Opinión
Mi experiencia con la ansiedad y la depresión en época de pandemia
Periodista
-Actualizado a
Si hace un mes, cuando ya estaba casi recuperada de una importante depresión que me mantuvo un año y medio transitando por la tristeza y la preocupación patológicas, el oráculo me hubiese asegurado que la humanidad entera iba a pasar por una experiencia tan traumática como esta pandemia que se llevaría miles de vidas por delante y que nos obligaría a vivir recluidas en nuestras casas perdiendo todo tipo de libertades y derechos civiles, seguro que la recaída me hubiese visitado. Pero como cualquier persona ansiosa/deprimida hasta hace exactamente cuatro semanas, que ahora me parecen muy lejanas y ajenas, todavía estaba centrada en mis miedos personales que, a pesar de los buenos vientos, mi cerebro, a medio curar, se empeñaba en recordarme con cierta insistencia. Ahora me recuerdo en los peores momentos de la depresión, exactamente un año atrás, cuando solo tenía ganas de dormir y de cobijarme bajo el calor oscuro de las mantas que me aislaban de un mundo que me asustaba demasiado. Era primavera de 2019, afuera hacía sol y yo podía disfrutarlo, podía hundir mis pies en la arena pedregosa de la praia da Lanzada, podía tomar cañas con mis amigos en la Praza da Verdura de Pontevedra, podía correr al aire libre, salir hasta el amanecer. Pero me quedaba paralizada, tirada en un sofá rojo que detesto, deseando que llegase la noche siguiente sin tener que poner más excusas sobre mis ausencias. En los momentos de lucidez, sentía la esperanza de que aquella desazón no fuese eterna. “Nadie puede vivir así” me repetía a mí, y a mis terapeutas. Fue esa esperanza la que me salvó no sin antes enseñarme que la soledad más dolorosa es cuando una está acompañada. O como dice Vivian Gornick en su libro de supervivencia Apegos Feroces “En realidad, es más fácil estar sola que estar en presencia de lo que suscita una necesidad, pero no consigue atenderla, puesto que entonces estamos en presencia de una ausencia.” Como yo, otras muchas personas llevan demasiado tiempo confinadas en sus propias miserias.
Más de 300 millones de personas en el mundo sufren depresión y más de 260 millones padecen trastornos de ansiedad. Me consta que estos días mucha gente enferma (y nunca está de más incidir en esto porque las enfermedades mentales son enfermedades reales que afectan a la estructura de nuestro cerebro y cuyos cambios pueden observarse con técnicas de neuroimagen igual que una radiografía nos muestra un hueso roto) está sufriendo un empeoramiento de sus síntomas. Las causas de la depresión son múltiples y todas son válidas. No existen traumas menores ni miedos irracionales. La depresión es un virus que no escoge a sus víctimas. Además, otras muchas personas, que hasta hace unas semanas gozaban de una envidiable salud mental, se están desmoronando ante el aluvión de malas noticias que recibimos por todos los medios a diario. A la incertidumbre sobre nuestra salud y la de nuestros seres queridos se une la del trabajo y nuestros ingresos después del coronavirus. También las presencias ausentes con las que me temo que muchas mujeres están compartiendo su confinamiento, y las ausencias que queman. Esta semana, en la cola del súper, la madre de una sanitaria de psiquiatría contaba que su hija no dejaba de recibir urgencias de personas desbordadas emocionalmente por la situación. Nadie parece estar preparado para lo que estamos viviendo. Ni siquiera el personal sanitario al que le faltan manos y medios, para abarcar lo inabarcable.
Estos días hice uno de esos mal llamados experimentos sociológicos en mi Instagram. Le pregunté a la gente qué era lo que más les preocupaba hasta antes de la llegada del covid-19 a nuestras vidas. La mayor parte de las personas (opiniones políticas aparte) me contestaron que su mayor miedo era la soledad. Quedarse solas y solos. No encontrar a nadie con quien compartir la vida. Mis miedos, aunque patológicos, no eran muy diferentes: el temor a la pérdida y a la soledad es universal y refleja un estilo de vida en donde se ha impuesto el yo por encima del nosotros. La hiperconectividad por encima de las relaciones reales. El individuo por encima del colectivo. La felicidad personal y el “quererse a uno mismo” como un mantra cuyo brazo ejecutor es el libre mercado en donde cada persona puede comprar píldoras de felicidad efímera sin preocuparse siquiera por la situación de las enfermeras gallegas eventuales, a las que ahora aplaudimos, sin reparar en que son las mismas que encadenan cientos de contratos temporales cada año, a la vez que son convocadas a oposiciones de criterios cambiantes e injustos. La pandemia ha mandado al traste este axioma neoliberal. Nos necesitamos porque la mayor parte de nuestros problemas personales son también problemas sociales: el desempleo, la precariedad, la enfermedad, las largas listas de espera en la sanidad pública, la pérdida de calidad de la enseñanza, las separaciones y los divorcios, las reagrupaciones familiares, la infertilidad, el alto coste de la vivienda, la violencia machista, la imposible conciliación, la contaminación del aire que respiramos, las adicciones. La soledad.
Después de año poniéndome siempre en lo peor, mi experiencia me ha dotado de unas herramientas y una extraña fortaleza (resilencia) que me hace ver esta situación no como un mensaje de Mr Wonderful y la basura del “si quieres puedes”, sino como una cita de Andrew Solomon, autor de la biblia de las enfermedades del alma El Demonio de la Depresión. Dice Solomon que "hay tanto dolor en el mundo, y la mayoría de estas personas mantienen su secreto, rodando por vidas agonizantes en sillas de ruedas invisibles, vestidas con cuerpos invisibles”. En una sociedad acostumbrada a compartir solo las alegrías (reales o filtradas por la purpurina de las redes sociales) el dolor nos está aproximando más que nunca.
El coronavirus nos está permitiendo mostrarnos tristes y vulnerables, asustadas y preocupadas, sin por ello ser juzgadas como personas débiles o defectuosas. Nadie está libre de verse arrastrado por el magma de la tristeza, del miedo y de la desesperación, aunque tenga un buen trabajo y una familia perfecta. Por una vez, tenemos derecho a sentir miedo y a manifestarlo. Por fin sabemos que todas habitamos el mismo mundo.
Decía el filósofo Zigmunt Bauman (en su libro Trabajo, Consumismo y Nuevo Pobres) que nos han disciplinado para que entreguemos todas nuestras fuerzas y pasiones al mercado laboral. Hasta hace tres semanas, nuestro ritmo de vida estaba sostenido por el mercado laboral y fijado por los intereses del capital. De nuestros jefes. Tanto, que nos habíamos olvidado de nuestra propia mortalidad. Ahora, la sociedad entera está obligada a quitarse la máscara, a descubrir que lo que pasa en la ventana de enfrente es también asunto nuestro. A cuántas personas habríamos salvado de pensar así. Nos queda mucho trabajo por delante para aprender a mirar más allá de nuestro propio reflejo, pero esta vez será más necesario que nunca.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.