Opinión
La presidencia del Estado se juega en Bruselas y Ginebra, con Llarena de saboteador
Por Ferran Espada
Director de Públic.
Las elecciones de este 23J han dejado dos constataciones. Que a la mayoría de los ciudadanos les ha dado miedo que Vox pudiera entrar en un posible Gobierno español y esto ha reducido los apoyos a la extrema derecha en plena expansión de esta terrorífica ideología en el resto de Europa y del mundo. Y a la vez ello ha lastrado los resultados del PP, insuficientes para gobernar, y ha reactivado el voto de la izquierda con una inclinación por la concentración en el PSOE. Y la segunda constatación es que el independentismo catalán pasa por su peor momento desde los momentos álgidos de 2017, con una caída apreciable de apoyos, especialmente en Esquerra pero que también afecta a Junts y a la CUP.
Ahora bien, paradójicamente el independentismo catalán mantiene una capacidad crucial para la gobernabilidad del Estado. O Pedro Sánchez consigue el acuerdo con Esquerra y Junts para la investidura y la reedición del Gobierno de coalición entre PSOE y Sumar o el bloqueo está servido y caminamos hacia unas nuevas elecciones. A no ser que los dos grandes partidos se entiendan, cosa que no parece factible ahora mismo, aunque nunca se sabe frente a una vertiginosa repetición electoral. Y, por tanto, entramos en una larga y compleja fase de negociación.
La posición del independentismo catalán se puede ver desde algunos despachos y redacciones de Madrid como de debilidad después del evidente retroceso electoral de este domingo y la aplastante victoria del PSC en Catalunya. Con la consecuente esperanza de que ello no permitirá a ERC y Junts poner sobre la mesa demandas maximalistas relacionadas con el proceso independentista. Craso error derivado de la habitual incomprensión de la situación política en Catalunya.
El resultado de este domingo obliga a ERC y Junts a dos cosas: a ir juntos de una manera u otra en la negociación. O bien con una plataforma reivindicativa acordada o mirándose de reojo. Pero difícilmente ninguno de los dos se puede permitir cerrar un acuerdo sin el beneplácito del otro, ya que sería penalizado en la pugna interna que arrastra el independentismo por el liderazgo de este espacio. En segundo lugar, fuerza a ERC a subir el precio de una posible investidura. Los republicanos apuestan por continuar con la mesa de diálogo y negociación, pero han llegado a la conclusión que los resultados obtenidos hasta ahora han sido considerados insuficientes por sus bases electorales y les ha penalizado.
Y también Junts tiene fugas hacia la abstención -4 puntos más alta que en 2019 y básicamente en territorios independentistas- de gente desencantada por la falta de avances hacia la independencia. Unas fugas que algunos ya preparan con un nuevo partido impulsado desde la ANC y con la exconsellera Clara Ponsatí probablemente al frente después de su enfrentamiento con Puigdemont. Una situación que no ayuda a pensar que el retroceso también de Junts pueda suavizar las exigencias, sino al contrario.
El referéndum de autodeterminación se puede entrever de esta forma como un elemento decisorio en las exigencias de los independentistas. ¿Puede Pedro Sánchez acceder a tal petición? Probablemente no, porque a pesar de que sería una exigencia democrática para solucionar el conflicto con Catalunya, el nivel de desgaste político para los socialistas sería muy alto. Y el conflicto que generaría entre poderes del Estado e incluso en el seno del PSOE sería insoportable. Por tanto, la pregunta que se deriva es ¿qué alternativas al referéndum está dispuesto a poner Pedro Sánchez encima de la mesa?
La realidad es que el problema de fondo del Gobierno de Sánchez de esta legislatura respecto a Catalunya no ha sido solo la cuestión del referéndum o los presos del Procés con los indultos, evidentemente espinosos. Sánchez ha sido incapaz de afrontar dos consensos básicos para los catalanes independentistas y no independentistas: el traspaso del servicio ferroviario de Rodalies (Cercanías) para poder arreglar de una vez por todas el histórico desastre que afecta cada día a decenas de miles de usuarios; y un sistema de financiación que corrija el déficit fiscal entre la recaudación impositiva en Catalunya que se va a las arcas del Estado y el escaso nivel inversor del mismo que retorna. A lo cual cabe añadir la desconfianza por los incumplimientos sistemáticos de la inversión pactada en los presupuestos generales.
