Opinión
Carta de amor a una hija que empieza el cole
Periodista
Cuando este artículo salga publicado yo ya te habré dejado por primera vez en una fila repleta de cabecitas peludas que gritan y lloran implorando clemencia. No sé qué harás tú, aunque intuyo que dirás mi nombre y saldrás corriendo detrás de mí. Para las criaturas más pequeñas la imagen del inicio del curso escolar tiene poco de divertida y se parece más a un drama que a una comedia, aunque los informativos de Antena 3 se empeñen en contarnos lo contrario. Yo tendré que volver a colocarte en la fila, te daré un abrazo furtivo y giraré sobre mis talones sin mirar atrás, evitando muchos aspavientos de despedida -tal y como nos recomendaron con insistencia-. Tendré que dejarte allí, aunque estés desconsolada, tendré que mostrar tranquilidad y seguridad, tendré que sonreír, ser resolutiva. Tendré que mirarte a la cara y asegurarte que te van a cuidar y que te lo vas a pasar genial. Obviamente, esto te lo digo a ti, pero, sobre todo, me lo digo a mí. Te prometo que lo haré lo menos doloroso posible. No sé si aceptarás estas nuevas condiciones de vida o si, por el contrario, las vivirás como un abandono. Tu primer abandono. Tú ya sabes que vas a ir al cole de mayores porque hablamos de ello a menudo, pero me temo que no te cabe en la cabeza que la próxima vez ni yo ni tu padre entraremos contigo. Y así serán todas las siguientes, y cada día más horas, hasta que las dos nos olvidemos de la sensación de abandono que nos dejó sin aire aquel lunes 11 de septiembre a las 10 de la mañana.
Las madres más experimentadas me dicen “prepárate para los lloros”. Las más duras me recomiendan “no ceder ante el chantaje”. Pero ¿cómo se hace eso? Tú ni siquiera has ido a la guardería. Eres una rara avis en los tiempos que corren. Llevo toda tu vida justificándome por una decisión que genera mucha más polémica que la contraria, porque matricular a una criatura en una escuela infantil a los pocos meses de vida es lo habitual y casi la única alternativa que tienen hoy en día las familias trabajadoras. En nuestro caso, una mezcla de oportunidad, miedo y compasión permitieron que estuvieses casi tres años alejada del sistema escolar. La oportunidad de tener abuelos jubilados disponibles, teletrabajo y un padre con horarios compatibles con la vida. El miedo a las noches sin dormir que nunca se acaban y el temor a -más- complicaciones derivadas de virus intermitentes. La compasión hacia una niña que siempre me ha parecido demasiado pequeña comparada con las de su edad -eres de diciembre-, demasiado frágil, demasiado mía. Hija única hasta la saciedad. Pero como todas las decisiones arriesgadas esta tampoco estuvo exenta de complicaciones. Los últimos meses antes del verano, cuando ingresaron a tu abuela por una sepsis, tuvimos que buscar una solución de urgencia para que yo pudiese trabajar. Encontramos un centro pedagógico en donde compartiste espacio con un grupo reducido de niños y una profe amorosa que te miraba a los ojos y te aseguraba que mamá no se iría si tú no querías. Y así lo hacía yo, intentando redactar mi TFM, un artículo o un guion, con el ordenador sobre las rodillas en un sofá gris desde donde podía verte a través de una mampara de cristal. Tú salías cada dos por tres a abrazarme, te subías a mi regazo, me pedías teta. Te seré sincera: hubo muchos días en los que yo estaba agobiada hasta el extremo, y profundamente arrepentida por no haberte llevado a un lugar que me concediese el privilegio de tener tiempo para mí. Desde diciembre de 2020 mis horas productivas las rasco por aquí y por allá, de día y sobre todo de noche. Trabajo todos los sábados y todos domingos. Cada vez más, la promesa del tiempo personal habita en mí como un faro que ilumina nuevos proyectos esbozados en una nota del móvil.
