordenó una investigación exhaustiva inmediata que terminó convirtiéndose en un consejo de guerra donde acabarían saliendo a la luz los engaños del TVA y parte del Inspectorado de Torpedos. Además dio un paso extraordinario: hizo acudir al profesor Ernst-August Cornelius de la Universidad Técnica de Berlín-Charlottenburg, un científico civil reconocido como la máxima autoridad en torpedos del Reich y hasta cierto punto el padre de los G7 que daban todos esos problemas. Esto de meter a un civil en el mismo corazón de una investigación castrense —y una vergüenza— no tenía precedentes en la rígida cultura del militarismo germánico.
Tan pronto como la investigación del Gran Almirante Raeder se puso en marcha y su furia comenzó a conocerse entre los implicados, surgieron tímidas voces dispuestas a reconocer cosas con tal de que dicha furia no les cayera de lleno en la cabeza.
Una de las más llamativas fue la del capitán de corbeta August Kattentidt, asesor del Inspectorado de Torpedos, que estuvo en la reunión del 8 de octubre y calló como todos los demás.
Pero ahora, con la ira de Raeder sobre su coronilla colectiva, Kattentidt admitió que tanto el Inspectorado como el TVA conocían el problema con el control de profundidad desde antes de la guerra. Que, de hecho, poco antes de que empezara, un tal Dr. Bartrams le comentó que el TVA había cambiado “un resorte” para “solucionar los problemas con el control de profundidad” —o sea, que estaban al tanto—, pero que no funcionaba y que por tanto los submarinos no serían capaces de destruir destructores y otros buques de poco calado.
Al final fue el contraalmirante Oskar Wehr, jefe del TVA, quien pagó los platos rotos; le condenaron a seis meses de prisión militar en Gemersheim por negligencia en el cumplimiento del deber.
Lo que no salió en el consejo de guerra, pero era un secreto a voces dentro de la marina nazi, fue que el vicealmirante Friedrich Götting —jefe del Inspectorado de Torpedos— había comunicado dos veces por escrito estos problemas al propio Gran Almirante Raeder antes de que empezara la guerra. Algún malpensado diría que tras el furibundo celo del Großadmiral para resolver aquel desastre se ocultaba un afán algo histérico de tapar sus propias vergüenzas bajo el trasero de algún cabeza de turco como Wehr. Algunos hasta piensan que ese “alto mando intocable” que pasó la investigación del TEK al TVA para que la archivara fue... Raeder. Qué cosas tiene la gente, ¿eh?
Bueno. El caso es que de un modo u otro, la investigación sobre los fallos en los torpedos comenzaba a arrancar. Durante el mes de octubre, pese a la audaz operación de Prien en Scapa Flow, los resultados ya no fueron tan brillantes: 34 barcos enemigos hundidos, sumando 185,305 toneladas. Peor aún: ese mes, en vez de dos, perdieron cinco submarinos, ahora ya con muertos: 164. En los dos del septiembre pasado había logrado salvarse toda la tripulación, que cayó prisionera.
Se abría así la veda del submarinista alemán que terminó matando al 75% de sus tripulantes, la tasa de bajas más alta de todas las armas que combatieron en la II Guerra Mundial. Dos de ellos (el U-12 y el U-40) fueron pasto de las minas —todos los contendientes se habían liado ya a minar el Canal de la Mancha—, pero los otros tres (U-16, U-42 y U-45) cayeron a manos de navíos británicos; al menos el U-45 delató también su posición por culpa de un torpedo de detonación prematura. Y el último día del mes ocurrió una anécdota bastante chusca; burla total que pronto correría por las cantinas del planeta entero para considerable humillación de la orgullosa Marina Nazi.
Ese día, al final de la madrugada, el U-25 del futuro as Viktor Schütze había logrado su primera victoria frente a las costas gallegas: atacó al convoy francés 20-K y consiguió enchufar dos torpedos eléctricos G7e al carguero Baoulé, de 5,874 toneladas, que estallaron como debían y lo hundieron rápidamente. Por supuesto, en modo de detonación por impacto, tal como tenían ordenado. Acto seguido se replegó para escabullirse de sus escoltas y cuando volvió a la superficie con intención de proseguir el ataque contra el convoy, lo había perdido de vista.
Buscando y rebuscando por el sector, se topó con un mercante solitario de aspecto sospechoso que navegaba en dirección a Inglaterra. En esos momentos Alemania aún se regía por las normas del ya mencionado Tratado de Londres de 1926; éstas prohibían hundir mercantes desarmados y desprotegidos que no opusieran resistencia sin inspeccionarlos en busca de contrabando y poner a salvo a la tripulación primero. Faltaba todavía un poco para la guerra submarina sin restricciones.
Schütze siguió escrupulosamente las reglas. Aparentemente, el mercante también: en cuanto les vieron, se detuvieron pacíficamente. El U-25 se le puso al costado y le transmitió mediante el proyector de señales luminosas: “No use la radio. ¿Adónde se dirige? Envíen un bote con el capitán y la documentación o les torpedearemos.” Hasta ahí, todo perfecto.
