Opinión
Una peluquería improvisada en el psiquiátrico de Tenerife
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
En El agente provocador, Servando Rocha cuenta que, entre el 15 y el 20 de diciembre de 1986, el punk entró en el hospital psiquiátrico de Santa Cruz de Tenerife. El centro, proyectado en 1894, se inauguró en 1917 y ahí sigue. Hoy, lleva el nombre de Juan Febles, fundador y primer director. Está muy cerca del puente Javier de Loño, pero, todavía hoy, hay quien lo llama “el puente del manicomio”. Farah Azcona Cubas (Tenerife, 1966) me concreta los detalles de la ubicación: “Está justo en la entrada a Barrio Nuevo, un barrio de autoconstrucción, una favela se construyó subiendo por un morro”. Las fotos, impresionan.
Azcona es una tía presumida. No está nada conforme con la foto que le hicieron para Vidas Cruzadas: Memoria de personas trans desde el franquismo hasta los noventa en Canarias, un libro editado por el Gobierno de Canarias en el que se recogen las historias de vida de diferentes personas trans desde el franquismo hasta los años noventa.
Vinculada, desde niña, al activismo, Azcona trabajó, entre otras cosas, en el mundo del teatro. “Sacó adelante, incluso, una pequeña compañía propia compuesta por un grupo amateur con la que participó en la popular Ciudad Juvenil del barrio chicharrero de El Toscal”; “Actuamos en bares y cosas así, hacíamos pequeñas performances, sketchs y cosas así. Y luego fuimos a la Escuela de Actores, pero yo ahí ya decidí que no quería seguir trabajando en el teatro. En realidad, eran producciones propias de nosotras, que hacíamos absolutamente todo: el vestuario, el guion, teníamos hasta que diseñar la iluminación”. La compañía de teatro se llamaba ‘Uranio 235’, el más enriquecido. Habla con soltura y con mucha gracia. No le gusta que le hagan preguntas descontextualizadas, ni que se trate de incorporar conceptos actuales al relato histórico: “Antes no existía el no binarismo: o eras Reagan o eras Thatcher”.
Azcona participó en las actividades que se llevaron a cabo, aquel diciembre de 1986, en el hospital psiquiátrico de Santa Cruz de Tenerife. El punk entró aquellos días al hospital psiquiátrico, sí, pero entró algo más. El 25 de abril de 1986 se había aprobado la Ley General de Sanidad, que, de alguna manera, materializó el proceso de reforma psiquiátrica que se había puesto en marcha unos años antes desde la Transición. Algo más de apertura, pero solo un poco. Quizá por eso, la dirección permitió que organizasen una semana completita de actividades culturales de todo tipo. La reforma, insuficiente, supuso un cambio importantísimo. Manuel Desviat, en La reforma psiquiátrica 25 años después de la Ley General de Sanidad, cuenta que se construyó “sobre un vacío teórico de más de 40 años” porque, entre otras cosas, “la psiquiatría española, que adquirió gran relevancia internacional durante la Segunda República, quedó truncado con la dictadura”.
Farah Azcona Cubas recuerda con cierto cariño al viejo psiquiátrico. Ella ya conocía el centro porque ingresaron allí a su tía abuela: “Imagínate, ¡madre soltera de los años cuarenta! Se ve que no lo soportó”. Estuvo ingresada más de cuarenta años y murió en el centro. “Según me contaron mi madre y mi abuela, el padre de ella fue con un revólver a La Palma a buscar al que le había quitado el honor. Esas cosas antiguas”.
Años después, volvió al “manicomio” en el que murió su tía. Azcona había estudiado peluquería, “una manera de abandonar la prostitución”, así que improvisaron un centro de estética y estuvo, junto a otra compañera, cortando el pelo a todas las usuarias que quisieron pasar por allí: “Peluquería de hombres y barbería sí había, pero para mujeres no había opción”. El fotógrafo Juan Romeu inmortalizó el momento. Aquellos días pasaron decenas de personas por la improvisada peluquería. Elegían qué corte querían y se hacía la magia: “Las enfermeras trajeron a una mujer que no quería cortarse el pelo, que lloraba y lloraba. No se lo cortamos, claro”. Eran un colectivo cultural, no tenían nombre, un grupo de chavales y chavalas jóvenes con ganas de cambio. Entre las actividades que organizaron, un desfile de modelos que pudo organizarse gracias a las donaciones de ropa de diseñadores de la isla: “Éramos jovencitas y no dábamos para más”.
–¿Cómo recuerdas la experiencia?
–Muy bien. A ver, eran locos antiguos. Me acuerdo de ir con una compañera trans, de teatro, y que la llamaran “truchita”. Ella se indignó, pero ¿qué va a saber él y si lleva ahí encerrado cincuenta años?
Aquel “truchita” acabó convertido en una broma habitual entre ellas. El que no debió reírse mucho durante aquellos días fue el cura del centro, al que le hicieron una escrache. Gritaba y pedía socorro: “Había sido más malo que un demonio”, recuerda entre risas. El escándalo que se armó fue mayúsculo, así que no volvió a repetirse la experiencia. Recuerda con cierta nitidez cómo era entonces el psiquiátrico: “Había una entrada de esas franquistas, muy parecida a la entrada al cementerio de Tenerife”. Tras franquear aquella primera entrada, te encontrabas con un patio: “Era como la rambla de una ciudad, pero de ahí no podías salir”.
–La sociedad de aquella época no quería ver a esas personas
–Bueno, pues como ahora.
–Sí. Ahora se permite un poco la hipocresía.
No recuerda que el grupo de personas que se afanaron por organizar aquella semana cultural estuvieran vinculadas directamente con el movimiento antipsiquiatría. Fue todo más intuitivo, pero casi todas venían de familias activistas, de entornos acostumbrados a batallar: “Yo nunca pude militar en ningún partido porque todos eran homófobos y transfobos. Ahí no tenías cabida, te expulsaban”.
–Me acabo de acordar de un detalle.
–Cuenta, cuenta.
–Para lo de la pasarela tuvimos que tragarnos a un viejo franquista, franquista hasta la médula, que tocaba muy mal un pianito de esos horrendos.
Seguro que tuvieron que tragar con mucho más.
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