Opinión
Mujer blanca madura odia su cuello
Por Silvia Nanclares
Escritora
No, a Nora Ephron, como a Alaska, tampoco le gustaba el suyo. A quienes defendían la vejez con la cantinela de que traía sabiduría y tranquilidad les respondía: ¿Es qué acaso no tienen cuello? Porque a partir de una edad, para las mujeres, el cuello es el espejo del DNI. Nora escribió su ya proverbial artículo, titulado No me gusta mi cuello, a los 60 años, la misma edad que tiene ahora Alaska, quien se ha decidido a realizar en modo audiovisual su suerte de recapitulación biográfica: Alaska revelada. El documental revela poco, pero es un ejercicio brutal de storytelling, donde hay omisiones que hablan más que sus revelaciones. En su primer capítulo (Salud) se hace un alegato a favor de la cirugía estética como una expresión de la libertad individual. Nora Ephron sabía que para arreglarse el cuello hay que tocarse la cara. Y que por ahí, ella, no pasaba. Aunque, como a toda mujer criada en un contexto histórico de auto odio hacia el propio cuerpo y misoginia interiorizada, cada vez le costaba más mirarse al espejo, no estaba dispuesta a dejar de reconocerse con una cara alisada como un tambor. Para Alaska, sin embargo, la cirugía estética es un acto creativo, de construcción de sí misma. Un motivo de celebración libre de ideologías.
A este paso, la democratización de la cirugía estética a través de clínicas baratas y la coartada neoliberal que da un nuevo relieve contemporáneo y carnal al a quién le importa lo que yo haga, cada vez será más difícil encontrar caras sin retocar. Sé que la traducción elegida en castellano de la recopilación de los textos de Ephron –No me gusta mi cuello– es mucho más directa y limpia que una traslación macarrónica del original I feel bad about my neck a “me siento mal con mi cuello”. Pero la cuestión candente está en ese sentir y quién lo moldea. Más allá de cómo sea, más allá de sabernos toda la teoría acerca de no odiar nuestro cuerpo, nuestra edad, ¿cómo dejar de sentirnos mal con él? Muchas veces, incluso nos castigamos porque, sabiéndonos la teoría como nos la sabemos, seguimos tirando del auto-odio y el autocastigo y hasta fantaseamos con esos retoquitos propios del zeitgeist. Luego, como le pasó a Nora, llega un cáncer y te quita de en medio sin que casi nadie se entere. Seguro que en aquellos últimos meses lo último que hizo fue sentirse mal con las marcas de la edad en su piel y el divino colgajo de su cuello.
Yo me empecé a fijar en el mío a los 36, a raíz de la lectura de Testo Yonki, donde Preciado hace mención explícita a esa piel maldita bajo el mentón que tiende a descolgarse en el momento para demostrar cómo la lógica temporal de género es asimétrica. “La feminidad se devalúa tres veces más rápido que la masculinidad”, asegura. "Podríamos calcular la edad real en la economía heterocapitalista de una mujer sumándole quince años para acercarle a su equivalente masculino, restándole dos por cada suplemento de belleza (talla de pecho, delgadez, largura y espesor del pelo, etc.) y sumándole dos años por cada detrimento político y social (divorcio, número de hijos -cada hijo suma dos años-, desempleo, etc.)". En una versión cañí de The Substance, Alaska toma la ecuación de Preciado y deja parte de los elementos sumatorios en manos de su cirujano plástico, Enrique Moreneo. Ese sí que tiene un docu. Sus revelaciones sí que reventarían cualquier cuota de pantalla. Mi reflejo en el espejo y en las marquesinas cambió después de leer a Preciado. Mi apreciación del tercio inferior facial, que diría Monereo, uno de los mayores retos en medicina estética en su cruzada contra el envejecimiento, no volvió a ser la misma. Tome conciencia del concepto óvalo de la cara y que, como mi juventud, se estaba difuminando por días.
Nora y Alaska, ambas triunfadoras, pioneras y supervivientes en el mundo despiadado del show-bussiness, enuncian diferentes modos de enfrentar esas, palabra maldita, papadas. En 2001, cuando Ephron escribió Me siento mal con mi cuello tal vez nos hacía gracia su mordacidad y su vitriólico autodesprecio. Hoy día ya no tanto. Un profesor que tuve en la RESAD en la misma época decía que había personas a las que les había pasado por encima el camión de la basura. Yo era demasiado joven para comprenderlo, pero ya entonces me resultaba una metáfora cruel, en la medida de que era consciente de que quien lo enunciaba lo hacía desde el otro lado de la acera, y sospechando implícitamente de la persona antes que del camión de la basura. ¿Por qué hemos de seguir odiándonos? ¿Por qué huir de nuestro reflejo en el espejo? ¿Qué nos impide sentirnos bien con nuestro cuello? ¿Quién conduce el camión de la basura? Y que sí, por descontado, que cada cual haga lo que quiera con su dinero. No seré yo quien juzgue a nadie por sus decisiones individuales, pero sí me reservo el derecho a analizar críticamente qué nos presiona socialmente a tomarlas. Otro de los artículos de la recopilación de Ephron se titula Sobre el mantenimiento, es decir, sobre todo aquello que debemos hacer para sentirnos ganadoras en ese duelo edadista que se produce, por ejemplo, cuando coincides con un/a/e ex o con amigos/as a los que hace tiempo no veías. O en un proceso de selección de personal. Básicamente se habla de cómo nuestros cuerpos y la definición de nuestros óvalos faciales hablan, y cada vez más, de la clase, es decir, del tiempo y del dinero que hay que invertir en su mantenimiento para conseguir esa “mejor versión de nosotras mismas” que se le ofrece a Demi Moore en The Substance para, al fin y al cabo, seguir siendo rentable a la economía heterocapitalista. En otros tiempos, las celebridades tenían biógrafos, hoy tienen cirujanos plásticos.
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