Opinión
Los días en los que casi, pero no, desaparece el Patronato de Protección a la Mujer
Por Andrea Momoitio
Periodista y escritora
-Actualizado a
El otro día, tomando un café con Consuelo García del Cid, la escritora que más ha aportado a la recuperación de la memoria de las mujeres víctimas de los reformatorios franquistas, le dije que creía que, por fin, había llegado el momento del Patronato de Protección a la Mujer: “Ya se ha puesto de moda, Consuelo”. Ha llovido mucho desde que ella, en 2012, publicó Las desterradas hijas de Eva.
Últimamente, y siempre con el trabajo de García del Cid de referencia, se ha escrito mucho sobre este sistema de ‘servicios sociales’ franquista para niñas y adolescentes. Este medio, de hecho, es una de las cabeceras que más se ha ocupado del tema. García del Cid no estaba del todo de acuerdo conmigo. Se está hablando mucho del Patronato, sí, pero todavía no lo suficiente.
Resulta muy complicado entender bien cómo se organizaban los reformatorios durante la dictadura. El Patronato de Protección a la Mujer: Prostitución, Moralidad e Intervención Estatal durante el Franquismo, la tesis de la profesora Carmen Guillén Lorente, es una de las grandes referencias teóricas a la que nos asomamos todas para descubrir qué, cómo, dónde, quién y por qué se permitió que, durante tantos años, las niñas y las adolescentes españolas pudieran estar tan desprotegidas.
Cada vez hay más información, sí, pero sigue sin ser suficiente. A veces es escasa y, otras veces, confusa. El Patronato, reformulado en 1941, no desaparece por completo hasta 1985. En palabras de Guillén, “las jóvenes que permanecieron recluidas hasta esa fecha vivieron una transición tardía y silenciosa. Tardía porque hacía casi diez años que Franco, y con él su régimen, habían muerto; y silenciosa porque la institución pasó casi inadvertida para una sociedad que ya se movía al ritmo de la democracia”.
Pero, bastante antes de que se traspasaran “las funciones y servicios en materia de protección a la mujer a cada comunidad autónoma” hubo un momento en el que parecía que el fin del Patronato estaba a punto llegar. La Transición pudo traer cierto respiro a las mujeres españolas y, efectivamente, así fue en algunos ámbitos, pero los cambios que se exigían en este sentido no se ejecutaron a tiempo.
Jaime Cortezo, nombrado presidente del Patronato en 1978, llegó al cargo con ganas de cambio. El político y jurista, “demócrata cristiano de pura cepa”, declaraba en una entrevista a El noticiero universal que se esforzaría para que el Patronato “se modernice, se agilice y cumpla lo mejor que pueda con su función, siendo de verdad una ayuda, sin paternalismo, para muchas mujeres”.
El autor de Situación jurídica de la mujer casada contaba entonces a la prensa que las mujeres que estaban tuteladas por el organismo llegaban por tres vías: “Unas vienen por propia voluntad, suelen ser muchachas sin medios para ganarse la vida, muchas analfabetas, o abandonadas por un hombre mayor que ellas con el que han tenido un hijo al que se creen incapaces de alimentar y educar”; las que llegaban por imposición de su familia y las que eran acusadas de ejercer la prostitución. Parecía mostrar un propósito firme por cambiar la institución, pero no lo hizo. Ni siquiera logró cambios simbólicos.
La prensa recoge en varias ocasiones su intención de convertir el Patronato en el Instituto de Promoción de la Mujer. De hecho, como recogen varios medios, Cortezo presentó en el Ministerio de Justicia el borrador de un anteproyecto de Ley para derogar la anterior.
Los objetivos del presidente eran tres: estudiar las normas jurídicas discriminatorias con las mujeres, modificarlas y mejorar los establecimientos. Entonces, según declara Cortezo, contaban con 123 centros y acogían a alrededor de dos mil mujeres, todos gestionados por órdenes religiosas.
El borrador para la transformación del Patronato en el Instituto de Promoción de la Mujer no preveía la continuidad de las órdenes, pero tampoco su exclusión: “Lo que sí es claro es que la Ley prescinde de todo concepto moral religioso”. Él, un “demócrata cristiano de pura cepa” se mostró muy iluso con esas declaraciones.
Durante los primeros meses de su mandato, Cortezo visitó muchos de los centros. Al parecer hizo una encuesta entre las internas: “De todo esto, han surgido una serie de problemas que hay que resolver, principalmente los relativos a la alimentación, estancia e higiene de los centros; disciplina y preparación pedagógica que se le debe dar para que salgan del Patronato con una buena preparación cultural, cívica y laboral”, decía. Un análisis mucho más naif de la situación de los centros que el que hacen las internas, desde luego.
Los cambios planeaban en torno al Patronato, pero tardaron mucho en alcanzarlo. En diciembre de 1978, El Diario de Burgos informaba que, a partir del Real Decreto Ley 33/1978, de 16 de noviembre, sobre mayoría de edad, las mujeres mayores de 18 años que seguían en centros del patronato tenían la oportunidad de abandonarlos. Al parecer, según datos ofrecidos por el propio organismo, alrededor de doscientas decidieron quedarse y 69 se marcharon aquellos días de los centros.
Llegarían algo más lejos que el borrador de la ley de Cortezo, que no llegó a ningún lado. “Parece que la delicada tesitura política del momento dificultó”, según escribe Carmen Guillén Lorente, “que el proyecto fuera tramitado en la legislatura que comenzaría en 1982. Para esa fecha, la tupida red de edificios y comunidades religiosas desplegada durante la dictadura continuó, aunque atenuada, manteniendo sus funciones vitales”.
La complejidad de un organismo como tal, por el que pasaron miles de mujeres con circunstancias muy distintas, es evidente, e investigar sus tentáculos es complicado. Inmaculada Valderrama tuvo que matarse en uno de los centros, en 1983, para que alguien decidiera mover ficha con convicción. Todo llega más tarde para las mujeres
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