Pero en ese instante, el mercante cambió súbitamente de opinión: arrancaron a huir tan deprisa como les permitían sus calderas. Eso era una violación clara del Tratado y Schütze ordenó lanzarle dos torpedos. Esta vez, una vez más, ninguno de los dos estalló. Pero bastó para meter el miedo en el cuerpo a la tripulación del carguero, que se detuvo de nuevo mientras respondía frenéticamente que no dispararan, que eran yugoslavos. Puesto que Yugoslavia estaba todavía técnicamente en paz con Alemania, pero el mercante había intentado escapar, Schütze optó por una caballerosa solución intermedia: les mandó abandonar el barco con todo lo que necesitaran para llegar a las costas españolas sin grave riesgo. Después, lo hundiría.
A la tripulación yugoslava le faltó tiempo para obedecer. En pocos minutos los botes salvavidas estaban en el agua con todos a bordo, listos para ver con resignación cómo aquel temible submarino nazi hundía su barco inmóvil en medio del mar. Flemáticamente, Schütze maniobró para ubicarse en una posición de tiro perfecta y le largó un tercer torpedo con espoleta por impacto, a un par de metros de profundidad, derecho al centro.
Clunk.
Schütze parpadeó. Los marineros yugoslavos en sus botes, también. Tragando saliva, Schütze mandó dispararle el último torpedo de sus cuatro tubos delanteros.
Este fue mucho más divertido: el control de profundidad falló miserablemente y el torpedo se dedicó a brincar cual delfín entre las olas, yéndose de rumbo por completo hasta estallar donde el viento da la vuelta. A esas alturas, con todo su miedo, los marineros yugoslavos comenzaban a contener unas risitas nerviosas. Rabiando, Schütze ordenó aprestar su cañón del 105 para convertir aquel maldito barco en astillas de metal.
Resultó que el cierre de la recámara del cañón estaba atascado en posición cerrada y no había quien lo abriera.
Schütze nos cuenta lo que pasó a continuación en su cuaderno de bitácora:
—Viktor Schütze, U-25 KTB, 5/11/1939, págs. 30022/1-8, en los microfilmes de los Archivos Nacionales de los EEUU, serie T1022, carrete 3027.
Como lo oyes: tuvieron que largarse dejando su blanco ahí en medio del mar. Es de suponer que los marineros yugoslavos debían andar muertos de risa cuando reembarcaron y pusieron proa otra vez hacia Inglaterra. Pronto, su historia corría entre carcajadas por todas las tabernas portuarias del mundo y más allá; incluyendo, naturalmente, los servicios de inteligencia aliados, que por esos tiempos aún no podían descifrar los mensajes de la máquina Enigma naval. Por si fuera poco, ese mismo 31 de octubre de 1939 fue el día en el que Wilhelm Zahn —del episodio anterior— pudo hundir a Churchill con el U-56 si sus torpedos no hubieran fallado igualmente.
Es también de suponer que las risas no llegaron al despacho del Befehlshaber der U-Boote (BdU), o sea el mandamás de los submarinos alemanes: el flamante contraalmirante Dönitz. Su lugar lo ocuparon gritos furiosos exigiendo explicaciones para ayer.
Por si hiciera falta envenenar el ambiente algo más, apenas una semana después, el 7 de noviembre, regresaba a puerto el U-46 de Herbert Sohler tras un mes en el mar. Con el mismo sentido del humor, es decir ninguno, Sohler informó que durante su patrulla había torpedeado reiteradamente a tres convoyes, incluyendo una línea de mercantes completa, más un crucero parado. Y sólo había logrado hundir un barco: el City of Mandalay, de 7,028 toneladas. Todos sus demás disparos fracasaron. Según sus iracundas anotaciones en el cuaderno de bitácora, “podríamos haber hundido 30 o 40.000 toneladas y sólo hemos hundido 7.000.”
El padre de los torpedos alemanes E. A. Cornelius, por orden del gran almirante Raeder, fue a visitar a Dönitz en su despacho apenas diez días después. Dönitz le recibió con una avalancha de reproches y un registro detallado de todos los fallos. Terminó preguntándole con la máxima gelidez qué demonios se suponía que debía hacer ahora. Cornelius contestó que honestamente no lo sabía aún, pero que Raeder había dado otro paso excepcional: nombrarle dictador de los torpedos —Torpedo-Diktator— y autorizarle a fundar una nueva entidad, AG Cornelius o AGC, que reclutaría a los mejores cerebros de la ciencia y la industria con conocimientos en el tema para resolver los problemas.
Dönitz vino a contestarle algo así como: “¡eso espero!”
Mientras tanto el Inspectorado de Torpedos y el TVA, con la espada de Damocles sobre su colectiva cabeza, habían sacado a correprisa una modificación de la espoleta “Pi 1” llamada “Pi (a+b)”. Supuestamente eso iba a resolver los problemas de la detonación magnética, por el procedimiento de aislar parcialmente las bobinas. Así reducirían su sensibilidad y por tanto la probabilidad de explosión prematura, mientras que seguirían activándose al atacar barcos grandes. Las distribuyeron rápidamente con instrucciones de disparar un metro exacto por debajo de la quilla del objetivo. Yyyy…
…el resultado te lo contaré en el próximo episodio. Te va a encantar.
Dirección: Dany Saadia.
Documentación y guiones: Toni E. Cantó, "Yuri".
Locución y producción: Eduardo Albornoz.
Con música de: artlist.io
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Este podcast Un Afortunado Error 2 (2) - Carcajadas en el mar es una obra original de Dixo (2023) y lo difundimos bajo licencia Creative Commons BY-NC-ND 4.0 Internacional.
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