Opinión
Dominique Pélicot no es un monstruo
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
A lo largo de mi vida he participado en dos campañas electorales y lo más complicado fue, aparte de sobrellevar el ego de algunos candidatos, aprender a equilibrar con un discurso matizado el tono mitinero que se espera de toda campaña. Lo sencillo y cómodo es apelar a los tuyos, tirar de los greatest hits y conseguir el aplauso entusiasmado en el mítin, pero el quid de una elección está en ganarte a la mayoría y no solo a los ya convencidos. Así que al final no queda más remedio que aprender a matizar propuestas, a modular el lenguaje, a explicar lo que se quiere decir, a tratar de no asustar o evitar caer en polémicas que te arrastren a discusiones viciadas de antemano. Con el feminismo pasa lo mismo: que muchos de los eslóganes que desde dentro se interpretan a la perfección parecen sonar desafinados o chirriantes para quienes no estén acostumbrados a su melodía. Y entonces volvemos a resucitar viejas discusiones vacías de contenido o ya agotadas en las que la pedagogía y las explicaciones se pierden entre tantos golpes de pecho y not all men.
No voy a negar que cuando escucho expresiones del tipo “los hombres son violadores en potencia” me pongo tensa, no porque me parezca que esta expresión no sea correcta o o descriptiva, sino porque me parece que necesita ser matizada y explicada con calma, sobre todo cuando se dice algo tan contundente y descontextualizado en la esfera pública, especialmente en un programa de televisión donde priman los gritos y los zascas y corres el riesgo de que frases de este tipo se vuelvan como un boomerang contra nosotras. Y ya tienes la polémica de la semana montada donde los argumentos se replican con victimismo y nadie parece querer escuchar ni aprender porque es mucho más viral y popular hacerse el ofendido o lanzar un tuit ingenioso. Mirad, estoy escribiendo estas líneas y al mismo tiempo estoy cayendo en la contradicción, pues en mi cabeza no paro de repetirme que estoy (estamos) harta(s) de tener que educar a los demás, y me pregunto que por qué tenemos que estar siempre explicándonos, matizando y haciendo pedagogía. Pues porque en eso precisamente se basa el cambio social, en aprender. Y para aprender alguien tiene que enseñar.
La expresión “los hombres son violadores en potencia” lo dice todo y a la vez no dice nada. Es un eslogan pegadizo y vacío de significado que se puede llenar con cualquier cosa y que se arriesga a ser interpretado, si se suelta de forma descontextualizada en un medio o ante el receptor inadecuado, como una apelación esencialista en la que se defiende que hay una forma natural de ser “hombre” -la violencia- frente a otra forma natural de ser “mujer” -la ternura, los cuidados-. Ya sabéis, los hombres son de Marte y las mujeres blablablá. Y en medio de la refriega y la andanada que monta la machosfera cuando se siente insultada -pues vive y se crece gracias a los malentendidos- es muy difícil hacerse escuchar para matizar que los conceptos “hombre” y “mujer” son construcciones sociales y que el patriarcado ha modelado absolutamente todas las formas en las que nos relacionamos, vivimos, pensamos y hasta follamos. Y que lo que queremos decir es que existe algo llamado la cultura de la violación de la que participamos todos como sociedad, -la ciudadanía y las instituciones-, que justifica, condona y hasta alienta la violencia sexual contra las mujeres -pero también contra los menores de edad y otros hombres-. De ahí la importancia del matiz, de la pedagogía, de la discusión serena... hasta que te enteras del caso Pélicot y entonces toda esta discusión política y filosófica se transforma en pena e indignación mientras te consume esa terrible sensación de que vivimos un bucle eterno de violencia contra las mujeres en el que ya no caben los matices, solo la pura rabia.
