Opinión
Zapping
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
No tengo televisor.
A ver, sí que lo tengo, pero no me sirve para nada porque hace cosa de un año al levantarme del sofá tiré el mando al suelo y, como soy de naturaleza Inspector Clouseau, al ir a recogerlo lo pisé y lo partí a la mitad. El drama llegó porque, por lo visto, mi televisor era antiguo y ya no se fabricaban mandos a distancia para él, así que durante unos seis meses se quedó puesto permanentemente en un canal de crimen y misterio que solía escuchar de fondo mientras trabajaba en casa.
La sorpresa llegó después de las Navidades, pues había habido un nuevo apagón digital y mi tele no tenía Alta Definición, así que ahora la pobre luce en la sala casi como una reliquia egipcia esperando a que alguna tarde de domingo la encienda para jugar a la Play, que es ya para lo único que sirve. No cuento esto para darme pisto de intelectual, no soy aquel señor de Caro Diario que no veía la tele y que luego acabó enganchado a las telenovelas. A mí siempre me ha gustado ver la televisión, de hecho la mayor amenaza que me podían hacer cuando era pequeña era la de castigarme sin ver Barrio Sésamo o Los pitufos. Por eso me llamó tanto la atención lo poco que me afectó el quedarme sin ella, hasta que me di cuenta de que las plataformas digitales, YouTube y los podcast habían hecho que fuera cambiando mis hábitos de consumo audiovisual casi sin darme cuenta. Y es que hablamos y teorizamos mucho sobre los diferencias y los saltos generacionales, pero puede que sea la forma en la que consumimos los contenidos audiovisuales donde se encuentre la frontera que tanto andamos buscando y que se situaría entre los que ven la televisión tradicional y los que ya no lo hacen.
Por supuesto que no estoy descubriendo la pólvora, esto lo saben perfectamente los directivos de los canales de televisión, pero hasta ahora no había reflexionado mucho sobre ello. Y precisamente por eso creo que siempre andaba algo coja a la hora de entender la rapidez con la que se ha extendido el pensamiento reaccionario en España. Hemos (y he) hablado mucho sobre la habilidad de la extrema derecha para conectar con cierto sector de la juventud, principalmente masculino, gracias al manejo que tienen de las redes sociales y a cómo han sabido explotar el malestar y la incertidumbre que la pérdida de los privilegios tradicionales genera en algunos chicos -pero también en algunas chicas-.
Sin embargo nos hemos olvidado de que todavía miles y miles de personas tienen el televisor encendido en casa a todas horas, y en muchos casos como única compañía, y que están expuestos, por tanto, al discurso machacón de la reacción -que es el mayoritario en las teles generalistas- y que se apoya en las cuatro columnas vertebrales de la inseguridad, el racismo, los okupas y el sanchismo, trasmitiendo así una imagen del país a una parte de la población totalmente incompatible con la que tiene otra gran parte de la ciudadanía.
Es muy difícil conciliar estas dos visiones y formas de ver e interpretar la realidad: la de la gente que vive preocupada por el acceso a la vivienda, la precariedad de los salarios, el cambio climático y la turistificación de las ciudades y la de quien vive con el constante miedo a la delincuencia y a las personas migrantes, preocupados por que les ocupen su casa cuando salen a la compra, gastando su dinero en alarmas totalmente innecesarias mientras están convencidos de que Sánchez nos tiene viviendo en una dictadura en la que ya no se puede decir nada, como bien proclaman los críticos del presidente del Gobierno -o alguna que otra presidenta de comunidad autónoma democráticamente elegida en las urnas- en todos los canales de televisión que les dan altavoz mañana, tarde y noche, en X y en algunas radios y periódicos digitales.
Hoy en día podemos contar nuestras vidas a través de las palabras, pero también a través de las imágenes, por lo que todos somos, de alguna manera, un relato de ficción. Nuestra memoria está compuesta, además, de recuerdos que, en muchos casos, son reescrituras de relatos que nos han o nos hemos contado. Por eso es tan difícil separar la realidad de las ficciones, porque en el fondo todos nosotros somos también ficción. La televisión ha contribuido a emborronar mucho más los límites, ahí están los realities que nos hacen creer que estamos contemplando las vidas reales de los participantes cuando en realidad lo que nos están ofreciendo es un producto embotellado, bien guionizado y editado, en el que cada participante interpreta perfectamente su papel de víctima o villano, adaptándose a las exigencias del espectáculo y el público.
