Opinión
Que se oiga el grito de la España decente
Periodista y escritora
Querida hija mía, mi pequeña:
Lo que relataré a continuación no lo leerás ahora sino pasado algún tiempo. A tus doce años te haría demasiado daño, y sin embargo lo escribo para ti, como tantas otras cosas. No puedo hacer más. Dejar estas líneas para que no desaparezcan los hechos. Son historias basadas en casos que sucedieron y siguen sucediendo. No hemos acabado con ellos porque el silencio eterniza lo corrompido. Pero tras este relato, los responsables de este país tendrían que aportar los testimonios verdaderos, uno a uno, todos. Son miles y miles y miles de crímenes impunes. Después, debería actuar la Justicia, y tras un juicio justo contra quienes los perpetraron, debería decidirse la reparación para las víctimas.
Te lo cuento ahora para que al menos tú no te olvides, para que lo sepas. Dicen los constructores de la violencia que las personas de tu generación no sabéis quién fue el dictador que en el siglo XX, el mío, sembró de cadáveres y un dolor apenas descriptible el territorio que habitas. Tu ámbito de pertenencia. A eso también perteneces. Tú sí sabes quién fue Francisco Franco. Con el pequeño muestrario que sigue, trato de que te hagas una somera idea de lo que hicieron él y sus secuaces, y de por qué aquellas atrocidades que arrancaron cuando tu abuelo era una criatura que acababa de empezar a andar con autonomía, siguen vivas ahora que tú, más de 80 años después, entras en la adolescencia.
Sabes quién fue el dictador y tienes una idea aproximada de qué es la tortura. Afortunadamente muy lejana idea. Sin embargo, sí sabes distinguir entre el bien y el mal. También sabes lo que son un crimen y un asesinato. En tus historias, los crímenes se castigan. En la Historia de tu país, hace más de 40 años se pactó que no fuera así, que las violaciones ocurridas hasta entonces quedaran impunes. De ahí que quienes vienen de esas atrocidades sienten y hayan sentido durante las últimas décadas que pueden seguir delinquiendo sin que les suceda nada.
UNO
Los policías son tres. El joven, uno. Le ordenan desnudarse y amarran sus manos a una soga que cuelga del techo, de manera que debe mantenerse de puntillas para permanecer de pie. Uno de los agentes le obliga a abrir las piernas a golpe de porra y le estrangula los testículos con un alambre, que inmediatamente empiezan a amoratarse. Otro aprovecha para apagar su cigarrillo en esa carne que ya tiende a negro. Desde el sótano en el que se encuentran, nadie puede oír los alaridos del joven estudiante. Sí, iba a la Universidad, como tú planeas hacer en un futuro no lejano. Después, lo descuelgan y envuelven su cuerpo en plástico y cartón. Lo ponen boca arriba en el suelo y van ahogándole a base de echarle cubos de agua sobre la boca. Le atan los pies y de ahí le cuelgan con la misma soga de la que antes pendía por los brazos. La cabeza les queda a la altura de la patada y los tres, uno detrás de otro, lanzan sus botas contra la boca. Le saltan los dientes y los labios ya no se diferencian mucho de la bolsa de sangre negra de sus genitales. Le cubren la cabeza con una bolsa de plástico cada cierto tiempo y la retiran cuando ven que está a punto de morir. Así pasa unos diez días, de tormento en tormento, hasta que repite lo que ellos ordenan que repita. Cientos de kilómetros al norte, su madre se retuerce las manos, secos ya los ojos tras noches de llanto sin sonido. Era su niño, aprendió a chutar en el campo detrás de la Iglesia de su pueblo. Era rubio y le gustaba mojar pan en la leche caliente.
Los jueces no ven el caso porque nadie lo denuncia. Y ni aunque así fuera.
La sociedad permanece en silencio.
Un obispo condena a la juventud que quiere romper el orden establecido. El orden, el respeto y la decencia.
Los medios de comunicación publican a toda página la foto de la boda entre la hija del tirano y algún hombre que cubrirán del oro triste de los limitados.
La sociedad silente aplaude el enlace. Jalea el paso de la mano criminal que saluda desde un coche robado.
