Opinión
La revuelta de los simios
Periodista
Algunas veces pienso en El planeta de los simios e imagino que el coronel George Taylor viaja en su cápsula supersónica a través del espacio y el tiempo hasta aterrizar en un universo paralelo, un territorio hostil e inexplorado que se parece demasiado al nuestro pero que alberga otras civilizaciones. En mi versión, sin embargo, el pobre astronauta no encuentra la Estatua de la Libertad enterrada en la playa ni da puñetazos desesperados contra las olas —yo os maldigo a todos— justo antes del fundido a negro. En esta ocasión prefiero una variante realista, lejos de la ciencia ficción, en la que los astronautas de aquellos años sesenta aterrizan inadvertidamente en el hoy y en el ahora.
En nuestros días, una floreciente comunidad de simios ha acaparado el debate público y se encarama con antropoide agilidad en las butacas de los gobiernos. No me refiero, Dios me libre, a los pobres monos aulladores que amenizan las selvas del Brasil ni tampoco a los bonobos que se aparean con despreocupación en las inmediaciones del río Congo. Estoy hablando de otra categoría de primate, un homínido de nuevo cuño que ha decidido por propia voluntad renunciar a los avances y ha comenzado el viaje de retorno hacia los eslabones más remotos de la escala evolutiva. Pido disculpas de antemano si algún simio legítimo se siente herido por la comparación.
Si George Taylor cayera por azar en los cuarteles del Partido Republicano encontraría a Donald Trump rodeado de su flamante ejecutivo, una camarilla de negacionistas climáticos, conspiracionistas y bebedores de lejía. Todos ellos, cómo no, montadísimos en el dólar. La simiocracia estadounidense no es una jaula de tarados o incapaces, sino una élite adinerada que ve en el progreso un enemigo de la acumulación de capital. Es por eso que Christ Wright, futuro capo de la energía, apuesta por los combustibles fósiles y abogaría por hacer fuego chocando pedernales si eso le reportara mayores ganancias.
El trumpismo chapotea en los bulos como un gorrino en una chochiquera y nunca habría llegado a nada sin sus legiones de magufos, su gorritos de papel de aluminio, sus conspiranoias y sus supersticiones. Basta recordar el asalto al Capitolio, urdido en las cloacas delirantes de QAnon, para entender de qué material están hechos los autoritarismos de este siglo. No es que el terraplanista Robert F. Kennedy Jr. esté poco cualificado para ejercer como secretario de Salud, sino que cuenta con el currículum idóneo para su verdadero cometido: desacreditar a la comunidad científica y desbaratar lo poco que quede en pie de sanidad pública.
En este planeta de los simios, los micos mayores han establecido sucursales por los rincones más recónditos de la geografía. La nave del coronel George Taylor bien pudo haber caído sobre Kampala, a las puertas del Parlamento de Uganda, durante la aprobación reciente de una ley contra la homosexualidad que enviará al paredón a los gays más recalcitrantes. Suena tentador pensar que Akello defiende la recuperación de nuestros orígenes cuadrúmanos, pero la ciencia lo desmiente. El Imperial College de Londres ha demostrado que los macacos mantienen relaciones homosexuales sin que ningún gobierno troglodita ande dándoles la murga.
En orgullosa representación de Uganda, la parlamentaria homófoba Lucy Akello ha aterrizado estos días en el Senado español para enumerar los beneficios de darle matarile al libertino. Alguien tendrá que proteger a los niños. ¿Por qué la Internacional Regresista celebra una cumbre contra el aborto en la Cámara Alta? Porque la democracia española cuenta con insignes simiófilos que sueñan con volver a la posguerra, con sus inviernos de sabañones y mesa camilla, con una añoranza imperial de los Tercios de Flandes y de los Reyes Católicos, tanto monta y monta tanto, cuando en los dominios de Carlos V no se ponía el sol. Los llaman PP y Vox pero desprenden el inequívoco aroma del Movimiento Nacional.
Aún recuerdo cuando Jaime Mayor Oreja era la niña de los ojos del establishment y hasta el PSOE lo tenía por candidato en coalición a lehendakari con la bendición de Fernando Savater. Años después se negaba a condenar el franquismo porque le parecía un periodo “de extraordinaria placidez”. Ahora Mayor Oreja se congratula de que se esté imponiendo “la verdad de la creación frente al relato de la evolución". En fin, que el ala antidarwinista del PP ni siquiera defiende una regresión en la línea evolutiva porque en su imaginación no existe nada que preceda al homo sapiens. Solo Yahvé con su varita mágica
En perfecta consonancia con el orejismo, un diputado barbudo de Vox ha dicho en el Congreso que Francisco Franco inauguró una etapa de “reconstrucción, progreso y reconciliación”. Y que los jovenzuelos más avispados están descubriendo el pastel gracias a las redes sociales. Al fin y al cabo, los libros de historia y las prospecciones académicas son más sosas que un chiste contado por Ángel Gabilondo. La realidad es cosa de boomers. Lo que la muchachada necesita son toneladas de memes nacionalcatólicos, chamanes de Tik Tok, tradwives de sonrisa azucarada e influencers con menos luces que La Nave del Misterio.
El porvenir pinta tan negro que la clase dominante ha decidido seducirnos con melancolías de épocas que nunca fueron mejores. La vieja táctica de prohibirnos el futuro e idealizar el pasado para abrir paso a los abanderados de la nostalgia, los curanderos, los exorcistas, los charlatanes de feria que venden friegas milagrosas contra la peste bubónica. Retrocede a la Edad Media, da un paso atrás hacia la prosperidad de Bizancio, glorifica los esplendores palelolíticos y regresa una vez más a la bucólica sencillez del mandril hasta que un día nos aterrice una nave espacial y sus viajeros del tiempo descubran en qué trasnochado lodazal hemos convertido el mundo.
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