Opinión
"No me gusta nada lo que haces"
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Periodista y escritora
El tipo se me acaba acercando. Estoy celebrando un acto de despedida. No tengo ganas de hablar con nadie. No tengo ganas de escuchar a nadie y se me nota en la cara. Sé que se me nota el rechazo porque me concentro en ello, lo hago evidente con el gesto del cuerpo entero. Sencillamente he salido a fumar, a mirar la sierra, a estar a solas conmigo. Hay dolor a mi alrededor, pero sobre todo hay profundo respeto y amor multiplicado. Se esta despidiendo a una persona muy querida. Necesito pararme a pensar en ello. Llevo demasiadas despedidas en muy poco tiempo. Pero al tipo, un septuagenario que al principio duda qué hacer, no le importa. Dice mi nombre en voz alta desde unos pasos más allá. Nombre y apellido, creo, o quizás solo el apellido, “la Fallarás”. Lo dice justo desde el quicio de la puerta, como quien saluda. Hay personas que sencillamente dicen tu nombre y ponen una cara que evidencia lo que piensan. Lo que piensa ese señor, al principio, no parece ni malo ni bueno, pero quizás es que me pilla con la guardia baja. El otoño en la sierra me ha hecho recordar otros tiempos, hace ya más de diez años, cuando yo también viví entre esos mismos árboles, entre las cortas barrancas traidoras, las torrenteras y los jabalíes.
Cuando pienso que va a entrar y me va a dejar tranquila, el hombre se lo piensa mejor y recula. Yo estoy en uno de los extremos de la entrada. Entre él y mi persona median unas cuatro o cinco zancadas. Me parece una distancia suficiente para evitar una conversación a la puerta de un tanatorio. Tendría que gritarme, seguir en el mismo tono en el que ha dicho mi nombre, y evidentemente supondría una falta de respeto. Todavía en la puerta, se gira ligeramente hasta quedar mirando hacia donde yo estoy. Yo fijo la vista en la punta de mi pitillo y pienso que, si se me acaba, encenderé otro con la última pava. El cigarrillo como algo a lo que agarrarse, eso lo conozco bien. Entonces se acerca con determinación. A esas alturas ya sé que la conversación, de haberla, no va a ser amable. Se tarda en aprender, en hacer caso al instinto cuando lo que transmite son malas noticias. Imagino que es para salvarnos. No puedo vivir temiendo que ese tipo y los que son como él invadan mi espacio, mis ganas de soledad, mi forma clara de evitarles, y que lo hagan para molestarme. Ni puedo ni quiero. Cuando ha dicho mi nombre, el gesto aún era neutro, no amigable, pero tampoco lo contrario. Cuando un saludo no es amigable siempre es lo contrario, esto también se me olvida.
Él, me dice a modo de presentación, es un profesor universitario ya retirado. Cabeceo en un último intento de hacerle entender que, por favor, no interrumpa mi soledad más que elegida, mi pensamiento, mis recuerdos, mi forma de despedirme, mirando alternativamente la brasa entre mis dedos y la punta de mis botas. Me dan ganas de levantar la vista, mirarle a los ojos y decirle un “por favor, respete”. No lo hago. Ahí sí que funciona la intuición y sé que, si pido respeto, me va a lanzar una tunda de hostias verbales sobre lo que es el respeto y el poco respeto que yo/“nosotras” tenemos a quien sea. La tunda me cae igual. Levanto la vista hacia los árboles, algunos ya naranjean. Hace un calor primaveral que engaña, pero han empezado a caer las hojas. Recuerdo a la pequeña, que entonces tenía 4 años, pasando el rastrillo por los alrededores de aquella casita, apenas una cabaña. “No me gusta nada lo que haces”, dice. Las palabras del hombre me violentan más de lo que esperaba, probablemente por el entorno. Además, el contexto me impide responderle, como debería, un “me importa un carajo”. Me ha cogido tierna, matinal, como descalza en mitad de la fronda. “Eso de denunciar a los hombres…”. Sigue, pero desconecto. Dice lo que dicen otros, palabras que me sé de memoria, retales para coserle un traje nuevo al silencio. No escucho sus palabras, pero oigo su tono. Como si me estuviera dando en el pecho con el dedo índice, ese tipo de tono. De manera automática, le contesto con un tono de hondísimo hartazgo y sin mirarle a la cara: “son testimonios, no denuncias”. En realidad, se lo estoy susurrando al bosque, que probablemente también se acuerda de mí, de la que yo era entonces, en aquella otra vida.
El tipo aún farfulla durante un rato, no sé si largo ni corto. Ha roto la burbuja que me había levantado alrededor para estar en soledad y en silencio, así que mi mente ha volado más allá de donde él permanece parloteando obviedades de tertulia barata. Probablemente porque se da cuenta, va sumándole acritud al tono, y agresividad. Yo cabeceo, perdida cualquier esperanza de volver al lugar que ese hombre ha destrozado. No cabeceo ni que sí ni que no. Cabeceo para decirle a mis propios recuerdos que volveré. Entonces, él me señala con su dedo índice, ahora sí, ahí está su dedo acusador, y me dice: “No todos los hombres somos iguales, como decís vosotras”.
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