Pensaba que ya no te acordarías de aquel sitio tan bonito (que tuvimos que pagar) pero el otro día, antes de ir a la reunión en el que será tu colegio hasta 6º de Primaria -si nada se tuerce- me miraste taciturna y me dijiste “mami, yo quiero ir a mi cole de bebés”. También me preguntaste por tu amigo que tan bien te cuidaba, el que te daba la manita siempre para subirte al tobogán y te esperaba en la puerta para que no tuvieses que cruzar el pasillo sola. El que compartía contigo sus palitos de pan y sus regañás. “Mami, quiero ir al cole con Luca”. Y la culpabilidad me hizo una bola a la altura del pecho. Porque después de darle un millón de vueltas a la elección del cole, tal como conté aquí, por primera vez desde que naciste, he pensado más en mí que en ti. O, al menos, he pensado más en la comodidad familiar a la larga que en la seguridad que podría darte ir al cole con un amiguito. La escuela a la que va él nos queda demasiado lejos para ir andando cuando empiece la temporada de lluvia. Y demasiado cerca para atravesar la ciudad en coche a primera hora de la mañana, lo que me obligaría a levantarte antes, con lo agotador que me resulta sacarte de cama y vestirte a tus dos años de rabietas eternas. Pero también nos obligaría a tu padre y a mí a alquilar otra plaza de garaje, a conseguir otro coche. A incrementar nuestros gastos. El otro colegio que estaba en las quinielas, aquel del que nos enamoramos y por el que sin duda hubiésemos hecho el esfuerzo, se ha quedado sin plazas. En este centro, como en tantos otros colegios públicos de Galicia, han dejado una única aula de Cuarto de Infantil llena hasta los topes y eso, a pesar de que tiene unas instalaciones enormes, y de que en nuestra ciudad cada año nacen menos personas. Sí, os llamo personas porque eso es lo que sois los niños y las niñas, aunque a nuestra clase política no se lo parezca en absoluto.
Es lamentable comprobar cómo la baja natalidad no se está aprovechando en ningún caso para reducir grupos y ofrecer la mejor educación posible a las criaturas al tiempo que se genera empleo público de calidad. En la educación pública española, como en cualquier empresa privada, vivimos desde hace muchos años bajo el dogma de la máxima rentabilidad. A quienes legislan les parece muy sensato que una sola profesora atienda a 25 niñas y niños de 3 años en condiciones de seguridad porque, sin duda, ni los menores votan, ni las mujeres le importamos a nadie. De contar con ratios reducidas en los primeros ciclos de Infantil (de entre 6 y 8 niños) ni yo habría dejado a mi hija sin guardería, ni otras muchas madres andarían estos días con el nudo en el pecho. No son pocos los niños que necesitan una atención especial y aunque existen profesoras de apoyo, no suelen ser más de dos para todas las clases de los tres cursos de Infantil. Entregar a la persona que más quieres a una completa desconocida que tiene que atender a 20 más a la vez no es ninguna tontería. Y si no pasan más desgracias en los centros educativos con las ratios actuales, es porque tenemos a profesionales que ejercen su trabajo con un enorme grado de responsabilidad. Y, por eso, cuando hablamos de educación pública de calidad conviene más fijarse en las ratios y menos en las metodologías innovadoras. Igual que la nueva legislación ya obliga a los centros de mayores y discapacitados a aumentar ratios de personal hasta en el 60% - contarán con un cuidador para cada dos internos de aquí a 6 años- estoy convencida de que algo se podrá hacer para que las niñas estén más atendidas y sus familias más tranquilas.
Sea como sea, y esperemos que sea lo mejor posible, a partir de este lunes tú vas a empezar una nueva vida. Una vida en la que yo no estaré disponible constantemente, una vida con otras personas que no serán tu familia pero que resultarán significativas para tu desarrollo, para tu educación y para tu felicidad. Una vida con sus propias reglas y dinámicas que a mí me serán ajenas. Ya no seré yo la que resuelva la mayoría de tus dudas ni la primera en responder a todas tus preguntas sobre física, química y biología (¿qué come el melocotón? ¿por qué resbala el agua?, ¿a qué huelen los pedos?). Quizá alguien te explique antes que yo que en realidad tu mamá no ha puesto ningún huevo y que tú no puedes ser la hermana de un dinosaurio. Que ellos se han extinguido, y que nosotras somos mamíferas. Ya no seré yo quién te coloque las pinzas cuando el pelito se te meta en los ojos, ni la que te suene los mocos con cuidado, ni tampoco estaré para ayudarte a subirte la ropa después de hacer pis. A fuerza de necesidad, algunas cosas aprenderás a hacerlas sola. Tampoco estaré para sostenerte siempre que te desbordes, cuando tus emociones sean mucho más fuertes que tu incipiente razón. Tengo muchos miedos, como todas las madres primerizas, y algunos multiplicados por mil, como todas las madres de niñas. Todo me abruma y todo me emociona. Porque también tengo ganas de que llegues del colegio y me cuentes tus anécdotas, tus juegos y conflictos, y por eso me repito como una plegaria que estarás bien y que esto que hemos creado tú y yo te servirá para afrontar todo lo que venga. No estaré allí, pero estaré en ti.
Pasará el período de adaptación, pasarán los primeros meses, llegarán las vacaciones de Navidad, la Semana Santa y el fin del curso de tu primer año escolar. Oficialmente ya no serás una bebé, aunque para mí siempre serás mi bebé. Los informativos de Antena 3 volverán a los patios como cada año para preguntar a los más pequeños por sus planes de verano. A mí encantaría que tú fueses de esas que responden “tengo muchas ganas de estar con mis padres, pero voy a echar mucho de menos el cole porque me lo paso genial y tengo muchas amigas”. Eso, sería un gran éxito.
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