Opinión
Hay negocio
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
Yo me independicé siendo muy joven. Con apenas veinte años y el maletero de nuestro Ford granate de segunda mano ocupado por un par de maletas llenas de ropa, libros y apuntes de la carrera, un juego de copas de cristal del bueno, una vajilla y un microondas, mi pareja y yo pusimos rumbo a Málaga sin tener siquiera una casa donde vivir. Pudimos hacerlo gracias a una afortunada combinación de buena suerte, inquebrantable optimismo juvenil y amour fou pero también porque sabíamos que podíamos encontrar rápidamente un alquiler que nos pudíeramos permitir. De hecho un par de días después estábamos ya viviendo en un piso en el barrio de Huelin que gracias a un par de telas y unos muebles de mimbre y madera que les compramos a unos artesanos pudimos llamar hogar. Han pasado muchos años y sigo viviendo de alquiler, ahora en una ciudad en el Norte que aspira a convertirse en la Ibiza del Cantábrico, para desgracia de los que aquí habitamos. En mi pequeña casita alquilada, que me sirvió durante años también de oficina cuando era editora, he criado a dos perros y una hija, he vivido un confinamiento, he dado de comer y de cenar a mis amigos y, si aparto la mesa del comedor, cada día mi salón se convierte en un pequeño estudio de yoga donde practico mis chaturangas mientras mi perro ronca en el sofá. He llenado mi casa con libros, comics y un montón de DVD que ya no sirven para nada en la era del streaming, por todos lados hay fotos y dibujos hechos por mi hija, figuritas, recuerdos y muebles de Ikea. Llevo años diciendo que voy a aprovechar el pasillo para colocar estanterías que pongan orden a nuestra biblioteca, también que voy a comprarme un mueble bonito para el baño y pintar los estantes de la cocina y cambiar los tiradores porque que no me importa que la casa no sea mía y que esas mejoras se queden aunque yo me vaya. Pero sé que no voy a hacer nada de esto porque al final me acaba venciendo la pereza y, sobre todo, porque desde hace un tiempo me estoy dejando llevar por el mismo pesimismo y fatalismo que noto que comparto con la mayoría de mis amigos que también viven de alquiler. Una sensación de que todo esto se nos está escapando entre la punta de los dedos, que sobramos en una ciudad que se ha lanzado de cabeza a los alquileres vacacionales, a la especulación descontrolada, al “aquí hay negocio”.
Hace algunos años, durante lo peor de la Gran Recesión, uno de los maestros de la escuela de mi hija le dijo al alumnado que no llevaran a clase material escolar comprado en el bazar porque era feo y de mala calidad. Les soltó aquello con el acento fastidiado de quien jamás se ha planteado qué se siente cuando estás en paro o el sueldo apenas te da para pagar la hipoteca o el alquiler, mucho menos para pensar en comprar bolis de marca o libretas y rotuladores caros y bonitos. En aquella época, cuando los diarios digitales tenían un contador a tiempo real de las fluctuaciones de la prima de riesgo y los telediarios se abrían con las imágenes de los miles de desahucios, las quiebras de empresas y las cifras de pobreza, aquel maestro decidió empatizar con los fabricantes de Bic y las libretas Oxford. Siempre me ha llamado mucho la atención que la peña empatice con los ricos e incluso se identifique con ellos, cuando la mayoría de nosotros estamos a un año malo de perderlo todo, de quedar sin nada. Supongo que es más fácil construir ficciones en las que nos imaginamos dueños de nuestras vidas, en las que lo que somos y tenemos es fruto de nuestro esfuerzo y tesón y no de una mezcla azarosa en la que la clase social, el lugar geográfico en el que hemos nacido, la época histórica y el tipo de familia que nos ha criado han determinado nuestra posición en la vida y también nuestro bienestar material y emocional. Da miedo lo cerca que estamos todos del desastre y no puedo dejar de pensar que en el fondo nuestras vidas están diseñadas para hacer más ricos a los que ya son ricos. Que vivimos un eterno bucle en que cada necesidad, cada derecho, cada servicio público se plantea en términos de rentabilidad y negocio para unos pocos, una nueva oportunidad para seguir haciéndose de oro. Por eso me resulta especialmente molesto y violento que aquellos que ni siquiera son ricos se comporten con la misma avidez extractiva de los millonarios. Que hayamos convertido la avaricia en el motor del cambio social que nos están imponiendo.
