Opinión
La verdad sobre los Reyes Magos
Filósofo, escritor y ensayista
Me he comprometido a escribir todos los años este artículo o uno parecido: una especie de peaje anual de ingenuidad desvergonzada antes de perder el ánimo en los próximos días. Trata, claro, de los Reyes Magos. Allá voy.
El relato de los Reyes Magos es una de las matrices narrativas más poderosas de la historia de la humanidad. Lo es porque no lo ha construido la Iglesia vencedora sino el pueblo perdedor; porque no se ha construido a partir de los textos sagrados sino de imágenes colectivas y porque no se ha construido de una sola vez sino en el largo aliento de las generaciones. La Iglesia vencedora primero y hoy el capitalismo de Amazon han podido explotarla, pero no matarla, y ello por la misma razón: porque es una historia verdadera. Poco en ella es real; todo en ella es convincente.
Es curioso. No se trata de una historia arquetípica, continuidad del viejo mundo romano, como lo son la de Ciro, Edipo o Moisés, que aún nos interpelan desde otro lado. El mito central del cristianismo funda su propio arquetipo revolucionario contra todos los relatos de la antigüedad. Por eso escandalizó y deslumbró a un sociedad a la par injusta y tolerante. Empieza amagando, es cierto, con el esquema del niño perseguido por un rey, como sus antecesoras, pero solo para desmentirlo enseguida de la manera más subversiva y al mismo tiempo más satisfactoria. Faltaba, quiero decir, ese arquetipo inesperado que la humanidad aún no había elaborado y que solo podía forjarse a partir del nacimiento de un dios en la carne vulnerable de un bebé. Los dioses griegos también nacían, se dirá, pero nacían de otros dioses y siempre de la forma menos humana (de la pierna de Zeus, de la frente de Metis, de una eyaculación en el mar); y los dioses griegos, se añadirá, también se encarnaban, sí, pero en engañosas figuras animales guiadas por el deseo sexual (cisne o toro o águila rijosas). Sus historias aún nos fascinan porque hasta los cristianos siguen siendo paganos; pero si la del pesebre y los Reyes Magos nos colma a los ateos de satisfacción es porque incluso los ateos somos también cristianos. Los griegos no se habían planteado nunca, es decir, el nexo entre la máxima fragilidad y el máximo poder, que es la verdadera novedad del Evangelio. Cristo Rey es sólo el reapaño viejuno de la Iglesia vencedora en Nicea en 325; el Cristo niño, en cambio, es el perdedor invencible que han protegido en paralelo algunos pueblos del mundo y que el fanatismo religioso y luego el capitalismo consumista pueden aprovechar a su favor precisamente porque no miente. Ningún poder ha sobrevivido jamás sin los relatos del pueblo.
El arquetipo antiguo de Ciro, Edipo y Moisés queda roto, en efecto, en la escena de Belén. Es legítimo centrarse, como hace Hegel, en la trinidad burguesa o, como Freud, en el triángulo edípico, pero el pueblo siempre perdedor se interesa más por esa familia queer en la que se voltea la jerarquía convencional: aquí el protagonista es el hijo, después la madre, por último ese hombre que no es el padre biológico y cuyo amor a la esposa y al recién nacido desautoriza cualquier forma de machismo. En ese pesebre solo el niño es esencial: la virgen y san José podrían ser cambiados por dos hombres o por dos mujeres, o por cualquier otra expresión de amor que respetase la primacía de esa vulnerabilidad tendida entre las pajas. A estas figuras se añaden los pastores, es decir la tribu arrobada y solidaria, y enseguida los Reyes Magos, que vienen de Oriente a deponer su poder a los pies de una criatura indefensa; y que son, de alguna manera, sus padrinos, hasta el punto de que podrían hacerse cargo del niño en caso de una desgracia de los padres, tal y como lo cuenta John Ford, de forma magistral, en su maravilloso western navideño de 1948, titulado precisamente Los tres padrinos.
