Opinión
El futuro no es inevitable
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
Actualizado a
Confieso que yo era de las que estaban convencidas de que Kamala Harris iba a ganar las elecciones en Estados Unidos. Lo tenía tan claro que hasta dije en la radio en la que colaboro que era imposible que ganara a un tipo condenado por violación y que había alimentado una intentona de golpe de Estado. Está claro que como pitonisa no tengo mucho futuro, aun así prefiero equivocarme por pensar bien de la gente que por pensar mal de la Humanidad. Soy una romántica empedernida del concepto de Humanidad, y eso que últimamente no me lo están poniendo nada fácil.
Sin embargo, el mero hecho de que yo esté ahora mismo escribiendo para Público es la demostración palpable del triunfo del Humanismo y la confianza en la gente, pues, al igual que la mayoría de las personas que me están leyendo, apenas me separa una generación del hambre, la represión, el analfabetismo funcional, las fosas comunes y la cunetas. Mis abuelos y abuelas se alimentaron de mondas de patatas al horno y todas sus nietas y bisnietas han ido a la Universidad. Para que pudiéramos llegar hasta aquí muchos y muchas tuvieron que recorrer un camino largo, duro y sacrificado de luchas y derrotas en común para alcanzar derechos que algunos ni siquiera pudieron llegar a disfrutar. Y si bien es verdad que nada de lo que hemos alcanzado lo tenemos asegurado, no deja de ser menos cierto que el fatalismo es un lujo que la clase obrera y la gente de izquierdas no nos podemos permitir.
El estallido de la pandemia terminó por quebrar algo que se venía fraguando desde los años ochenta, impulsado por un neoliberalismo vulgar e individualista que se aceleró con las crisis del 2008 y el austericidio que la precedió: la confianza en lo común, que acabó por resquebrajarse del todo con el confinamiento. Porque si bien la solución a la pandemia respondía a la lógica y la praxis científica, violaba por completo la lógica y la naturaleza del ser humano: vivir en sociedad. La pandemia nos confinó física y simbólicamente, nos encerró en nuestros hogares pero también en nuestras mentes. Cuando nuestro vecino, nuestro hijo, nuestro amigo pasó a ser “vector de contagio”, en medio de todo este miedo, incertidumbre, conjoga, shock, muerte y aislamiento, muchos optamos por refugiarnos no solo física sino también mentalmente del mundo y de los demás y encontramos consuelo -necesario, sanador- en los libros, el cine, las series, la cocina o el yoga... Otros sin embargo combatieron el malestar con teorías de la conspiración, bulos y negacionismo.
De la pandemia no salimos mejores sino que salimos más divididos, más tristes y más desencantados, especialmente las personas de izquierdas. Tan preocupados estábamos con la prudencia y la responsabilidad necesarias para parar la pandemia que nos olvidamos del futuro. Mientras hablábamos de distancia social otros prometían bares abiertos. Los ancianos morían a miles abandonados en las residencias pero nos aseguraban que pronto podríamos salir a tomar cañas. No es que fuera un futuro muy alentador, la verdad, pero era al menos una promesa, un horizonte, una rendija de esperanza por la que las extremas derechas supieron colar su mensaje. Al fin y al cabo una promesa idiota sigue siendo mejor que nada.
Estoy convencida de que la gente que puso su cuerpo y su tiempo -sufragistas, sindicalistas, ecologistas, activistas por los derechos humanos- para que hoy disfrutemos de un mundo mejor y más libre, no lo hiceron exclusivamente por la bondad de sus corazones, sino porque creían sinceramente en la posibilidad de que aquello por lo que peleaban se iba a materializar en un futuro más o menos cercano; enfrente se situaban los sectores conservadores que aspiraban y peleaban para que se mantuviera el statu quo. Hoy en día nos enfrentamos a la paradoja contraria, en la que las izquierdas han renunciado a construir relatos emancipadores e ilusionantes que miren al futuro con optimismo mientras las promesas vienen del otro lado. Pero al ser promesas que se fundamentan en negar realidades como el cambio climático, el machismo, el racismo sistémico o la desigualdad, lo único a lo que pueden aspirar y lo único que pueden ofrecer es volver atrás para deshacer el camino ya recorrido, proponiendo un asidero de falsa seguridad ante un mundo cambiante y en ocasiones aterrador. Es como cuando de niños cerrábamos los ojos convencidos de que así iba a desaparecer lo que nos daba miedo.
