Opinión
Dios, patria y gimnasio
Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
Actualizado a
Pensé que había elegido mal el gimnasio, situado cerca de Puerta de Toledo y al ladito de un edificio donde trabajan ciertos funcionarios del Estado con poca fama de ser oyentes de La Raíz, y que por eso era tan habitual ese culto extrañísimo al cuerpo a caballo entre el erotismo narcisista, la disociación mental de creerse un templario y ver Cuarto Milenio durante la cena de los miércoles; sin embargo, más tarde descubrí que el territorio comandado por los chavales obsesionados con mirar a todo Dios por encima del hombro no era solo ese gimnasio, sino todo el mundillo fitness en general.
Está fastidiado ponerse fuerte, chavales. Hablaba hace poco con unas amigas, de esas normales que no suelen tomar creatina para merendar, sobre lo incómodo que les resulta ir al gimnasio. Más allá de la eterna sexualización que sufre la piba media que quiere ir a hacer pesas, me comentaban que les incomoda mucho el ambiente general misógino que se respira en el gym, donde existen unos códigos de conducta concretísimos y se sienten como con los viejos chistes de hombres en los que se bromea sobre la mujer que se caga de miedo al conducir por el centro de una gran ciudad en hora punta. ¿Sabéis qué suelen hacer para evitar sentirse perpetuamente tuteladas y paternalizadas? Apuntarse a los centros deportivos públicos enfocados a la tercera edad, donde tienen muchísimas menos máquinas y herramientas para entrenar que en un gimnasio al uso, pero solo se cruzan con señoras que quieren hacer zumba en lugar de con fuertotes obsesionados con enseñarles a hacer press de banca y follárselas.
Es cierto, obviemos ahora la hipérbole del primer párrafo, que el tema de hacer deporte se ha generalizado – para bien – y cualquier persona puede apuntarse a hacer pesas y correr un rato en la cinta, sin embargo, la narrativa del gimnasio, el trabajo duro y la cultura corporal se ha convertido en un elemento de distinción más de la derecha; con solo un vistazo a las redes sociales, donde proliferan centenares de creadores de contenidos especializados en el fitness y la hipervigilancia de la alimentación, veremos que la cultura gymbro se ha transformado en un arma arrojadiza más de la trinchera de los basaditos de Twitter.
Al cometer el error de buscar información sobre gimnasios y disciplina alimenticia, el algoritmo de mi Instagram comenzó a recomendarme un montón de personas rarísimas, todos ellos – en masculino, claro – con unos trapecios como curvas de la AP-7 y una reincidente falta de densidad capilar pese a su juventud, que me trataban de colar entre la información deportiva que buscaba – rutinas de pecho, mejores ejercicios de cardio, series para brazos – un extraño discurso empapado en cera fascistoide y reaccionaria.
Mediante lecciones simplonas de estoicismo – ¿por qué ninguno ha entendido a Epicteto? – o con discursos abiertamente supremacistas, desde la pantalla de mi teléfono trataban de convencerme de que me pusiera como un oso para convertirme en un hombre de provecho que se levantara a las seis de la mañana para ducharse en hielo, formar una familia con una mujer con un body count bajísimo y almacenar latas de magro en la despensa para prepararme ante la segurísima invasión por parte de Marruecos: os juro que por un momento estuve a punto de tirar las pesas por la ventana, pero me dio miedo matar a alguien y que vinieran los usuarios de mi anterior gimnasio a detenerme.
La derecha internetera, desnortada y supremacista ha convertido el ejercicio en un arma cultural más; bajo el discurso de Dios, patria y gimnasio, se han apropiado del mundillo del fitness hasta reducirlo a un reducto de frikis insanos que se creen con la capacidad moral de juzgar a nadie por los rollos enfermizos de los fenotimos.
Hay notables excepciones como el youtuber Mozo Yefimovich, evidente progre – o eso dicen en los comentarios de sus vídeos – que está como un rinoceronte y nos invita a levantar hierros hasta ponernos fuertísimos, pero chavales como él hay bastante pocos.
Al haber cedido también este espacio, la ola reaccionaria ha encontrado en este campo, al que es perfectamente normal que se acerquen chavales corrientes con ganas de ponerse fuertes, un caldo de cultivo perfecto para convertir a gente interesada en echar espalda en auténticos incels reaccionarios: empiezas viendo los vídeos de estos influencers nacionalculturistas porque te interesa aprender alguna rutina efectiva, pero acabas convertido en un histriónico basadito que cree que solo echará un polvo el día que consiga invadir Jerusalén.
Intentemos recuperarlo, por favor.
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