Opinión
El violador de la niña está en casa
Periodista y escritora
Esta es una típica escena de verano que muchas mujeres, y también muchos hombres, reconocerán. La familia vuelve, como cada año, a su lugar habitual de vacaciones. Allí se van a encontrar con los amigos de cada año, los progenitores con los suyos y las criaturas, lo mismo. Esto sucede hacia el primer o segundo día de estancia en el pueblo, la playa, el cámping o la montaña, donde sea que vuelvan. Sucede cuando una de las niñas ha cambiado durante el invierno, ese tipo de cambio que resulta evidente físicamente y que acompaña a la primera adolescencia.
La niña sale vestida con ropa fresca o de baño. Tiene, pongamos entre diez y trece años. Entonces, uno de los amigos del padre, o uno de los conocidos de la zona, u otro hombre de la familia la mira de arriba abajo y dice: “Vaya, vaya… Hay que ver cómo se está poniendo la niña…”. Normalmente, acompaña sus palabras recorriendo el cuerpo de la cría con una mirada que ya no es la del padre de la amiguita o el familiar, sino la de un hombre digamos que sexualmente activo.
Lo he visto tantas veces que vomitaría al recordarlo. Las madres, en mi época, decían “Fulano es un patoso”. No era un patoso, sino un agresor. Esa mirada sobre la niña es ni más ni menos que la primera de las muchas agresiones sexuales que va a sufrir a partir de entonces, una sexualización violenta y dura que la obliga a bajar la mirada y desear una túnica con la que cubrirse, o salir corriendo. También puede que el comentario no se dé delante de ella, sino entre “los hombres” de la zona: “Hay que ver cómo se está poniendo la chavala de Fulano”. Y la chavala de Fulano tiene solo doce años. Lo que pasa que, por primera vez, después de un curso sin verla, ha aparecido con un cuerpo que empieza a desarrollarse, con las pequeñas tetas apuntando bajo la camiseta, normalmente ni siquiera ha desarrollado todavía la cadera.
Hace ahora justo un año, la selección española ganó la final de la Copa Mundial Femenina de Fútbol contra Inglaterra. Luis Rubiales era entonces el presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) y millones de aficionadas y aficionados del mundo entero vieron cómo agarraba la cara de la jugadora Jenny Hermoso y le propinaba a la fuerza un beso en la boca. Después vinieron lo que ya sabemos, las coacciones a la mujer, el discursito de manual del machista violento de Rubiales, las dimisiones, los ceses. Pero sobre todo lo que llegó es un nuevo movimiento en respuesta. Primero, un clamor internacional de apoyo a Hermoso y después, gracias al tuit de Alexia Putellas, las mujeres nos apoyamos en el hashtag #SeAcabó para narrar las violencias sexuales que hemos sufrido y sufrimos.
Ocho días después, el 28 de agosto del año pasado, y a raíz de un artículo publicado aquí, empezaron a llegarme mensajes de mujeres en los que me contaban violaciones, agresiones y abusos sexuales, situaciones de acoso en todos los ámbitos. Ya he escrito sobre eso, pero hoy quiero referirme a la infancia, porque es en la infancia donde radica la mayor diferencia entre el movimiento #Cuéntalo, en el que participaron millones de mujeres de al menos 16 países, y los miles de testimonios que bajo el paraguas del #SeAcabó me han ido llegando en este año que se me antoja, la verdad, una década.
La diferencia —sustancial diferencia— de partida entre uno y otro movimientos es que las mujeres que me han escrito durante estos últimos doce meses ponen una condición para que su historia se haga pública: que su testimonio sea anónimo. O sea, que no lo publican ellas en sus cuentas, sino que me lo mandan para que lo haga yo en la mía tras haber eliminado sus identidades. Se necesitará tiempo para analizar el contenido de todos esos relatos —sí, requieren análisis—, pero la primera conclusión es tan abrumadoramente evidente que no hace falta más que leerlos para darse cuenta: Las narraciones de agresiones sexuales sufridas en la infancia se multiplican de forma sobrecogedora cuando la mujer no tiene que dar su nombre.
En la inmensa mayoría de los casos se trata de hombres de su entorno: padre, abuelo, hermano, tío, padre de la amiga, amigo del padre, entrenador, educador, médico. En un informe de la Delegación de Gobierno contra la Violencia de Género encargado por la ex delegada Victoria Rosell, ya se afírmaba que “el 98% de los agresores son hombres y que el 74,73% de ellos forman parte del ámbito familiar o del entorno de la víctima”. Y añadía: “En relación con esto, se muestra también que en un 64,11% de los casos los abusos no se reducen a un solo episodio, sino que se repiten en más de una ocasión o se producen de forma continuada”.
En la mayoría —voy a insistir: LA MAYORÍA— de los testimonios recogidos en el hashtag #SeAcabó las mujeres sitúan su primera agresión sexual antes de los 14 años. Pero esa es solo la primera, porque acto seguido viene el relato del rosario de violaciones que le siguen. ¿Por qué nadie dice que cuando sufres una agresión sexual en la infancia o adolescencia, esta seguirá repitiéndose una y otra vez? Las consecuencias son una vida desestructurada, una vida de dolor, autolesión en sentido amplio y disociación, un infierno que acaba, además, con nefastas consecuencias económicas.
Podríamos encadenar informes oficiales y de ONGs que llevan años alertando de que a las mujeres se nos empieza a agredir sexualmente de niñas. Esas agresiones rarísima vez se denuncian, y quiero recordar el calvario que sufren las madres que sí lo hacen, las llamadas “madres protectoras”, algunas de las cuales han terminado en la cárcel por hacerlo. Sin un estudio pormenorizado de la violencia sexual en la infancia de las mujeres, cualquier medida contra la violencia machista queda coja, insuficiente.
Pero, claro, estamos hablando de muchas, millones de mujeres. Y de que los agresores están en casa o el entorno próximo. Así que para enfrentar esta violencia de verdad, francamente, y es urgente, deberíamos estar dispuestas, dispuestos, a mirar a padres, hijos, hermanos, tíos, sobrinos y amigos. El hombre que ha dicho este verano ““Vaya, vaya… Hay que ver cómo se está poniendo la niña…” probablemente es padre o tío, es hermano, seguro es hijo. Narrar las violencias sexuales de la infancia desde el anonimato tiene que ver con eso. Cuando dices “mi hermano”, “mi abuelo” o “mi padre”, nadie sabe a quién te estás refiriendo. Si publicas “mi abuelo me violaba”, no conviertes a tu madre en la hija de un violador ni a tu abuela en la esposa de un violador. Por eso se multiplican los testimonios cuando desaparece el nombre de la mujer. Quizás sea una forma de preservar a quienes amamos. En cualquier caso, es un primer paso. Está dado. Ahora deberían venir los siguientes.
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