¿Quiero decir con esto que temas como los que acabo de plantear pueden compensar la exigencia de un referéndum? No es solo eso, pero sí planteo la idea de que el problema de Sánchez con Catalunya es el anticatalanismo que impregna una buena parte de la sociedad española, también en parte del PSOE, que provoca miedos inherentes a todo aquello que se pueda ver como cesiones. Y una cosa son los evidentes problemas que genera ceder un referéndum porque Sánchez considera que la Constitución no lo permite y otra cosa bien diferente es ser incapaz de negociar lo que legalmente es posible como los trenes o la fiscalidad.
En este terreno de lo que se puede hacer, pero Pedro Sánchez no se atreve, mucho antes de afrontar la exigencia de un referéndum, deberá asumir una realidad que impregna la supeditación de su investidura a los independentistas catalanes. Y especialmente a Junts. Que la negociación va a pasar por Bruselas, donde reside Puigdemont líder indiscutible de Junts, y por Ginebra, donde reside la secretaria general de ERC, Marta Rovira. Y no han fijado allí su residencia por gusto. Y que en ella deberán participar todos los dirigentes independentistas que decidan los partidos, incluidos expresos de peso como el secretario general de Junts Jordi Turull o el presidente de Esquerra Oriol Junqueras. Y la pregunta ya no es de inicio si Pedro Sánchez puede aceptar un referéndum, sino si está en condiciones -con estas premisas- de iniciar la negociación. Porque esta vez no tendrá suficiente con los contactos en el Congreso, Rufián o Nogueras presentes. Y no hay ninguna ley ni Constitución que impida hablar con Puigdemont, Rovira, Junqueras o Turull. Pero sí un evidente riesgo político para Sánchez que tendrá que decidir si afronta, porque bien vale una investidura, o no.
Y, por otra parte, respecto a quien tiene más la paella por el mango de la investidura, que es Junts, resulta sorprendente cómo se evita el elefante en la habitación que supone la situación judicial de Carles Puigdemont, aunque también la de Marta Rovira. Ambos reclamados por el Tribunal Supremo por delitos que van desde malversación agravada -por el referéndum del 1 de octubre de 2017- para el primero o terrorismo para la segunda por las manifestaciones de Tsunami Democràtic.
Aquí es donde el juez del Supremo Pablo Llarena recupera el papel de saboteador que ya ha ejercido en otras ocasiones. En el momento que emita una euroorden, que lo hará, contra Carles Puigdemont y sus compañeros en Bruselas, tema especialmente peligroso después de la retirada de la inmunidad parlamentaria europea, se podrá decir que Pedro Sánchez no puede hacer nada frente a la justicia. Pero resulta evidente que, de entrada, él y sus ministros deberán medir sus palabras de valoración al respecto. Si se enroca en las habituales fórmulas de que Puigdemont debe ser trasladado a España para ser juzgado y, por tanto –no nos engañemos-, encarcelado, el problema no va a ser el referéndum de autodeterminación. Porque esta es una posibilidad plausible y nadie regala una investidura a quien asegura públicamente que te quiere ver en prisión durante años, aunque prometas un indulto con fecha indefinida.
En definitiva, el referéndum va a hacer mucho ruido en las próximas semanas durante la compleja negociación que se abre. Pero debajo del ruido de lo supuestamente imposible habrá que estar atentos a los riesgos que Pedro Sánchez está dispuesto a asumir en lo posible. Entre ellos, las fotos negociadoras con dirigentes incómodos del independentismo que lideraron el 1 de octubre de 2017. Una nueva reforma legal que se parezca a una amnistía para permitir el retorno con seguridad de los dirigentes de Junts y ERC en el extranjero y evitar que otros destacados dirigentes, por ejemplo, de Esquerra, entren en la cárcel en los nuevos juicios pendientes aún respecto al 2017. O los temas de comer, como los trenes o las inversiones. Y con ello ver si un compromiso más o menos ambiguo sobre el derecho de los catalanes y las catalanas a decidir su futuro político como país, que no choque con la legalidad española, puede abrir el cerrojo de la investidura. De momento sabemos del manual de resistencia de Pedro Sánchez, ahora veremos si también tiene el manual de arrestos para afrontar los riesgos necesarios para continuar en la Moncloa.
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