El relato se construye a lo largo de los siglos; al contrario de lo que creemos, no se encuentra o sólo se encuentra parcialmente en los Evangelios. Lucas y Mateo mencionan el nacimiento de Jesús, sí, pero los detalles hay que buscarlos en los apócrifos, sobre todo en el pseudo-Mateo, pero aún más en la lenta cocción del imaginario popular. En Lucas (2:7) hay un dato nimio con el que la religiosidad plebeya trenzará después muchos de los hilos: el “pesebre” (“y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”). Como dice el historiador francés Michel Pastoureau, la escena mítica del Belén se organiza por pura lógica narrativa y más a partir de iconografías visuales que de relatos y descripciones. Si hay un pesebre, digamos, es que se trata de un establo. Si se trata de un establo, el espectador debe poder identificar el lugar, por lo que es necesario añadir algún animal característico: así llegan al retablo el asno (o la mula) y el buey, a los que luego se da valor simbólico pero que de entrada cumplen una función puramente diegética (como lo demuestra el hecho de que en Rusia, donde no había asnos, al buey lo acompañase un caballo). Ahora bien, todos estos datos concretos, sin los cuales el relato no sería verdadero, son construidos más tarde, muy despacio, en el culto y en la conversación, con un mínimo asidero en ese texto sagrado que pasa de puntillas por encima de la escenografía del nacimiento. El nuevo arquetipo lo construyen los pintores, los poetas, los santos (como san Francisco en el siglo XIII): lo construye el pueblo menudo, moldeándolo poco a poco, igual que Virgilio sus versos, hasta desprender una ficción canónica que solo a continuación se apropian y rentabilizan los poderosos.
Lo mismo ocurre con los Reyes Magos. Mateo, que no dice nada del pesebre, habla de unos magos asiáticos que, orientados por una estrella, llevan al niño oro, incienso y mirra (2:1-12). Ni siquiera son “reyes” todavía: “Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle”. Por lo demás, Mateo no nos dice ni su número ni sus nombres. Algunas tradiciones hablan de cuatro, otras de nueve y otras, como las armenias, incluso de doce, pero el “tres” acaba imponiéndose por presiones igualmente narrativas: puesto que llevan tres clases de regalos, nos representamos de manera espontánea tres portadores, cada uno de ellos con una cajita en las manos. El tres, además, no lo olvidemos, es el número narrativo por excelencia, entre otros motivos porque admite la nominación y el recuerdo. Si fueran doce los Reyes, no tendrían nombres o sus nombres serían difícilmente memorizables. Melchor, Gaspar y Balthasar, exóticos y sonoros, se recuerdan con facilidad, como se recuerda a las tres Gracias, a los tres cerditos o a los tres mosqueteros. En todo caso, el relato no pertenece a Mateo sino a esos lectores, oyentes e intérpretes gráficos que lo enriquecieron y deformaron cuanto fue necesario para que se volviera verdadero. Fue un proceso largo de creación colectiva. Los nombres de los Reyes, por ejemplo, solo aparecen por primera vez en el siglo VI, en un mosaico de la basílica de San Apolinar el Nuevo en Rávena.
Así que tenemos una familia queer, una tribu extensa de pastores que la alimentan y unos reyes de otras razas que se inclinan ante un bebé para hacerle regalos. Con eso se puede sostener una Iglesia o un Corte Inglés, pero también construir un comunismo feminista o al menos un nuevo contrato social democrático.
Esa historia es inmortal. O no. Con el poder republicano de los Reyes Magos solo pueden acabar los hijos únicos. Me explico. Los Reyes Magos son al mismo tiempo creencia y ficción. Los niños creen que sus regalos se los traen unos misteriosos monarcas, dotados de poderes mágicos y llegados del Oriente a lomos de camellos. Los padres, por muy católicos que sean y por mucho que lean los Evangelios, saben que son ellos los que, en la noche oscura y sin ser notados, dejan esos obsequios en el salón. Tenemos de un lado, pues, la ingenuidad de una creencia pura que se disuelve sola al terminar la infancia; tenemos, del otro lado, una conspiración para el bien de la que, salvo cuatro cenizos, participan todos los adultos, de derechas y de izquierdas, buenos y malos, mediante un pacto de silencio y una elaborada escenografía compartida. El relato del Belén, fruto de la imaginación plebeya, se convirtió con el tiempo (en la Edad Media) en una ceremonia performativa: los padres convirtieron a los Reyes Magos en personajes de ficción, como lo son Hamlet o don Quijote, y se encargaron de encarnarlos en el sigilo del conticinio. Los ceñudos izquierdistas que pretenden que hay que decir la verdad a los niños no entienden lo que quiere decir “verdad”. Hamlet no engaña a nadie; tampoco don Quijote. Los padres no están mintiendo; están poniendo en acto una ficción verdadera. Que los niños no sean lectores sino creyentes forma parte de este extraño relato paradójico (pues es pura actualidad narrativa) que se sostiene al mismo tiempo en la felicidad del niño y en la conspiración de los adultos.
