Opinión
El síndrome de la impostora son ellos
Periodista y escritora
Actualizado a
El temor a no estar a la altura te quita el sueño. La idea de no estar lo suficientemente preparada para hacer lo que se espera de ti. Sucede en el trabajo, pero no solo. También va cubriendo lo social, la familiar, la maternidad con una capa espesa de desasosiego. Es la persistente idea de que, en el fondo, eres un fraude total, un “bluf”, que has ido encadenando golpes de suerte hasta llegar a un lugar que no te corresponde, que no mereces. Vives con el temor de que en cualquier momento vas a ser descubierta y puesta en evidencia.
Ah, querida, pero la suerte no existe. Se llama empeño, se llama trabajo, se llama preparación, se llama dejarte el lomo en largas jornadas donde, en el mejor de los casos, nadie va a apreciarlo. En el peor, siempre aparecerá un tipo que se atribuya el mérito, que convierta en suyos los resultados de tu esfuerzo y trabajo.
Lo llaman “síndrome de la impostora” y es mentira. A ver, no es mentira que eso ocurra. Lo que es falso de toda falsedad es que tú seas el problema, que el problema esté en ti. El problema son ellos. Llamémosle el patriarcado para que ninguno se sienta herido. La cuestión, cuestión sangrante, es que el hecho de ponerle un nombre —“síndrome de la impostora”— y endosárnolo a nosotras, como si fuera una enfermedad propia de nuestro género y condición, evita situar el foco donde debería: en ellos. Es algo habitual en muchos otros casos, pero considero que el llamado “síndrome de la impostora” clama al cielo.
Tú y yo sabemos, querida, que no enfrentamos el mercado laboral, el desarrollo de nuestro trabajo y nuestras responsabilidades en iguales condiciones que los hombres, y no me estoy refiriendo solo al llamado “techo de cristal” o a un continuo histórico. Para empezar, me refiero, voy a insistir en ello, a que el trauma que ha ido dejando en todas la violencia machista, y más concretamente la violencia sexual, recibidas nos obligan a enfrentarnos al trabajo y a la vida arrastrando un peso que se llama ansiedad, o depresión, o dependencias, o vértigo o cualquier otro síntoma derivado. Para seguir, el escrutinio al que se nos somete a las mujeres nunca, jamás de los jamases, se circunscribe al ámbito de las ideas o la preparación profesional. Se valora, paralelamente y de manera grotesca, nuestro cuerpo, nuestra indumentaria, nuestra edad, el tipo de familia que tenemos y nuestro aspecto en general.
Y luego está esa forma de, sencillamente, no prestarnos atención, no escucharnos. Recuerdo la furia que me invadía en ciertos debates televisivos, o reuniones de redacción o tertulias literarias cuando se celebraba la ocurrencia de un tipo que decía en público lo que ya había enunciado yo o cualquier otra mujer, incluso un minuto antes de que él la hiciera suya. Me daban ganas de gritar: “Eso ya lo había dicho yo”. Y no lo hacía. ¿Por qué no lo hacía? Porque acto seguido pasaba a ser tildada de “intensa” o “pelma”, y de nuevo despreciada o ninguneada.
Así que ya basta de colocarnos el sambenito de “la impostora”. El problema no lo tenemos nosotras. El problema lo tienen ellos, el patriarcado, una sociedad y unos modos que nos han colocado, a golpes de desprecio y acoso en un lugar en el que es difícil desarrollar nuestro trabajo. No es inocente ni casual. El hecho de que nosotras dudemos sobre nosotras mismas y nuestras capacidades vuelve a situar a los hombres en condiciones de ventaja. Al vendernos ese “síndrome”, nuestro “síndrome”, no hacen más que echar más leña al fuego.
Cuando oigo hablar del “síndrome de la impostora” siempre pienso en esa idea de “no enseñes a tu hija a protegerse sino a tu hijo a no agredir”. Es decir, cambiemos el foco y echemos luz sobre la forma en que nos aturden económicamente. Nosotras somos fruto de unas relaciones agresivas en lo económico. No estamos enfermas, es la sociedad patriarcal la que tiene un serio problema y ya va siendo hora de que le pongamos un nombre.
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