Opinión
La luz en la oscuridad o cómo vencer al dragón
Por Silvia Nanclares
Escritora
A los sesenta años, después de toda una vida de dedicación al informalismo y la abstracción, el pintor francés Pierre Soulages inventó una categoría de color. Lo llamó outrenoirs: otro negro. Un negro que acabaría siendo, en sus propias palabras, una fuente de emisión de claridad. Soulages murió en 2022, a los 102 años, habiendo permanecido cuarenta años explorando su outrenoirs. En su ciudad natal, Rodez, hay un imponente museo donde deleitarse con la ingente obra que él y su mujer, Colette, donaron. Su viuda vive aún, con 103 años recién cumplidos y ochenta años de matrimonio a las espaldas. También pintora, sería un lugar común decir que fue la artista a la sombra del pintor de la luz. Se casaron en 1941, los dos vestidos de negro y a medianoche. Las cifras de su historia impactan: 103, 80, descubrir un color a los sesenta años, explorarlo durante cuarenta más hasta cumplir los cien. Duraciones que se escapan un poco de la comprensión actual de la historia y del presente. En su Museo, que recoge sobre todo la obra de juventud de Pierre Soulage, hay salas completas con paredes pintadas de negro. Diálogo de oscuridades. Yo no he estado allí, solo lo conozco por redes y por los recorridos virtuales de la web del Museo. Imagino que la experiencia de plantarse delante de su obra escapa también a esas reproducciones visuales. ¿Cuánto tiempo le queda a las redes, en general? ¿Cuándo nos reiremos de esta época como cuando nos reímos de la mera y fundacional existencia de un videoclub? O por el contrario, ingresar en un edificio apabullante y sentarnos en una sala pintada de negro a observar un cuadro pintado en una tela con texturas, ¿cuándo nos parecerá algo de otra época? Quizá no nos reiremos porque miraremos hacia atrás desde una oscuridad que no ilumine. Pierre y Colette vivieron siempre, por cierto, en la ciudad natal de ella, Sète, cerca de Montpellier, donde se conocieron.
En su ciudad natal, Le Creuset, también vivió y murió Christian Bobin, de quien encuentro El amor a los fantasmas, editado por la editorial donostiarra El gallo de oro. Lo encuentro casi por casualidad, en una de las librerías que tengo la suerte de tener cerca de casa. Como los mejores libros, se encuentran por azar. Sería otro lugar común decir que son ellos los que encuentran a ti. Pero así es. Y con Bobin, católico y ascético, todo tiene un poso de trascendencia. Ni tan mal para tratar de buscar espiritualidad en estos días oscuros. Leyéndolo, una parece encontrar el outrenoirs en cada cosa pequeña reflejada en su prosa breve y certera. Huelga decir que también luminosa. Su lectura se convierte en un alto en el camino. Porque ya ha dado otra vuelta completa el calendario y vuelven estos días frenéticos y a la vez frenados, de los pocos en los que las rutinas habituales consiguen desaparecer para imponer otras. Volvemos a habitar el lugar más oscuro del año en el Norte global. No es una metáfora. El pasado día 21 fue el más corto del año o la noche más larga. Y ese mismo día, igual que el anterior, y el siguiente, un montón de vecinas se apostaron formando cola en Sant Jordi, una librería mítica de la calle Ferrán, barrio de Gràcia, Barcelona. Un lugar que también esconde una historia de amor entre las personas que la han llevado a ser lo que es hoy, pero también de amor al barrio, al territorio, a la cultura. A los libros. Una historia que amenaza con ser apagada de cuajo el próximo mes de febrero. Por eso las personitas que hacen cola a la puerta del local componen en realidad la más potente guirnalda de luz de esta Navidad. Con ella no puede ni toda la iluminación de Vigo.
Barcelona, la millor botiga del món es el nombre de un clásico certamen anual donde el Ayuntamiento de Barcelona premiaba la mejor iniciativa comercial de la ciudad. Todos sabemos, gracias al delirio inmobiliario, a qué nos suena hoy ese lema. Casi a broma pesada, si tuviera alguna gracia. ¿Llegará un día en que no tendremos lugar al que volver? ¿Dónde nadie nos conocerá? Las colas hechas por la clientela y el vecindario del barrio de Gracia en estos días reivindican eso: la posibilidad de seguir existiendo en un barrio vivo. Acuden a la llamada espontánea y ciudadana para apoyar a este emblemático espacio cultural que tras la muerte de Josep Morales, librero luminoso, se ve amenazado por la propiedad del local, que no está dispuesta a negociar un nuevo contrato; su lenguaje es el del burofax. Fundada en 1983 por el mismo Josep y su padre, tiene ahora en Cristina Riera, trabajadora y activista cultural, hoy viuda de Josep, su librera al frente. Asume esta nueva posición abrumada por la respuesta de apoyo vecinal y ciudadana que quiere mostrar no sólo su fidelidad al proyecto sino su muestra de repulsa ante el monocultivo comercial y por lo tanto cultural de la (ya no tan) nueva Barcelona.
Solo se me ocurre homenajear a Josep con un texto del libro de Bobin, uno de esos libros que estoy segura de que él mismo me vendería, apilado entre las torres de ejemplares supuestamente desordenados, acechado por las fauces de los leones modernistas de las molduras de madera –mobiliario que pertenecía a la anterior tienda, una sombrerería–, y que también corren el peligro de extinción. Va por Cristina, va por la comunidad de Llibrería Sant Jordi, por la calle Ferrán y por el barrio de Gracia. Y por supuesto por la memoria de Josep. Me atrevo a apostar que le gustaría. Dice Bobin: “Presentarse en las tiendas cinco minutos antes de la hora de cierre. Es un momento especial. Las luces del cielo se van con los últimos clientes, les siguen como niños. Los comerciantes ya no están al borde del abismo, les invade una paz fugitiva”. Que la paz de Josep no nos deje pasar por alto la dimensión del dragón que acecha Sant Jordi, la necesidad de ponernos en pie, dispuestos a la lucha por la defensa de los barrios, del territorio y de los vecindarios. Porque sin habitantes, todo lo demás será un decorado vacío. Una ciudad de donde quizá no nos sea ya posible sacar ningún otro color luminoso más que la temida oscuridad.
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