Público
Público

Podemos, CUP y Catalunya

Jaume Asens
Portavoz de Guanyem Barcelona y miembro del Consejo Ciudadano de Podemos

Que la defensa del derecho de autodeterminación de los pueblos forma parte del ADN de Podemos se ve claramente ya en su propio acto fundacional, con el Manifiesto “Mover ficha”, donde se daba un apoyo explícito a la consulta convocada en Catalunya para el 9 de noviembre del 2014. Esa reivindicación aparece también en su programa electoral para las elecciones europeas. Y en múltiples declaraciones de sus dirigentes. A raíz de su reciente visita a Barcelona, sin ir más lejos, Pablo Iglesias volvió a dejar claro tanto su deseo de que “Catalunya no se fuera” como el compromiso con su “derecho a decidir”. Visto desde la perspectiva catalana, puede parecer insuficiente.

Es la primera vez, en cambio, que un político español con posibilidades de ganar unas elecciones generales reconoce a Catalunya como sujeto político propio. O que expresa con toda naturalidad que “cualquier demócrata debe aceptar aquello que decida la ciudadanía en Catalunya” y defiende la plurinacionalidad del Estado. A diferencia de Escocia, hoy los partidos del Régimen del 78 impiden a los catalanes, de hecho, votar en un referéndum. Tanto el PP como el PSOE les han negado, incluso, el derecho a opinar en la consulta no vinculante del 9-N. Y todo ello a pesar de ser la exigencia apoyada por más del 85% de ellos, del 96% de sus ayuntamientos, de las masivas movilizaciones y las reiteradas demandas del Parlament. De allí el valor político de sus palabras.

En el mitin barcelonés, Iglesias al mismo tiempo que emitía ese mensaje cargaba duramente contra el proyecto de CiU por su vinculación con los recortes y la corrupción. Tanto él como la secretaria de Plurinacionalidad del partido, Gemma Ubasart, acusaron a Artur Mas y a Jordi Pujol de ser “traidores a su pueblo”, por no “tener más patria que el dinero”. En su ataque a Mas arrojó asimismo un dardo envenenado al soberanismo de izquierdas, al afirmar que lo único que podía prometer es que nunca se abrazaría a él, justo lo que hizo David Fernández tras la consulta del 9-N.

En cambio, a quien sí lanzó guiños de complicidad fue a la gente del cinturón rojo metropolitano con quien el independentismo de izquierdas tiene serias dificultades para conectar. Recordó, por ejemplo, que él era de Vallecas y “cuando iba a L’Hospitalet o Cornellá se sentía como en casa”. No por casualidad, una buena franja de sus simpatizantes reside en lo que hoy algunos ya denominan el cinturón morado.

Tras su discurso, la puesta de largo de Podemos en Barcelona no dejó indiferente a nadie. No fueron pocos los que salieron en tromba contra él. Los ataques contra el joven partido provienen, por lo general, de la caverna político-mediática madrileña. En los platós televisivos la gente del PP y el PSOE suele acusar a sus voceros de ser “chavistas”, “amigos de ETA”, pero también de ser “proseparatistas” que quieren “romper España”.

En esta ocasión, no obstante, las invectivas iban en sentido contrario. En el entorno de CIU es donde peor reaccionaron. Entre otras lindezas, acusaron a Iglesias de agitar el fantasma del lerrouxismo o de pronunciar un discurso “criptoespañol” y “anticatalán”. Es más, el coordinador general de CDC, Josep Rull, calificó el discurso de “casposo” y retrató a Podemos como el “caballo de Troya” del proceso soberanista. Uno de los que cargó con saña fue el actor Toni Albà, quien no dudó en calificarle de “facha” y compararlo con Franco. La asesora del president, Pilar Rahola, tampoco se quedó atrás. Recurrió a la manida frase de Pla, indicando que “lo más parecido a un español de derechas es un español de izquierdas”, para tildar a Iglesias de “mesías con coleta” equiparable al “Mío Cid Rajoy”.

Esas reacciones sobreactuadas son otra prueba de que su ascenso en las encuestas despierta nerviosismo. Y más para aquellos que tienen presente lo que fue el PSUC de los años 70. En Catalunya, el malestar ya se palpó cuando presentaron junto a Guanyem una querella contra “el clan Pujol”. Por otro lado, mientras ERC mostraba sus simpatías, en la CUP marcaban distancias. Ya no se sumaron a la invitación de formar parte de la acción penal contra el expresidente y en las redes no recibieron con agrado la visita de Iglesias.

