Opinión
La revuelta
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
Hay en ciertos sectores progresistas una marcada tendencia a refugiarse en el narcisismo contemplativo. Prefieren observar el mundo desde arriba, con desdén, para así sentirse moralmente superiores e inmaculados. Como a la esposa de César, no les basta con ser, también tienen que parecer. Me pregunto qué utilidad tiene eso de convertirte en un oasis de superioridad moral en un mundo gobernado por los Trump y los Milei. Poco consuelo hallo en los “te lo dije” y en los “disfrutad lo votado” mientras se ponen en marcha políticas activas que desmantelan derechos sociales y servicios públicos y que disparan la desigualdad y llevan a la muerte o a la desesperación a la ciudadanía porque ahora el Estado ya no está para pagar medicamentos pero sí para abrirle la cabeza a quien sale a la calle a protestar, o para inspeccionar los genitales de las mujeres que quieren usar un baño público. Porque los que no votamos por estas cosas también acabamos disfrutando de lo votado por otros.
Esta obsesión por la pureza ideológica nos lleva a olvidar que la finalidad última de la política es la acción. A la política se llega para transformar las condiciones materiales de la gente mediante el gobierno y la elaboración de leyes, no para sentirse mejor o superior. Sin embargo, en plena oleada reaccionaria, algunas fuerzas progresistas han decidido que es el momento de echar mano de los consejos de los manuales victorianos más desfasados y recurrir a la discreción, la sumisión y el silencio mientras vivimos atrapados en el bucle sin fin de unas guerras culturales que estamos condenados a perder. La única manera de salir de este eterno retorno de lo rancio es romper de una vez por todas con esas dinámicas y plantar cara a la reacción sin aceptar sus reglas del juego.
Todavía recuerdo el desánimo que sentí tras el cara a cara entre Sánchez y Feijóo en el primer debate de las últimas elecciones generales. La avalancha de mentiras descaradas que iba lanzando el líder del PP estaban sepultando mucho más que las opciones de Sánchez para volver a ser elegido presidente. El fatalismo se apoderó del PSOE y de la izquierda. Dimos las elecciones por perdidas y aceptamos que ya no había nada que hacer, y entonces una periodista hizo su trabajo y días después Sánchez prendió fuego a las redes sociales con un meme autoparódico. El buen hacer periodístico y el uso del sentido del humor desactivaron la agenda reaccionaria y frustaron las opciones del PP y Vox. Apenas año y medio después, y en plena campaña de jueces, prensa y Puigdemont para derribar al gobierno, parece que se nos han olvidado las lecciones aprendidas el 23J.
Las fake news y los bulos son como los turrones, y así como estos últimos pierden todo su sentido y su gracia fuera de las Navidades, los bulos tampoco funcionan si no eres ya de entrada un reaccionario. De poco sirven los esfuerzos por desmontar bulos con datos cuando los destinatarios de estos relatos ya están convencidos de antemano de que sus prejuicios son ciertos. Esto no quiere decir que no se tengan que desmentir, aunque solo sea por higiene democrática y responsabilidad social, pero pensar que los bulos se desactivan con solo mostrar los datos irrefutables que los desdicen es una ingenuidad. Solo relato mata relato. Necesitamos relatos que maten a esos otros relatos basados en prejuicios y en la sinrazón sentimental. Tenemos que dejar de reaccionar para empezar a generar discursos propios. Si entendiera algo de fútbol diría algo así como que hay que dejar de salir a jugar a la defensiva y salir al estadio a ganar el partido.
