Opinión
Poner la identidad y el cuerpo en la denuncia no es obligatorio
Periodista y escritora
Cuando os digan que tenéis que poner el nombre, vuestra identidad, el cuerpo, en el señalamiento del agresor, no hagáis caso. No tenéis por qué hacerlo. Cuando os digan que tenéis que denunciar públicamente a vuestro acosador/agresor, no hagáis caso. No tenéis por qué hacerlo. No tenéis ninguna obligación, ni siquiera la de contar qué os ha sucedido. Podéis hacerlo, por supuesto y afortunadamente, pero no tenéis obligación. Podéis decir “a mí un actor me hizo tal cosa” o “a mí un conocido ginecólogo me hizo tal otra”, pero no tenéis ninguna obligación de decir quiénes eran el actor o el ginecólogo, y muchísimo menos de dar vuestros nombres públicamente.
Cuando Gisèle, la esposa del violador Michelle Pelicot, decidió aparecer en el juicio y ante los medios, que el proceso fuera público, dio un paso importantísimo en la percepción que nosotras, y la sociedad entera, tenemos de la culpa y la vergüenza, incluso de la violencia misma. No en vano, el lema más repetido desde entonces es “la vergüenza debe cambiar de bando”. Es el suyo un gesto magnífico, de los que marcan un hito en las modificaciones de la opinión pública. Al menos, de una parte de ella. Sin embargo —¡ojo!— hay quienes han aprovechado la decisión de Gisèle para cargar contra los avances feministas en la lucha contra la violencia machista. Todo campo tiene su abono, y el del machismo cuenta con mucha mierda entre sus voceros. No hay mejor fertilizante.
Hace algunos días, leí por ahí, en redes, que el “#MeToo español” había “fracasado”. No el #MeToo en general, sino precisamente el español. Resulta gracioso cómo hasta para eso son nacionalistas los ultras. Dicho texto venía a decir que aquí no han aparecido nombres de agresores, entiendo que más allá del tenor Plácido Domingo, los directores Carlos Vermut y Armando Ravelo, Dani Alves, los jugadores de la Arandina Carlos Cuadrado, Víctor Rodríguez y Raúl Calvo, los influencias Los Petazetaz, alcalde de Ponferrada Ismael Fernández… En fin, venía a decir que aquí se habla mucho y se señala poco.
En los círculos misóginos hay hambre de nombres. Ellos son así. Quieren nombres de agresores y quieren también los nombres de las denunciantes. Quieren que “den la cara”. Dicen ahora los muy miserables que debería cundir el ejemplo de Gisèle y que las víctimas pongan el cuerpo, la identidad, su vida entera en público para denunciar. Ah, qué trampa más burda. Que la víctima de Pelicot haya dado ese paso no significa que cualquier mujer esté preparada para hacerlo, ni siquiera creo que pueda interpretarse como adecuado en muchísimas ocasiones. He hablado con algunas de las denunciantes de los casos anteriormente citados. El hecho de señalar a alguien públicamente ya supone un paso traumático. Esta sociedad todavía amenaza y genera miedo en las denunciantes, incluso manteniendo el anonimato. El feminismo no es amigo ni de mártires ni de heroínas.
Pero es que, además, no hay prisa, ninguna prisa. Después de todos los siglos de silencio, esto justo acaba de empezar. Llevo años estudiando el fenómeno del relato de las mujeres en redes sociales. Cuando arrancaron el #MeToo y el posterior #Cuéntalo, cada una se relataba desde su perfil público utilizando el hashtag correspondiente. Me di cuenta entonces de que estábamos hablando una a una desde el yo, desde nuestros casos particulares, a falta de un relato común sobre la violencia machista. Por que ese relato ¡no existía! Hay que recordar que, en los últimos siete años —#MeToo floreció en 2017— las mujeres estamos construyendo una memoria colectiva de la violencia macho contra nosotras. No “una nueva” memoria colectiva, sino una, a secas, porque no ha habido otra. Esta es la primera en toda la historia. Y la estamos construyendo una a una, testimonialmente, de forma horizontal, como tiene que ser para que permanezca y sea útil.
Si esa memoria colectiva no existía, si la estamos construyendo con el dolor de cada testimonio, por millones, bien está que sea previa, o al menos paralela, a las denuncias individuales. El gran, enorme logro de los movimientos #MeToo, #Cuéntalo o #SeAcabó —estos últimos con origen en España— es precisamente ese, lo colectivo, la memoria común, y no el señalamiento particular. Pero eso es difícil de entender fuera del feminismo. Desde las posiciones machistas y misóginas del abono ultra, se piden nombres, se quiere sufrimiento, están con ganas de sangre. ¿Por qué? Porque eso disuade a las mujeres. Porque si nos obligaran a poner el cuerpo, el nombre, la identidad, la vida en la denuncia, muchas, la mayoría, se echaría atrás. Y es normal.
Hemos aprendido que todo avance requiere su tiempo. No tenemos prisa. No vamos a rompernos ahora que, por fin, somos las dueñas de nuestro propio relato. Nadie, y mucho menos una panda de señoros, van a presionarnos. Lo estamos haciendo bien. La prueba definitiva es que ellos, los machos del patriarcado, opinan lo contrario.
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