DOS
El hombre agarra del pelo a la mujer hacia su entrepierna. La ha obligado a desnudarse y colocarse a cuatro patas frente a él, pero le habla, para que no parezca un animal. Para que sea mujer. Ella permanece con la cabeza gacha mientras el hombre se abre la chaqueta del traje diplomático y se baja la bragueta. Su pene es un arma ya dura, enhiesta. Le propina una bofetada que le enciende la cara con tanta fuerza que su mano acusa el latido del golpe. Ella sabe que es el momento de levantar la vista. Lo hace con más resignación que miedo. El miedo es un roedor que la costumbre doma. Él sigue hablándole para no olvidarse de que va a violar a un ser humano, una mujer, y no a una perra. “Ahora te la vas a tragar hasta la garganta, cacho puta”. Agarra dos mechones de las sienes y de un tirón de pelo penetra su boca, la rompe. Siente un placer antiguo en la contracción que la náusea provoca contra el paladar femenino. Su polla contra el paladar. “Traga, puta, traga”, tira del cabello con tal fuerza hacia su propia cadera que se queda con algunos mechones en las manos, “traga, que para eso eres mi mujer”. Ella sigue el protocolo de siempre. “Y ya sabes, ni se te ocurra moverte del suelo en toda la noche, hasta que yo salga por esa puerta a la oficina”. Para asegurárselo, el puñetazo va contra la sien que le queda más a mano, allá a sus pies.
Los jueces no ven el caso porque nadie lo denuncia. Y ni aunque así fuera.
La sociedad permanece en silencio.
Un obispo condena el empeño de las mujeres por tratar de romper el sagrado vínculo del matrimonio.
Los medios de comunicación publican a toda página la foto de la boda entre la nieta de un fascista y algún macho engordado con la sangre de hombres justos.
La sociedad silente aplaude el enlace. Pasa las páginas en color y espera pacientemente su ración de peluquería o ginecólogo.
TRES
Corre, corre, corre. Los gritos y jadeos atizan la tribal, brutal, violencia del grupo, cercana a lo sexual, pura víscera. Mátalo. Te vamos a matar, hijoputa. Corre, corre, corre. Te mataremos y después nos vamos a trincar a tu madre y a tu hermana. Corre, corre, corre. Te vamos a reventar a hostias, piojoso. El fanfarrón grita sin resuello. Todos corren con voluntad de echar atrás el suelo magullado. El fanfarrón grita. Todos corren. El que hinca el cuchillo es solo la sombra de un aliento de acero. Ni siquiera suda. Sangra, sangra, sangra, cerdo. Las patadas llegan cuando vierte la vida en cuatro puñaladas y un tajo en el ojo. Alguien da la voz de alarma y la familia sale a la carrera, pero al llegar ya son imagen a cámara lenta. La hermana se abalanza. Cuando eran pequeños jugaban a confeccionar animales con trapos, animales a los que siempre les faltaba una pata o la cabeza. Los escondían debajo de la cama, su particular zoológico. Solo queda la sangre y una esvástica trazada en rojo en el asfalto, junto al cadáver.
Los jueces archivan el caso porque deciden que no hay modo de encontrar a ningún culpable.
La sociedad permanece en silencio.
Un obispo alerta del peligro que suponen quienes vienen de tierras sin fe.
Los medios de comunicación publican a toda página la reunión de los líderes internacionales, veinte horas de palabras sobre la nada que representan.
La sociedad duda entre playa o montaña. Va a ser el verano más sofocante desde que el sofoco se mide.
CUATRO
El padre cuelga la cruz del cuello del crío. Es un buen alumno. No tiene más de siete años, porque le falta uno para hacer la Primera Comunión. La cruz. Antes ha desnudado al niño lentamente, deteniéndose en los genitales y el pene infantil. Le ha lamido los labios y después le ha besado profundamente. Al cura no le gusta desnudarse completamente a la hora de sodomizarle. La sotana le proporciona una sensación de secular poder, de respeto, que lo enardece. Ahí reside gran parte de la excitación. También en la forma que tiene el crío de gritar hacia dentro y llorar apretando los labios. Siempre es igual, pero vestir los hábitos permite al padre convencerse de que hay algo de sagrado y de merecido castigo, o quizás disciplina, en lo que inflige. Como el cilicio que lleva clavándosele en la carne blanca de su muslo lampiño. Aún sangra el chaval entre heces cuando le cuelga el presente de esa pequeña cruz de plata. La cruz. El siguiente sacerdote reconocerá en el detalle, el regalo que pende de su pequeño pecho sin pajarillo, la disponibilidad de aquel cuerpo infantil. Es la señal. Lleva la cruz. Es un niño que calla.