Tras conocer los detalles de la tortura a la que fue sometida Gisèle Pélicot durante casi diez años por quien fue su marido y padre de sus tres hijos e hijas puedes sentir como a tus labios acude sin pensarlo la palabra “monstruo” para describir al torturador de Gisèle. La tentación de pensar a Dominique Pélicot como alguien monstruoso, un ser malvado y excepcional que se escapa de la norma social, que desborda los marcos racionales del comportamiento aceptado y aceptable -como Dennis Rader practicando con una cuerda cómo hacer nudos con los que asfixiar a sus víctimas mientras ve la televisión con su esposa una noche cualquiera-, es enorme. Es el cuento que nos contamos por la noche para irnos a dormir más tranquilas, es la mentira consoladora. Porque Dominique no actuó solo, otros ochenta y tres hombres acudieron durante casi diez años a violar a Gisèle mientras esta yacía inconsciente, con la mente ausente pero no el cuerpo, que se quejaba de dolor. Durante casi diez años ochenta y tres vecinos de Gisèle, de todas las edades, procedencias, niveles educativos y bagajes acudieron, al menos una vez, a casa de los Pélicot para violar a Gisèle siguiendo de manera escrupulosa y fiel las instrucciones de su torturador para no dejar pruebas de lo que le habían hecho a su víctima.
Durante casi diez años en un pueblo, Mazan, de a penas seis mil habitantes, estos ochenta y tres hombres construyeron una hermandad de solidaridad, una omertá de silencio tan potente que treinta y dos de ellos todavía no han sido identificados ni detenidos. Otros tres hombres más se negaron a participar pero ninguno de ellos levantó la voz de alarma y con su silencio dejaron que el horror y las torturas a Gisèle continuaran. En un pueblo de seis mil personas no puede haber ochenta y seis monstruos. Ni Dominique ni los ochenta y cinco hombres restantes son, por tanto, la excepción, sino que son la norma.
Desde Zeus adoptando la forma de un toro para violar a Europa hasta el beso forzado a Jennifer Hermoso podemos trazar una línea clara que muestra a la perfección cómo hemos construido una sociedad que ha dado forma a una cultura que alienta y entiende que los hombres tienen derecho a acceder al cuerpo de las mujeres como y cuando quieran, y donde el deseo, la mirada y la voluntad masculina se anteponen e imponen a la mirada, el deseo y la voluntad de las mujeres. Esta construcción cultural es la que explica, por ejemplo, los feminicidios de Ciudad Juárez o los abusos de la Iglesia Católica a menores tolerados y silenciados durante décadas, o los crímenes de honor o la obsesión por la virginidad femenina y el body count o la existencia de la(s) Manada(s) o el burka... pero sobre todo explica la indiferencia que, como sociedad, mostramos ante la violencia naturalizada y cotidiana que sufren las mujeres.
Si nos damos un paseo por los periódicos nacionales solamente en esta segunda semana de septiembre nos encontramos con siete empresarios murcianos que prostituyeron a menores vulnerables y que van a librarse de la cárcel pagando indemnizaciones ridículas a sus víctimas, con un tipo que le ha pegado fuego a su novia en Vigo del que hemos sabido también que tuvo una pareja que supuestamente se suicidó de un disparo en la cabeza a pesar de que la única persona que tenía acceso a las armas de fuego fuera el ahora detenido, mientras que otro hombre le ha amputado la mano a su esposa en Cataluña y se ha dado a la fuga, que la mujer cuya desaparción su esposo falsamente había denunciado fue hallada muerta en un zulo de su propio hogar y que al fin se va a investigar como un feminicidio la muerte de Ana Buza, de 19 años, después de que su familia peleara durante años denunciando que la investigación se había hecho de forma chapucera y prejuiciosa. Todo esto ha ocurrido en una semana y solo en España. Y no pasa nada, estas noticias no abren los noticiarios, ni nos quitan el sueño, ni hay guardias armados protegiendo a las mujeres por la calle, ni se decretan medidas extraordinarias, ni se abren comisiones de investigación, ni se hacen ya casi comparecencias institucionales.
Y es esta cultura, este pensamiento hegemónico -que no necesariamente mayoritario- lo que el feminismo ha venido a destruir y a abolir, y no a los hombres, como la propaganda ridícula de la manosfera y la reacción nos quieren vender. Por eso es importante que evitemos caer en la trampa de ciertos debates bizantinos alimentados por quienes les interesa que el feminismo y el discurso político queden caricaturizados como una guerra entre los sexos, como una pelea entre hombres y mujeres. Pero al mismo tiempo debemos y tenemos que exigir al conjunto de los hombres que den un paso al frente y comiencen a denunciar una cultura que les privilegia y que da coartada y aliento a los Dominique Pelicot que habitan este mundo, y tienen que hacerlo para que los ochenta y seis hombres de Mazan dejen de ser la norma y se conviertan en la vergonzosa excepción.
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