Pertenezco a una generación muy extraña que, a pesar de haberse beneficiado de la prosperidad y la democracia, ha abrazado el cinismo y el desencanto. Hemos renunciado a hablar de política porque es aburrido, hemos disfrutado y ascendido en muchos casos en la escala social gracias a la educación pública pero mandamos a nuestros hijos a los coles concertados y clamamos contra los impuestos, hemos sido una generación mimada y protegida pero vamos a saco contra las generaciones más jóvenes a quienes además hemos renunciado a educar políticamente. Nuestro desencanto ha dejado todo un flanco sin cubrir que han descubierto las extremas derechas y que están llenando con promesas facilonas que no sabemos contrarrestar porque no estamos ofreciendo nada... salvo fatalismo y autocompasión hedonista. Nos hemos conformado con el mal menor y nos hemos olvidado de que si renunciamos a la política nos la acaban haciendo a nuestro pesar y a la fuerza.
Nos han enseñado además a vivir deseando y a confundir prosperidad con acumulación: más ropa, más viajes, más cachivaches. Cuando las puertas se abrieron y se acabó el confinamiento salimos a la calle con un ansia insaciable por recuperar a toda prisa todo lo que se nos había negado. Hemos colapsado las ciudades en verano, comprado entradas para conciertos a precios desorbitados, abarrotado bares y terrazas con un hambre devoradora, como si temiéramos perdernos algo o que la vida nos deje atrás. Nos estamos agarrando a un mundo que se acaba con desesperación y estamos dispuestos a culpar a quien sea -las mujeres, las personas migrantes...- antes que aceptar que no podemos seguir viviendo como lo estamos haciendo ahora. Pero sin un relato de futuro al que agarrarnos solo nos queda el miedo, la rabia, la frustración o el conformismo ante el presente.
Sí, a mi el futuro que se entrevé tampoco me gusta, pero ese futuro no es inevitable, tenemos a nuestro alcance la posibilidad no solo de cambiarlo sino de mejorarlo. No solo podemos leer y entender lo que sucede a nuestro alrededor a la perfección sino que poseemos además las herramientas necesarias para cambiarlo. No es imposible reconducir los efectos del cambio climático o las políticas económicas suicidas que nos están llevando al borde del colapso, pero lo que no podemos es esperar a que esto suceda por sí mismo, tenemos la obligación de presionar para que se haga. Frente al miedo y el inmovilismo, el negacionismo y la cerrazón, existen formas de vida mucho más satisfactorias, sostenibles, igualitarias y emancipatorias. Tenemos que aprender de nuevo a ofrecer relatos de futuro sin desatender con ello la necesidad de denunciar la urgencia y la responsabilidad ante el presente. Se nos ha olvidado, por ejemplo, que al salir del confinamiento pudimos intuir que era posible vivir en un mundo sin humos, ruidos y coches, que las ciudades podían estar hechas para caminar, respirar y vivir y no solo para consumir. La DANA y su negligente y criminal gestión por parte de Mazón fue el detonante de todo tipo de bulos y manipulaciones de las extremas derechas y sus secuaces en redes y medios de comunicación, pero también el recordatorio de la importancia de tener unos servicios públicos fuertes y engrasados, de la necesidad de la ciencia y de la fuerza de la solidaridad ciudadana desinteresada y altruista.
En un mundo en el que algunos pretender hacernos creer que solo mediante la competencia y el individualismo podremos sobrevivir y en el que no dudan en usar mentiras y expandir odio para poder repartirse los restos del botín, es el momento de recordar que la mayoría de nosotros nos alzamos sobre los hombros de auténticos gigantes: los hombros de miles de seres humanos anónimos que colaboraron entre sí y no se dejaron llevar por el fatalismo. Porque el futuro no está escrito sobre piedra, lo escribimos nosotros cada día de nuestras vidas.
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