Opinión
De solidaridad y de rabia
Filósofo, escritor y ensayista
Actualizado a
Frente al tsunami de lodo y de agua que ha asolado Valencia, un oleaje luminoso de solidaridad humana se ha levantado enseguida entre los escombros. Miles de personas, hombres y mujeres, de toda condición y toda ideología, han acudido desde todos los rincones de España para ayudar en las tareas de limpieza, de distribución de alimentos y de atención a las víctimas. Como suele contar Rebeca Solnit en sus libros, las catástrofes hacen aflorar lo mejor del ser humano y esbozan fugazmente la alternativa de otro mundo posible. El dolor colectivo libera una especie de organización colectiva primitiva o de anarquismo concertado que, por desgracia, está siempre asociado a la desgracia y se evapora en unos pocos días o en unas pocas semanas. Un optimista y un pesimista podrían coincidir en la idea de que ese “anarquismo concertado” es la “verdad” del ser humano; el optimista se aferraría a él para desmentir, como Rousseau frente a Voltaire, la maldad irremediable de la condición humana; el pesimista, por su parte, se limitaría a recordar que esa verdad está atrapada en un lío tal de cables y andamios superpuestos (estructuras y relaciones sociales) que de nada sirve, en términos políticos, su aparición fulgurante entre las ruinas.
La pregunta es doble. ¿No es posible asociar esa solidaridad a experiencias colectivas no dramáticas o dolorosas? ¿A expresiones vivificantes y pacíficas de una comunidad más o menos duraderas? A Stephen Jay Gould, muy interesado en este fenómeno de la solidaridad volcánica, solo se le ocurría el ejemplo del “eclipse de sol”: ese misterioso e indoloro apagón cósmico que hace salir a la calle a miles de personas alborozadas que, mientras dura el estado de excepción, quieren ser y quieren mostrarse buenos, como sucede en las revoluciones y en el amor. A mí se me ocurre otra referencia, en este caso española, la del 15M, una experiencia de enamoramiento colectivo en la que la gente reunida en las plazas se sentía hasta tal punto buena y poderosa que llegó a consensuar la abolición de la muerte. Los problemas vienen siempre más tarde, cuando la solidaridad fulgurante tiene que convertirse en políticas estables. El pesimista no puede dejar de recordar hoy en qué se tradujo políticamente el bullicio generoso del 15M: una inversión total del “anarquismo concertado” en toxicidad fratricida y neoliberalismo tribal. Pero tampoco hay que olvidar que, mucho menos estimulante y mucho más banal, esa solidaridad originaria cristaliza en instituciones públicas que debemos defender sin ambigüedades: la sanidad, la educación, el cuerpo de bomberos, la AEMET y algunas veces, más raramente, el presupuesto público. Contra esa brutalidad inesperada del cielo y de los ríos, el anarquismo concertado no podría hacer nada si no hubiese un Estado insuficiente, sí, y hasta chapucero, que moviliza los recursos acumulados, a lo largo de la historia, durante sucesivos “ataques de amor”. El teólogo, sociólogo y activista Ivan Illich oponía los “sacramentos” a los “instrumentos”; su razonamiento es hermoso y certero: algo esencial se pierde cuando la hospitalidad espontánea se convierte en políticas de vivienda o el interés directo por el otro se convierte en políticas de sanidad. Ahora bien, conviene que esa pérdida contenga algo del aliento original, aunque sea mediocre y poco excitante; conviene que esa pérdida, por así decirlo, se oficialice y hasta se burocratice; y que, al mismo tiempo, mantengamos en las venas el sueño primero de la bondad esencial.
