Opinión
Visión de los vencidos
Por César G. Calero
Periodista en América Latina.
Poco tiempo después de la caída de Tenochtitlan a manos de Hernán Cortés, varios poetas nahuas supervivientes de la masacre dejaron constancia del trauma sufrido en unas elegías o cantos tristes: “En los caminos yacen dardos rotos, / los cabellos están esparcidos. / Destechadas están las casas, / enrojecidos tienen los muros. / Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. / Rojas están las aguas, están como teñidas / y cuando las bebimos, / es como si bebiéramos agua de salitre”. El historiador mexicano Miguel León-Portilla compiló a mediados del siglo pasado esos cantares y otros testimonios de los escribanos de la cultura náhuatl donde se refleja la imagen que los pueblos mesoamericanos se hicieron de los conquistadores. Visión de los vencidos (1959) ofrecía por primera vez una versión coral de los indígenas sobre la Conquista, hasta entonces relatada por los vencedores bajo el prodigioso rótulo del “Descubrimiento de América”.
La Conquista supuso una tragedia para los pueblos originarios de América. Un etnocidio que redujo sensiblemente la población del continente (un 90% en apenas un siglo). Las matanzas, las enfermedades provenientes de Europa y la explotación diezmaron a los indígenas. El mal llamado “encuentro de dos mundos” no fue sino una violentísima embestida bendecida por la cruz evangelizadora de la Cristiandad. No es extraño pues que los recientes exabruptos de algunos dirigentes de la derecha española levanten ampollas al otro lado del Charco. Isabel Díaz Ayuso, Pablo Casado, José María Aznar y Toni Cantó, entre otros, han enarbolado la bandera de esta renovada cruzada cultural con declaraciones y argumentos que sonrojan tanto como hieren, y suponen un calculado preludio de una nueva celebración del Día de la Hispanidad, ese hito solo comparable con la romanización, en palabras del actual líder del PP. Si el indigenismo es hoy el nuevo comunismo (Ayuso) y ayer pura barbarie (Cantó), el relato ya no necesita mucha más letra. Si acaso, una colleja al papa Francisco por haber pedido perdón por “las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización”. Y como colofón, una mofa de Aznar sobre el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, por tener un nombre tan hispánico y tan poco indígena.
Cada vez que los ultraconservadores españoles sacan a relucir las supuestas bondades de la hispanidad, el eco de su rugido remueve conciencias en América Latina. Julio Hernández López, reputado columnista mexicano, les replicaba así en el diario La Jornada: “Las posturas de Aznar y Díaz Ayuso tratan de apuntalar la versión imperial hispana y advertir que el indigenismo-comunismo amenaza no a Estados Unidos sino a España. De nuevo, estos encomenderos rezagados ven a los indios como masa enajenada, manipulable, incapaz de pensar y diseñar su propio futuro”.
Bautizado a principios del siglo XX como Día de la Raza, el Doce de Octubre se ha resignificado con el paso del tiempo. En Argentina se celebra el Día del Respeto por la Diversidad Cultural; en Venezuela y Nicaragua, el Día de la Resistencia Indígena; en Bolivia, el Día de la Descolonización; en Ecuador, el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad; en Perú, el Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural; en Costa Rica, el Día de las Culturas... La hispanidad no aparece por ningún lado. Son numerosas las voces latinoamericanas que repudian la celebración de una fecha tan infausta para la región. De México a Argentina, de la exigencia de un perdón de López Obrador a la retirada de la estatua de Colón de Cristina Kirchner.
El legado del idioma español como eje vertebrador de los distintos pueblos de América Latina se ha erigido como principal argumento de los efectos positivos de la colonización. Elías Canetti refutó esa tesis en La provincia del hombre al referirse al imperio romano y la invasión de las Galias: “No hay ningún historiador que, por lo menos, no ponga en la cuenta de César como mérito, esto: que los franceses de hoy hablen francés. ¡Como si, de no haber matado César a un millón de ellos, hubieran sido mudos!”.
¿Encuentro o sometimiento?
El “encuentro” del que hablan los revisionistas ultraconservadores no fue otra cosa que un sometimiento de los indígenas. A las primeras matanzas le siguieron la evangelización obligatoria (bajo la lectura del endiablado Requerimiento), la violación sistemática de las mujeres, la imposición del trabajo forzado (la mita, el catequil), las torturas, las humillaciones… y una avalancha de epidemias. De ese “encuentro” fluyeron al Viejo Mundo cientos de toneladas de oro y plata en tan solo un siglo, un expolio que contribuyó a poner los cimientos del capitalismo en Europa, “chorreando sangre y lodo por todos los poros, de la cabeza hasta los pies”, como apuntó Marx.
En El encubrimiento del Otro, el filósofo Enrique Dussel diseccionaba el verdadero espíritu de la “Conquista”: “Es un proceso militar, práctico, violento, que incluye dialécticamente al Otro como ‘lo Mismo’. El Otro, en su distinción, es negado como Otro y es obligado, subsumido, alienado a incorporarse a la Totalidad dominadora como cosa, como instrumento, como oprimido, como ‘encomendado’, como ‘asalariado’ (en futuras haciendas), o como africano esclavo (en los ingenios de azúcar u otros productos tropicales)”.
Esa “historia común” que pregonan los paladines de la hispanidad fue en realidad un lento proceso de colonización de la vida cotidiana de los indígenas. La fase violenta y guerrera dio paso a otra forma de alienación que Dussel identifica con una “praxis erótica, pedagógica, cultural, política, económica”. Se trató, en definitiva, de la imposición de un nuevo modo de vida que anuló al Otro: “Sobre el efecto de aquella ‘colonización’ (…) se construirá la América Latina posterior: una raza mestiza, una cultura sincrética, híbrida, un Estado colonial, una economía capitalista (primero mercantilista y después industrial) dependiente y periférica desde su inicio, desde el origen de la Modernidad”. Esa nueva realidad sincrética, y asimétrica, alumbrará un sujeto de raza mestiza que de ninguna manera es fruto de un proceso cultural de síntesis, se lamenta Dussel, sino el efecto de un trauma: “Es necesario tener memoria de la víctima inocente (la mujer india, el varón dominado, la cultura autóctona) para poder afirmar de manera liberadora al mestizo, a la nueva cultura latinoamericana”.
Los cantos tristes por la sangrienta caída de Tenochtitlan en 1521 anticipan la interminable noche que se cierne sobre toda la región. Pasan los años y la crueldad continúa. Dos siglos y medio después, Túpac Amaru II desafía a la Corona al frente de un ejército de indios en el virreinato del Perú. Pagará cara su osadía. Antes de ser decapitado en la Plaza de Armas de Cuzco, sus captores lo han intentado descuartizar atado a las cinchas de cuatro caballos. Es el año 1781. El imperio español languidece. La sevicia de sus virreyes permanece intacta. Los pueblos originarios de América Latina fueron casi exterminados por la Corona española, esclavizados y perseguidos durante siglos, marginados y olvidados también por los caudillos criollos tras la independencia de la metrópoli. Su modo de vida, su cosmogonía, quedaron enterrados un 12 de octubre de 1492. Hoy son los más pobres entre los pobres. La última vez que se alzaron en armas para denunciar sus precarias condiciones de vida fue el 1 de enero de 1994 en Chiapas. Para que el mundo los viera, los zapatistas se taparon los rostros. Y entonaron de nuevo, con el lirismo de los poetas nahuas del siglo XVI, la visión de los vencidos.
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