Los jueces no ven el caso porque nadie lo denuncia. Y ni aunque así fuera.
La sociedad permanece en silencio.
Un obispo condena el empeño de las mujeres en denunciar el robo de niños y también la osadía de algunos exalumnos al relatar los abusos infantiles sufridos en colegios católicos.
Los medios de comunicación publican una cerrada defensa de los centros concertados porque no hay suficiente infraestructura para más instituciones públicas.
La sociedad asiente con la cabeza y agradece la posibilidad que ofrece a las familias de elegir la educación adecuada para sus hijos.
Querida hija mía, mi pequeña:
¿Sabes a qué época pertenecen las narraciones anteriores? A cualquiera. A cualquiera de las últimas cuatro décadas de la democracia española. Una sociedad que no se relata, no puede juzgar, ni condenar, ni restituir a quienes sufrieron crímenes, torturas y asesinato, ni a sus familias, que a partir de entonces quedan dañadas. No es solo un feroz zarpazo diario en su ser más íntimo. Es también un daño económico.
¿Sabes por qué sigue sucediendo así? Porque se impuso el silencio. Lo impusieron los medios de comunicación y la sociedad española se lo permitió, no les exigió lo contrario e incluso aplaudió dicha ocultación. Debería haber sido eso que llamamos “la izquierda” quien se plantara ante el pacto con los criminales que se dio en llamar Transición. La “ejemplar” Transición española. Aquella fue la mayor barbarie cometida por una sociedad completa decidida a no saber, no atender, callar y aplaudir su construcción a manos de quienes habían sembrado la muerte y el horror. Ahí siguen ellos, en las grandes empresas, en los partidos políticos, en el Poder Judicial, en las fuerzas de seguridad, en casas, campos y templos, en las escuelas y sus libros. El horror de entonces permanece y sigue reproduciéndose en cualquier instancia de poder. Porque no se castigó, y si no se castiga el crimen, el crimen sigue su camino con la seguridad de la impunidad y la complicidad de los inmundos hacedores del silencio.
En los últimos años, algunas personas hemos denunciado la brutalidad y violencia a las que llamaron Transición. Inmediatamente hemos sido tachadas de despreciables. “Entonces no se podía hacer nada más”, argumentan desde los partidos de izquierda, desde los sindicatos. No estoy de acuerdo, por supuesto. ¿Cómo iba a ser el pacto con los criminales la única forma de acabar con una dictadura, con el horror y la sangre? Cuarenta años de miedo y un complejo de inferioridad de la izquierda, de quienes tienen las razones morales después, no caben más excusas.
Ahora, definitivamente ha llegado el momento en el que esta sociedad cumpla con la mínima decencia para llamarse democracia. Resulta imprescindible y me temo que es la última oportunidad. La bestia, y sus hijos y sus nietos y sus herederos, va a revolverse y engrasará sus armas. Armas es lo único que tienen.
Este martes 20 de julio de 2021, el Consejo de Ministros echará a andar la Ley de Memoria Democrática. Se queda corta y no puede, no debe ser así. Este país, tu país, tiene la posibilidad de ofrecer a tu generación una sociedad digna, saneada, limpia de antiguos criminales cuya semilla sigue reproduciéndose. Es su responsabilidad enfrentar al fin la barbarie y la violencia que permanecen y vuelven a crecer. Habrá miedo, qué barbaridad. Hay miedo, qué barbaridad. Pero esta vez no se pueden quedar a medias, no podemos.
Por ti, hija, por tu futuro, por la memoria que heredarás. Por las hijas e hijos de todas nosotras, que se oiga el grito de la España decente.
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