La CUP es una organización construida pacientemente desde abajo, en fuerte imbricación con las luchas locales de centenares de municipios catalanes. Quizá es por eso que genera recelo un actor nacido en Madrid aparecido repentinamente y por la puerta grande. Se lo ve como una suerte de competidor o inquilino ilegítimo que les puede arrebatar posiciones que han ganado merecidamente a lo largo de muchos años. Obviamente, la reciente toma de posición de unos y otros no ha ayudado a rebajar la tensión. La carta de la CUP donde saludaban a Iglesias ante su visita “als Països Catalans” no sentó nada bien en Podemos. Se interpretó como un gesto tramposo, como la misiva al líder de un partido extranjero.

En nada ayudó tampoco a templar los ánimos el bofetón propinado por Iglesias a la CUP por el abrazo de Fernández. O la acusación del líder barcelonés Marc Bertomeu de ser comparsa de CIU. Lo primero se entendió como un vituperio personal, por un gesto de afecto, a quien es el político catalán mejor valorado y una de las caras visibles en la lucha contra la corrupción. Lo segundo, como un acto de desprecio a su rol opositor ante quien es su principal adversario político. La réplica de los independentistas llegó pronto de la mano de las redes sociales con críticas, mofas e insultos de todo tipo.

Algunos de los temores que despierta en esos sectores la nueva formación no son gratuitos. Existe, por ejemplo, una corriente “antinacionalista” dentro de Podemos que reprocha a la dirección “hacerle el juego al nacionalismo”. Son pocos pero ruidosos y ya presentaron batalla contra ella en las recientes primarias municipales del partido. Tampoco tranquiliza en ciertos sectores que tanto el proyecto como el programa estén todavía en construcción. O que no se haga de la cuestión territorial, a pesar de la existencia de independentistas en sus filas, máxima prioridad.

Lo cierto es que, sin embargo, el bloque de izquierdas del independentismo catalán debería verlo, no como un enemigo, sino como un fuerte aliado. En las elecciones catalanas, no les restará apoyos significativos. Como indican las encuestas, sus votos vendrán mayoritariamente de otros caladeros. Con la CUP actualmente, por ejemplo, Podemos apenas comparte espacio electoral. Verdaderamente puede ocupar una buena parte del espacio de un PSC desdibujado y llegar a ser un antídoto eficaz contra propuestas neolerrouxistas como las de Ciutadans, que pretende quebrar la convivencia ciudadana en Catalunya.

También puede ser clave para conformar un bloque parlamentario mayoritario para trazar una agenda social y económica alternativa a la actual de CIU y ERC. Con el fenómeno electoral del “voto dual”, en la escala estatal es otra cosa. Allí Podemos puede ganar las elecciones generales —a las que la CUP probablemente no concurra— gracias al apoyo de los votos soberanistas. Entre otros motivos, porque muestra otra salida alternativa al actual bloqueo. En Catalunya hay un movimiento de masas plural y popular que ve en el referéndum una palanca para conseguir un cambio real del statu quo. Podemos es el único actor político con capacidad de hacerlo efectivo desde Madrid. Esa no es una cuestión menor cuando la vía unilateral de la desobediencia institucional parece poco factible.

Para que la indepedencia sea una opción viable no se puede ser ingenuo. Se requiere, para empezar, de amplios apoyos internos y externos de los que ahora se carece. Y una voluntad firme de insumisión que solo la CUP y una parte de ERC están dispuestos a asumir. Con simples declaraciones de independencia, difícilmente se producirá un cambio de la situación si no se produce a escala estatal. Naturalmente, esta reflexión también es válida en sentido inverso. Asestar un golpe mortal al Régimen sin contar con las grietas abiertas en la periferia no es un plan sencillo de ejecutar. Los dos proyectos rupturistas están condenados a apoyarse mutuamente más de lo que seguramente muchos se imaginan.