¿Por qué, en todo caso, dura tan poco este estallido reparador? Tiene uno la impresión, ay, de que el mal conspira todos los días mientras que el bien solo lo hace los días de luto o los de fiesta. Esta diferencia no se debe, en todo caso, a que el número de los “buenos” sea inferior al de los “malos” sino a una fatal desigualdad de poder; eso que el citado Jay Gould llama “la gran asimetría”; es decir, la desproporción entre la velocidad de la construcción y la de la destrucción. No solo una tempestad puede desbaratar en un día lo que se ha tardado siglos en levantar; es que en condiciones sociales muy complejas, además, una conspiración malvada, y hasta un solo hombre malvado, puede hacer mucho más daño que bien hace una conspiración benéfica o una tormenta de amor. Por lo demás el amor (al contrario que en el poema de Labordeta) no suele ser una tormenta sino -diría Gould- una “estasis”, una de esas largas estabilidades de la especie que, frágil hasta el punto de sucumbir a un zarpazo fulminante en una hora aciaga, introduce todos los días, sin embargo, efectos que apenas podemos medir pero cuya ausencia dejaría sin sostén la civilización misma. Añadamos, al mismo tiempo, que el mundo no se divide entre “buenos” y “malos”; sin duda entre los solidarios altruistas de estos días en Valencia habrá toda clase de personas que votarán a toda clase de partidos; habrá seguramente maridos maltratadores y comerciantes trileros y funcionarios negligentes y hasta mujeres mentirosas. La cuestión no es la de la linde neta entre el bien y el mal; la cuestión es que el capitalismo selecciona siempre no solo a las peores personas sino también el peor de nuestros gestos y el más oscuro de nuestros impulsos; y los pone a funcionar a su servicio. Ahora bien, estas muestras de solidaridad caudalosa nunca emergerían en estos momentos de máximo dolor (en los que sería fácil ser malvado) si no se expresaran todos los días sigilosa y mansamente, en nuestra vida cotidiana, con nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestros ancianos y nuestros niños.
La misma catástrofe que moviliza a los solidarios paraliza a las víctimas; y cuando éstas por fin se movilizan -mientras la solidaridad disminuye- es porque su dolor se ha convertido en rabia. El placer (o sencillamente la normalidad) no busca jamás responsables porque se acepta como razonable. El dolor, en su absoluta irracionalidad, requiere, en cambio, una explicación; exige una respuesta más allá de la contingencia ingobernable, cuya existencia nos trata como objetos desprovistos de valor. Al convertirse en rabia, el dolor trata de identificar o construir un culpable, como la única forma de alivio que conoce. Cuando Voltaire y Rousseau debatían sobre el trágico terremoto de Lisboa de 1755, lo que estaba en juego era el papel de la Providencia divina, que invitaba a algunos a la resignación, a otros a la blasfemia y a otros, en fin, a la búsqueda de un chivo expiatorio, como lo fueron esos pobres “pecadores” quemados en un auto de fe en la plaza pública, entre los escombros, para calmar la cólera divina. Ya no tenemos un dios al que responsabilizar de nuestras catástrofes y los chivos expiatorios se localizan, por tanto, en la esfera política e institucional (o, como siempre, entre los más vulnerables). Y del mismo modo que la solidaridad, al institucionalizarse, sufre siempre un menoscabo necesario pero triste (a veces muy triste, cuando no hipócrita y desalmado), el dolor, al convertirse en rabia, se presta a toda clase de manipulaciones. Lo hemos visto estos días por parte de una derecha y una ultraderecha que intentan integrar el dolor colectivo en su proterva campaña de derribo del gobierno.
Detrás de la tragedia espantosa de Valencia pueden identificarse, sin duda, muchas responsabilidades convergentes y nuestro deber es escudriñarlas todas sin excepción. La combinación de cambio climático, políticas urbanísticas y mala gestión autonómica ha convertido una gota fría levantina en un tsunami japonés. A la naturaleza, que habíamos declarado vencida, no le podemos imputar ni voluntad ni delito; y conviene, aún más, que dejemos un hueco para la idea del azar, donde cabe mejor la libertad humana. Pero no podemos olvidar que la naturaleza es también hoy cultura y que sus excesos ciegos responden a presiones del capitalismo consumista fósil, presiones de las que somos todos víctimas y responsables, aunque de manera desigual. Como conviene no menos recordar que, más allá de la rabia justificada de las víctimas y de sus excesos manipulados (y frente a la conspiración antidemocrática de nuestros destropopulismos), cumple depurar las responsabilidades institucionales en la gestión de una tragedia que no se habría podido evitar pero sí aminorar en sus efectos mortales.
La tarea pendiente, en todo caso, y la más difícil, será la de convertir, en este contexto político apocalíptico, la solidaridad caudalosa de los estados de excepción, donde se vuelca la inaferrable pluralidad de España, en políticas institucionales más justas, más igualitarias, más garantistas y más democráticas. La tragedia espantosa de Valencia no entraña ninguna lección de la Providencia, pero nos plantea una pregunta urgente: la de cómo convertir el “anarquismo concertado” de los solidarios en una duradera política de izquierdas. Con los escombros, me digo, habrá que llevarse muchas de las miserias de la última década.
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