Opinión
No le importas a nadie


Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
En la madrugada del 13 de marzo de 1964, Kitty Genovese, una joven camarera de Nueva York, fue brutalmente asesinada por Winston Moseley. El asesinato de Genovese atormentó durante décadas a los neoyorquinos, pues la prensa reveló que treinta y ocho personas oyeron aquella noche los gritos desesperados de la joven pidiendo ayuda y sin embargo ninguno de ellos movió un solo dedo para evitar que la joven fuera apuñalada y violada por Moseley. El impacto social ante la indiferencia de los vecinos de Kew Gardens por el destino de Genovese fue tal que hasta la psicología acuñó un nuevo término para explicarla, el llamado “efecto espectador” o “síndrome Genovese”, término que todavía se incluye en los manuales de psicología y que viene a decir, más o menos, que ante una situación de emergencia las probabilidades de intervenir van disminuyendo según va aumentando el número de testigos, pues tendemos a pensar que será otro quien acabe llamando a emergencias o echando una mano. Es decir, que nos desentendemos de la situación y les cargamos el muerto a los demás. Sin embargo, todo lo que tradicionalmente se ha dicho y contado sobre el asesinato de Kitty Genovese no es más que una mentira basada en las primeras crónicas sobre el asesinato publicadas en el New York Times, en las que el periodista encargado de las mismas se inventó lo de los treinta y ocho testigos impasibles para adornar una historia que debió de parecerle en su momento poco interesante.
La triste verdad del asesinato de Genovese fue menos literaria y más mundanamente trágica: no fueron los vecinos los que desoyeron los gritos de Genovese sino la policía la que desatendió las llamadas de emergencia de las pocas personas que escucharon que algo raro pasaba en la calle aquella noche; además, quienes se asomaron a la ventana tampoco pudieron ver nada porque la pobre Kitty yacía semiinconsciente en un punto ciego cerca del portal de su casa, donde fue atacada y asaltada sexualmente por Moseley por segunda vez, hasta que fue ahuyentado por una anciana que al oír la conmoción en el interior del portal salió de su casa y cuidó y consoló a Genovese hasta que llegó la ambulancia en la que falleció.
Sin embargo, fue esta mentira sobre el asesinato de Genovese la que ayudó a cimentar la leyenda de Nueva York, y por contagio la de todas las grandes metrópolis, como una ciudad desalmada, individualista, cruel e indiferente. Frente a esta narrativa se edificaron ficciones conservadoras en torno a las zonas rurales, que son dibujadas como arcadias felices en las que reinan la comunidad, los valores cristianos y la solidaridad entre vecinos y en las que todo el mundo es bienvenido, siempre y cuando tenga el color de piel, la religión o la sexualidad adecuadas. Pero el 22 de diciembre del 2024 el asesinato de Debrina Kawan, quemada viva en un vagón del metro de Nueva York por Sebastián Zapata-Cabil, resucitó de nuevo los fantasmas del caso Genovese. Aunque, al contrario que el caso Genovesse, el asesinato de Kawan ya no nos es narrado por la prensa tradicional sino que todos pudimos ser testigos de lo sucedido a través a los móviles de algunos usuarios del metro, las cámaras de vigilancia y las cámaras que portan en sus chalecos los agentes de la policía de Nueva York. Y lo que nos muestran dejan poco espacio a la interpretación, pues describen cómo Zapata-Cabil sube al vagón del tren F en la estación de Coney Island-Stillwell a las siete y media de la mañana y prende fuego a la única pasajera, Kawan, que, indefensa y ajena, está en esos momentos dormida. La mujer es devorada por el fuego en pocos segundos ante la total indiferencia de varios agentes de la policía que no hacen nada por apagar las llamas que la consumen, pero también ante la de un usuario del metro que graba con su móvil a la desgraciada Kawan sin prestarle auxilio. Y lo que fue una mentira para vender más periódicos en el año 64 se convirtió en una realidad que apenas provocó un par de titulares y un ligero murmullo de desaprobación y horror en redes sociales. Y es que hay una diferencia sustancial entre el caso de Debrina Kawan y la forma tradicional en las que nos han contado el asesinato de Genovese: porque, al contrario que Genovese, Debrina Kawan hacía mucho tiempo que había dejado de ser un ser humano a ojos de gran parte de la sociedad para convertirse en una persona sin hogar, en un no ser.