Ahora bien, indisociable de este relato-performance es el tránsito natural de la creencia a la ficción, que es uno de los pocos ritos de paso que sobreviven en nuestras sociedades capitalistas. Quiero decir que llega un momento en el que el niño deja de ser un creyente para convertirse en otro conspirador; o sencillamente en un lector. De hecho, lo único que puede consolar a un niño de dejar de creer en los Reyes Magos, hacia los ocho años, es convertirse él mismo en un Rey Mago de ficción. Los dos papeles son excitantes: el del niño enamorado que redacta la carta y, antes de dormirse, oye ruidos en el salón; y el del conspirador que desempaqueta los regalos y hace desaparecer el pan duro y el licor. Como no podemos ser niños toda la vida, es maravilloso que, al dejar de serlo, no nos quedemos solos sino que pasemos a formar parte de una conspiración adulta. Eso se llama crecer en un mundo sensato. Pero para eso es necesario que tengamos al menos un hermano pequeño, real o figurado; y que nos esté esperando al otro lado, por tanto, un contrato social o literario más o menos convincente e ilusionante. El neoliberalismo ha acabado con los hermanos pequeños; y ha disuelto casi todas las conspiraciones posibles en favor del bien común. O lo que es lo mismo: no nos deja sentirnos adultos solidarios cuando dejamos de ser niños enamorados. Así que la verdadera historia de la Reyes Magos, manual de instrucciones para una sociedad justa y excitante (culto a la vulnerabilidad, conjura por el bienestar ajeno, acuerdo alegre entre egoístas, confianza radical en el otro), sobrevive a los arañazos del poder como un corto episodio anual sin consecuencias.
Uno de los aspectos más ingenuos y subversivos de esta historia verdadera es que invierte la desconfianza alimentada al mismo tiempo por las empresas de seguridad y por la ultraderecha xenófoba. La noche de Reyes dejamos la ventana y las puertas abiertas para que entren tres extranjeros, uno de ellos negro, y esta idea no solo no nos resulta amenazadora sino que el niño, al despertar, se pregunta con inquietud un poco impostada: “¿habrán venido?”, “¿y si no han entrado en nuestra casa?”. A esos extranjeros se los espera con pan, dulces y vino, como en los antiguos ritos de la hospitalidad clásica. Este relato-performance, así contado, así vivido, ¿no se contradice con la creciente xenofobia de los padres? ¿No deberían los adultos extraer alguna moraleja de esta ficción verdadera? Me quedé espantado el pasado día 5 cuando un amigo me mandó un tweet de la Guardia Civil en el que, sobre un dibujo de los tres Reyes Magos enmascarados como forajidos, se podía leer el siguiente texto: “Si esta noche entran en tu casa tres tipos disfrazados, puede que sean los Reyes Magos, ¿pero y si son Malhechor, Mangar y Va-Saltar?”. Conscientes quizás de su pobreza de ingenio y de la blasfemia cometida, los autores borraron horas después el tweet, pero ese mensaje siniestro traduce un imaginario de peligro crecientemente compartido, solo funcional a la propaganda securitaria de la extrema derecha. Una ficción verdadera puede sobrevivir al poder vertical, pero no a la desconfianza horizontal. Solo puede ser destruido, valga decir, por los mismos que lo crearon. La Iglesia y el capitalismo, cada uno a su manera, a fuerza de explotarla, han emborronado un poco la verdad de los Reyes Magos, esos padrinos extranjeros de un niño palestino; pero ahora el neoliberalismo y la ultraderecha dejan cada vez menos espacio a su salvífica ingenuidad radical: hasta los Reyes Magos vienen de fuera a acuchillarnos en nuestras camas.
Acabo. Debemos celebrar las ficciones verdaderas incluso en el peor de los mundos posibles. Aún más: cuanto peor sea el mundo más debemos proteger nuestras historias verdaderas. Desde octubre de 2023 Israel ha matado a 14.000 niños en Palestina; solo el día de Reyes fueron catorce; algunos, en los días previos, murieron de frío. No debemos dejar de celebrar la fiesta de Reyes porque Israel esté cometiendo un genocidio en Gaza; lo que sí debemos hacer es recordar que la historia verdadera de los Reyes Magos exige a Israel que deje de cometer un genocidio en Gaza. Lo exigen la ONU, el Derecho Internacional y los Reyes Magos, esas ficciones verdaderas que debemos proteger (y a las que debemos rendir cuentas) como si de ello dependiera nuestra supervivencia. Porque de ello depende nuestra supervivencia.
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