Como la mayoría de la gente que ha vivido de alquiler he tenido toda clase de caseros y caseras: tuvimos uno que alquilaba nuestra plaza de garaje cuando estábamos ausentes, otra metió a su familia en nuestra casa durante todo el mes de agosto porque sabía que estaríamos en Asturies, al volver nos encontramos con los ceniceros llenos de colillas y las camas deshechas. En otra ocasión el casero quiso que le dejáramos la televisión que nosotros habíamos comprado porque así se alquilaba mejor la casa que qué más nos daba hacerle ese favor, fue el mismo que además no quería darnos el número de cuenta para que ingresáramos el alquiler porque tenía miedo de que pudiéramos sacar su dinero del banco. He tenido que dar la turra a mis caseros para que nos hicieran los arreglos más básicos: desde tuberías de un cuarto de baño que estaban sin conectar con la red de alcantarillado, hasta humedades provocadas porque los canalones del tejado llevaban años sin limpiar. La gran mayoría de las cosas que nos han sucedido, sin embargo, son parte del baile habitual que se da entre inquilinos y caseros, pero nunca me había sentido tan vulnerable como me siento ahora, tan cerca de ser expulsada de mi casa y la ciudad que me ha dado cobijo durante tantos años. En un país mayoritariamente de propietarios que ha considerado siempre una extravagancia, una forma de tirar el dinero o un último recurso el recurrir al alquiler, es fácil construir relatos ficcionados sobre pequeños propietarios esforzados que complementan sus ingresos para llegar a fin de mes gracias al alquiler de la casa que heredaron de la abuela. Este es un relato potente del que es muy difícil escapar, sobre todo cuando viene aderezado de historias de okupas y ancianas que salen a comprar el pan y al volver se encuentran con sus casas invadidas ante la desidia de las autoridades que siempre se ponen del lado de los delincuentes. Sin embargo la realidad es bastante tozuda y los datos dejan claro que las políticas de recortes aplicadas en los últimos años dirigidas a sacarles los cuartos a las clases bajas para ingresarlos directamente en los bolsillos de las clases extractivas han sido un rotundo éxito. En los últimos años se ha reducido significativamente y a toda velocidad el número de propietarios al mismo tiempo que se se ha incrementado el precio de los alquileres. Nada de esto ha sido fruto de la casualidad sino que es la consecuencia directa de unas políticas que, bien por acción o por inacción, se han diseñado para acrecentar la desigualdad y proteger los intereses de las élites económicas. Tras la crisis bancaria pedir una hipoteca es un deporte en el que solo pueden participar aquellos que ya van dopados con dinero, por lo que cada vez más personas han tenido que recurrir al alquiler, especialmente los jóvenes, las clases populares y las personas migrantes, lo que ha su vez ha abierto las compuertas de la avaricia y el negocio. La demanda se ha disparado y la oferta se ha convertido en el matón del patio del colegio, para alegría de los Milei patrios. Las relaciones entre caseros e inquilinas se sostienen en la actualidad sobre la desigualdad, el abuso de poder y la mitología victimista del pequeño propietario pero sobre todo se legitiman por la falta de empatía y de políticas que pongan en el centro la vivienda como un derecho esencial y no como una oportunidad para ganar dinero.
Que todo es susceptible de negocio lo descubrí en mi primer año de instituto cuando, tras una jornada de huelga, el único alumno que había asistido a clase nos quiso vender los apuntes de matemáticas de aquel día, sin embargo cuando el otro profesor de matemáticas se enteró bajó y nos dejó el tema en la sala de fotocopiadoras para que todos tuviéramos tener acceso a él de forma gratuita. Aquel día aprendimos, por tanto, dos lecciones que, al contrario que aquellos apuntes de mates tan lejanos, jamás olvidaré: que siempre hay alguien que se quiere aprovechar de una necesidad para ganar dinero pero que solo puede hacerlo si le dejan las manos libres porque los derechos y las vidas no pueden quedar en manos del “aquí hay negocio” y la avaricia.
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