A pesar de que tengo un televisor que ahora mismo no me sirve de nada, porque primero se me rompió el mando a distancia y luego llegó el apagón analógico de enero, estoy sin embargo al día de lo que se cuece en las parrillas televisas. Mañana, tarde y noche los programas de las televisiones generalistas han contribuido a expandir y crear bulos y estados de opinión. Han sido las televisiones generalistas las que han convertido en un problema un tema anedóctico como el de las okupaciones y con ello han lastrado las políticas públicas de vivienda que se han visto arrastradas por un pánico moral tan ridículo como interesado. En un país en el que se han practicado más de siete mil deshaucios solamente en el segundo trimestre del año 2024, hemos dedicado miles de horas de televisión y miles de horas de la conversación pública y privada a hablar del grave problema de la vivienda desde el punto del vista de los rentistas responsables de los precios desorbitados y los deshaucios. De igual modo, quedarán para los anales de la infamia periodística el contador de rebajas de pena a los violadores con el que se abrían algunos programas tras la puesta en marcha de la Ley del Sí es Sí y que llevó al gobierno a aprobar una reforma expréss con la que contentar el prurito punitivista de los tertulianos catódicos, o el esfuerzo titánico de algunas presentadoras estrellas en criminalizar y deshumanizar a las personas migrantes hasta conseguir que la inmigración se convirtiera en el primer problema para los españoles en las encuestas. Todo esto ha servido de munición de las guerras culturales con las que se ceban las opciones electorales de las derechas. Mientras, desde las posiciones progresistas vamos intentando esquivar esas balas como buenamente podemos, pues es la reacción la que está marcando tanto la agenda política como los términos y las reglas del juego.
Allá por los años dos mil, cuando el calentamiento global era solo una advertencia lejana y los chándales de terciopelo nos parecían elegantes, la violencia de género y los feminicidios eran despachados por los ministros como asesinatos pasionales que ni siquiera copaban los titulares de la prensa. El feminismo hizo entonces un enorme esfuerzo por revertir estos relatos y desde entonces ni el negacionismo, ni las burlas, ni la propaganda reaccionaria han logrado, por el momento, que se encare este problema si no es desde el relato y los términos marcados desde y por el feminismo. Cualquiera que hable de violencia de género como un tema pasional y secundario, y no como violencia estructural, queda retratado inmediatamente en la conversación pública como un cretino, lo que demuestra que es posible elaborar y mantener relatos al margen de los marcados por y desde la reacción y su agenda. El truco está en no dejar nunca el terreno de juego vacío -disculpad de nuevo que me arroje en los brazos de lo símiles futbolísticos pero es que la natación y el yoga no dan tanto juego literario-.
Hasta hace apenas unas semanas, cualquier persona que tuviera un proyecto importante del que hacer promoción se veía obligada a pasar por el trance de acudir a cierto programa de televisión presentado por un señor que si te ríes de él te amenaza con mandarte a sus abogados. Allí se tenían que sentar a hacer como que les hacían gracia unos muñecos de trapo que cuentan chistes de tetas y culos, una pareja que se ríe los chascarrillos entre ellos y una pija que resulta que no es una parodia sino que es así de verdad. El programa era además líder indiscutible en su franja horaria y servía de vehículo de trasmisión de todo tipo de propaganda reaccionaria, bulos y fake news. Fue entonces cuando, por lo visto, Pedro Sánchez decidió, ya que se aburre en Moncloa porque está la cosa de España muy aburrida, que era el momento de hundir al susodicho programa de televisión y movió sus hilos para que desde la televisión pública se fichara a unos muchachos que contraprogramasen a los bichos de felpa, o eso es lo que la propaganda reaccionaria anda diciendo porque tienen tan poco sentido del ridículo como respeto por la verdad y el fair play. Y la cosa acabó con el hecho destacable de que una berrea de ciervos casi empata en audiencia con Hugh Grant y con el programa de los muchachos ganando en espectadores cada día al señor que se enfada si te ríes de él. Está claro que un programa de televisión y unos chicos jóvenes burlándose de la reacción no serán la chispa de ninguna revolución social, pero plantar cara y reírse de lo rancio nunca es un mal lugar desde el que coger la delantera e iniciar una revuelta.
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