Pero todos estamos interpretando un papel en público, lo hacemos hasta el punto de olvidar cuál es nuestro “yo” real. ¿Es nuestro verdadero yo el que proyectamos en redes sociales? ¿O el que adoptamos en el trabajo? ¿O acaso es durante nuestro papel como padres o madres cuando nos mostramos como verdaderamente somos o esto no es más que otra construcción ficticia? O tal vez la pista de quienes realmente somos se encuentra en nuestro historial de búsquedas en Google.
Tenemos, por tanto, que admitir que si no somos capaces de reconocernos a nosotros mismos como seres reales, es fácil también que contemplemos las vidas ajenas como mera ficción, especialmente cuando las vemos a través de las pantallas. De ahí el eterno debate sobre la forma de informar y sobre todo de enseñar los dramas ajenos, debate que vuelve a ser pertinente en estos meses de genocidio gazatí transmitido en directo y en el que personalmente siempre me encuentro nadando entre dos aguas, pues entiendo a quienes defienden la necesidad de mostrar lo que sucede sin medias tintas y de forma cruda para despertar las conciencias y denunciar las atrocidades cometidas, pero también creo que tienen razón quienes apelan al derecho de las víctimas y sus familias de ver protegidas su imagen, intimidad y dignidad. No podemos tampoco obviar la doble vara de medir que existe a la hora de mostrar a las víctimas dependiendo de su origen nacional y su etnicidad, ni las voces que nos advierten que muchas veces la forma de mostrarlas acaba deshumanizándolas y del riesgo que corremos, con tanta saturación de imágenes, de acabar banalizando estas tragedias, estas vidas y a estas víctimas.
Hace unos días, Patricia Ramírez, madre del niño asesinado Gabriel Cruz, convocó una rueda de prensa para denunciar que se está grabando un documental sobre el asesinato de su hijo y que se está entrevistando en prisión a la asesina confesa del pequeño. Esto ha vuelto a abrir el debate sobre los límites de los llamados true crime. Sin embargo, sería profundamente injusto poner el foco donde no debe estar. El interés por los crímenes es tan antiguo como la propia humanidad y estos han inspirado gran parte de la mitología y literatura universal, sirviéndonos además de advertencia y guía moral durante siglos.
La llamada explosión del true crime hoy en día tiene más que ver con la llegada de las plataformas digitales, obligadas a buscar constantemente contenidos para fidelizar a sus suscriptores, y sobre todo con la aparición de los podcast, que han democratizado la creación. Por tanto es obligado recordar, y exigir, tanto a creadores como a consumidores, que existen unos límites a la hora de hablar de estos temas, unos mínimos éticos de respeto y seriedad, pues la sensibilidad social y moral para las víctimas y sus familias ha ido evolucionando.
No todo vale, por encima del interés que estas historias puedan despertar, y muy por encima de los márgenes de beneficio que proporcionan a las productoras, a los canales de televisión y a las plataformas digitales, tiene que prevalecer siempre la necesidad de proteger la memoria y el dolor de quienes han sufrido un delito. Sin embargo parece que no hemos aprendido nada desde el bochornoso espectáculo que dieron las televisiones generalistas la terrible noche del 27 de enero de 1993 cuando se descubrieron los cuerpos de las niñas de Alcàsser, ya que vemos cómo se repite el show de morbo, rumores y detalles escabrosos cada vez que salta a la luz un suceso mediático, como fue el del asesinato del niño Gabriel. Pero es que, en el caso de este asesinato en concreto, dar voz a su asesina es un insulto a la memoria del chiquillo y al dolor de su madre, un insulto que solo se puede explicar bajo la deleznable óptica del oportunismo y la mercantilización de su asesinato. Y es aquí donde el debate sobre el libre albedrío, como diría el cura de Amanece que no es poco, nos viene que ni pintiparado, pues siempre hemos tenido la opción de apagar el televisor o de cambiar de canal.
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