Otra cosa muy distinta es el temor que la nueva formación infunda en la facción catalana del Régimen. El nacionalismo de centro-derecha ha logrado instalarse casi interrumpidamente en el poder gracias a la bandera de la “unidad patriótica”. Ahora, con el despegue de Podemos, ve peligrar su hegemonía. Fue, precisamente, entre su gente donde más molestaron las palabras de Iglesias y Ubasart, que enfatizaran, por ejemplo, el vínculo del debate del derecho a decidir con otras cuestiones sociales como la sanidad y la educación pública. O que señalaran las complicidades entre las oligarquías catalanas y madrileñas que minan la visión de Pla citada por Rahola. Y es que no poca gente podría subscribir que lo más parecido a un “español de derechas” ya no es un “español de izquierdas”, sino un “catalán de derechas”.

No resulta descabellado, de hecho, pensar que más pronto que tarde pretendan reeditar viejos pactos —como el del Palace entre CIU y PP en el 1996— para regenerar el marco que han sostenido al unísono desde la muerte del dictador. Cuando vieron sus privilegios amenazados, las élites catalanas no dudaron en ponerse del lado de la dictadura de Primo de Rivera y luego del franquismo. No sabemos lo que, finalmente, hará Artur Mas, pero sí sabemos que la tercera vía es la preferida por La Vanguardia, Duran Lleida y otros sectores influyentes de CiU. Las reuniones “discretas” entre las vicepresidentas del Gobierno y del Govern, Soraya Sáenz de Santamaría y Joana Ortega respectivamente, podrían ser el preludio de esa voluntad de cierre sistémico por arriba.

Por el contrario, existe un escenario de fin de ciclo que lo puede evitar. La crisis del Régimen abre un horizonte de oportunidades para lograr su superación. Ya sea con la independencia de Catalunya o con un nuevo encaje federal o confederal. La movilización surgida en Catalunya en el 2009 con la organización de más de 500 consultas ciudadanas y el movimiento del 15-M del 2011 nacido en Madrid son los dos proyectos ilusionantes de la escena política. Y obedecen a una misma corriente de fondo.

En un contexto europeo, no debería ser difícil lograr un entendimiento entre fuerzas rupturistas —como la CUP o Podemos— que se galvanizaron con ella. Un entendimiento que debería pasar, como en Escocia, por sacar las urnas a la calle. Esa posibilidad ha dejado de ser utópica. A su materialización ayudará, sin duda, su capacidad para conformar conjuntamente un gobierno catalán que contemple la interrelación, que no supeditación, de la cuestión social a la nacional.

La celebración del referéndum escocés vino precedido, justamente, de una fuerte movilización de los barrios obreros de Glasgow y otras ciudades. Su apoyo a la hoja secesionista de Alex Salmond no estaba vinculado a cuestiones identitarias o culturales. Los escoceses, de hecho, se sienten británicos casi en su totalidad. La cuestión tenía más que ver con el hartazgo por la privatización y la destrucción sistemática de los servicios públicos promovidas por el Gobierno conservador de Londres. En Catalunya, la baja participación y el apoyo al “sí-sí” en la consulta del 9-N del cinturón rojo de Barcelona dibujan un paisaje diferente.

En L’Hospitalet, la segunda ciudad en peso demográfico, solo votó “sí-sí” el 67% o en Santa Coloma el 64% (frente a la media del 80%). La sociedad civil es quien lleva la batuta de la movilización soberanista, pero uno de los motivos de esa falta de entusiasmo reside en la percepción de que su liderazgo político está en otro punto. Está en las manos de un partido enfangado por la corrupción, con la sede embargada, que ha impulsado los recortes de la mano de Rajoy. Que en Escocia se pudiera votar tuvo mucho que ver con el pragmatismo demócrata de David Cameron, pero para que los sectores populares se implicaran en ello fue también decisiva la popularidad del partido antiausteridad de Salmond.

Aquí ni Rajoy es Cameron ni Mas es Salmond. Y mientras el sistema de partidos español se hunde, el partido hegemónico catalán sobrevive cogido a la tabla de salvación nacional, a pesar de que sus votantes se sitúen más a su izquierda. Hacer saltar por los aires el viejo corsé institucional que bloquea el ejercicio del derecho de autodeterminación de los pueblos no va a ser fácil. Que se produzca dependerá, en buena medida, de la capacidad de los movimientos antirégimen para ocupar el espacio central en el tablero.

El entramado institucional de los últimos 30 años cojea y la victoria de los que siempre han mandado nunca había estado tan amenazada. Esa mudanza de escenarios y protagonistas se puede dar o no. La ruptura democrática, no obstante, difícilmente podrá abrirse paso sin el encuentro de los vientos de cambio provenientes de la Meseta y los del Mediterráneo.