Solamente en Madrid unas dos mil personas (mal)viven sin un techo en sus calles; dos mil personas que no tienen un refugio ante el frío, la lluvia, el calor extremo, la suciedad, la violencia y la soledad y a quienes nos hemos acostumbrado a ignorar. Han dejado de ser personas para ser un objeto, una parte más del mobiliario urbano de nuestras ciudades, esas mismas ciudades que se empeñan en apartarlos de nuestra vista, expulsarlos de nuestro entorno sacando los cajeros automáticos a la calle para que no se refugien en ellos, convirtiendo los bancos en asientos individuales para que no se puedan echar a dormir o incluso colocando pinchos en el suelo. Nos hemos preocupado, no de que no haya gente sin hogar, sino de evitar que los veamos y que nos estropeen nuestro precioso paisaje urbano o les agüen la experiencia a los turistas. Un síndrome Genovese del que participamos todos como sociedad, acostumbrados a ser observadores impasibles ante el sufrimiento de las personas sin hogar.
Una cosa que me pone mucho de las Ciencias Sociales es que les gusta poner nombres descriptivos a las cosas que vivimos. Esto nos permite entender de forma rápida el mundo y a no sentirnos como bichos raros cuando nos extrañamos ante él. Y entre estas cosas nuevas que nos pasan está el llamado síndrome del protagonista -dejaremos para otro día la obsesión por calificar como “síndrome”, y por tanto por subjetivizar, lo que en realidad son experiencias colectivas-, que no es otra cosa que vivir nuestras vidas como si fuéramos los protagonistas de una película, y que sería el complemento perfecto del síndrome del espectador. Pero esta percepción de nuestras vidas como el centro absoluto en torno a las cuales ha de girar todo lo demás, incluidas las personas que nos rodean, no deja de ser el fruto podrido del individualismo solipsista en el que se fundamenta la etapa última del neoliberalismo que padecemos, y que en los últimos tiempos ha sido llevado al extremo -más ridículo si cabe- por las redes sociales, gracias a las cuales podemos llevar hasta el final la performatividad de creernos protagonistas carismáticos en la película de la vida. De ahí que nos resulte más sencillo empatizar con otras personas cuyas performatividades nos parezcan tan interesantes como las que nos esforzamos tanto por fingir, y aparentar que las de aquellas personas que han tenido la mala fortuna de caer en el lado incorrecto de la trama, como les ha sucedido a las personas sin hogar. Pero la cruda realidad, la bofetada que nos pega la vida, es aceptar que la mayoría de nosotros no pasamos de ser más que meros figurantes en el gran teatro de la vida. Porque todos estamos a un mal año, a un despido, a una mala ruptura, a una adicción, a una crisis de salud mental o un fenómeno climatológico extremo de perderlo todo. Y una vez que aceptemos que por eso mismo estamos más cerca de la persona sin hogar que hemos dejado morir de frío a la intemperie o cuyo fallecimiento ha pasado durante días desapercibido porque para nosotros no es más que un bulto bajo unas mantas y unos cartones, más cerca estaremos de convertirnos en una sociedad mejor, porque habremos entendido que tenemos no solo los medios sino también la voluntad de construir un mundo en el que nadie se vuelva a quedar abandonado en los márgenes.
Kitty Genovese fue una joven desafortunada que tuvo la mala suerte de cruzarse en el camino de Winston Moseley. Durante décadas su muerte fue pasto del sensacionalismo y las mentiras para acabar siendo utilizada como moraleja de la falta de humanidad en las grandes ciudades. Sesenta años después la vida de Debrina Kawan terminó también de forma prematura y brutal; sin embargo, al contrario que Kitty, en sus últimos momentos no encontró el consuelo en el abrazo de una extraña sino que murió ante la indiferencia de varios agentes de policía que entendieron que la vida y la existencia de Debrina no les importaba a ellos porque no nos importaba a nadie. Nuestra obligación es demostrarles que no tienen razón y que la vida de las miles de Debrinas que malviven en la calle sí nos importan.
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