Opinión
Un ejemplo de la violencia que avanza en espacios seguros
Periodista y escritora
Estamos en una comida de celebración. El día es soleado, nos hemos juntado un grupo de amigas y algunas no tan conocidas, acompañadas de sus maridos. Hay criaturas correteando dispuestas al rasguño, unas brasas, bebidas en hielo, conversaciones cruzadas, el campo. Pululo y me siento en una de las mesas sin darme cuenta de que apenas conozco a las otras cuatro personas que la comparten conmigo. Saludo. Uno de los tipos se declara de centro-derecha. Pienso y no digo que cualquiera que se declara de centro derecha tiende a ser un fachita. Juro que no lo digo. Quizás lo piense fuerte, lo suficientemente fuerte como para que el tipo siga insistiendo en algunas cositas relacionadas con algo que denomina la “izquierda radical”. Pienso y no digo que cualquiera que hable de la “izquierda radical” se está refiriendo a la izquierda más bien tibia de este país. Juro que no lo digo.
Vamos tratando solo con personas con las que compartimos ciertos códigos. En mi caso, ese grupo de personas es bastante amplio. Mi trabajo me obliga a tratar con personas de muy diverso pelaje. También con aquellas que se consideran “de centro-derecha”, o sea, tendentes al fachitismo. Sin embargo, ahí están los códigos de comportamiento, de relación, y esos los compartimos. Me doy cuenta hasta qué punto cuando el tipo me ordena que me calle.
Todo empieza con una frase. En el centro de la mesa hay una fuente redonda llena de fresones. El hombre agarra uno, lo sostiene como si fuera a recitarle un poema y después levanta la vista hacia quienes nos sentamos con él. "Antes, hace un tiempo, muy poca gente podía comer esto". Mira a la fresa como lamentando que haya perdido su carácter exclusivo, su entidad de producto de lujo. Siento y no expreso una punzada de desagrado que quizás sea un poco evidente. "Se trata de la oferta y la demanda", añade como quien regala un sesudo análisis, quién sabe si económico o prebélico. "Se trata más bien del aumento de la producción, del proceso y lugar de cultivo y de las condiciones de la mano de obra", respondo. Lo hago sin demasiado énfasis. En ningún momento se me ocurre la posibilidad de mantener una conversación con ese señor, cuánto menos una discusión.
"No quiero hablar contigo", responde él airado. Algo se me tensa entre el pecho y el estómago. No esperaba el zarpazo. Siento la corriente de violencia que parte de su mirada y sus palabras para estamparse contra mi presencia. "¿Perdón?", acierto a decir. Me ha pillado con la guardia baja, no lo he visto venir. "No quiero hablar contigo, todo lo politizáis". Podría preguntarle quiénes, yo y quién más. Nadie me acompaña, nadie más ha hablado. Su plural me coloca en un lugar que nada tiene que ver con la alegre comida de campo que el resto disfruta entre risas al sol de esta primavera ya estival.
Pese a que me siento violentada, trato de mantener la calma, y creo que lo consigo: "Me parece una falta de educación". Él me mira con una violencia que evidentemente viene de otro lugar, de otro momento. Nuestra conversación no ha tenido tiempo, ni muchísimo menos, de generar una respuesta de tal agresividad. Mi actitud, más bien pasiva, menos. Apenas llevo sentada un par de minutos a su mesa cuando sucede lo que narro. Y, para más inri, es él quien ha empezado hablando de su "centro-derecha" y la "izquierda radical", o sea de política. Es cuando trato de decir —quién sabe por qué estupidez— que no entiendo a qué viene su grosería cuando me espeta el "cállate" que me deja pasmada. En ese estado, pasmada, me levanto de la mesa y me alejo. Me alejo de él y también de todas las personas que están celebrando el hecho de estar juntas, de que las criaturas corran y se caigan, de que el verano se nos eche encima.
Necesito digerir esa ruptura en los códigos de comportamiento que creía compartir con todos los presentes. Necesito distanciarme porque tengo la amarga sensación de que esa es una primera vez, que habrá más. Una aprende a catalogar las agresiones. Yo sé cuándo una agresión —y lo que acabo de vivir lo es— supone un hecho aislado y cuándo forma parte de algo mayor. Ese tipo maleducado, agresivo y, sí, fachita, no es un caso aislado. La diferencia es que esta vez me ha tocado en un territorio en el que no lo esperaba. Es decir, que los veo actuar en muchos sitios, sobre todo en los espacios políticos, en las maneras de los diputados y diputadas sobre todo del PP y Vox, en el tono de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, también en los medios de comunicación. Siento que algo ha franqueado la barrera de lo cercano, de lo amigable. Siento una invasión. Siento que algo está cambiando, el avance agresivo de ciertas formas de violencia política en los espacios íntimos, en los que fueron seguros.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.