Opinión
El aterrador silencio de los pueblos
Periodista y escritora
La orquesta anuncia media hora de descanso, la Plaza Mayor del pueblo se vacía de jubilados y familias y los jóvenes la toman al asalto al ritmo de un dj improvisado que pincha algo “latino”, la toman con la edad alborotada y ya en el cuerpo las primeras dosis del cóctel de sustancias con el que acabarán la noche. En uno de los cuatro lados de la pequeña plaza, la “comisión de festejos” ha improvisado, como cada año, una barra con un tablón sobre dos neveras de bebidas. Pese a que la población del lugar no alcanza los 20 habitantes, la Fiesta Mayor puede juntar hasta dos centenares de personas, entre los que llegan a pasar la semana de agosto a casa de sus mayores y los visitantes de otras localidades cercanas que acuden al calor de una orquesta que a la semana siguiente tocará debajo de sus balcones.
El centro de la barra lo ocupa un grupo de hombres, alrededor de una docena, de entre cuarenta y sesenta y tantos años, evidentemente ebrios. Todos son padres, tíos, hermanos, nietos, abuelos o amigos de algunas de las personas que abarrotaban la plaza y ahora, con el parón de la orquesta, han aprovechado para ir al baño, a echar un ojo a las criaturas que duermen, a refrescarse un poco o a retocarse el carmín. El pueblo son cuatro calles y una plaza, así que todos se conocen. Y si llega alguien nuevo, con más razón, por nuevo.
Pero este año, más allá de alguna novieta y algún noviete llegados de la capital para acompañar a los hijos de tal o cual familia, no hay forasteros en la Fiesta Mayor. Así que todo el mundo podría haberse dado cuenta de cómo Juan, el de los Grallas, le ha soltado un piropo de mal gusto a una de las chavalillas jóvenes que bailan al ritmo del dj. Risotadas entre los acompañantes. Después otro —más risotadas—, y más tarde, ha estado a punto de enzarzarse en una pelea porque uno de los chicos le ha parado los pies. “Se va a comer los mocos, ese mierda”, y bravuconadas así. Pero todos dan por hecho que, como siempre, cuando uno va tan mamado, no se pelea ya por simple pereza, por no estropear la siguiente copa, las carcajadas con los amigos, quién sabe si un par de rayas, “como entonces”. Todo el mundo podría haberse dado cuenta también de cómo mira a su mujer, Andrea, y de cómo a ésta el terror le hace un molde en la cara.
Tiempo más tarde me comentaría: “Yo le conocía los ojos, cuando bebía le cambiaba la mirada, y yo ya sabía que, si no se liaba a hostias con nadie en la calle o en el bar, era que las hostias me las reservaba a mí para la noche”.
La primera vez que fui a la fiesta mayor de ese mismo pueblo habían pasado cinco años desde aquel momento. Efectivamente, como se temía Andrea aquel verano, las hostias se las había guardado a ella. No habían sido unas hostias nuevas ni distintas, ni más fuertes ni más suaves de lo habitual, los mismos golpes rabiosos de un malnacido ebrio, pero que aquella vez tuvo la mala fortuna de que, en una de las caídas por un puñetazo, Andrea quedara inconsciente. Y posiblemente tampoco sería la primera vez que la noqueara y la dejara en el suelo, pero en esa ocasión resultó que una de las sobrinas del matrimonio —en la casa dormían los tres hermanos, sus esposas y las criaturas— fuera ya lo suficientemente mayor o, quién sabe, se asustara lo suficiente, como para pegar un alarido que despertó a toda la casa.
Con Andrea en el suelo inconsciente y las criaturas despiertas, ya nadie pudo disimular por más tiempo los golpes, las broncas, las moraduras, las heridas y todo lo que llevaban años callando. Callando la familia, callando los amigotes del pueblo, callando las familias de los amigotes. O sea, callando todo dios en aquel pueblo del que se desterró a la mujer por denunciar a Juan, el de los Grallas, divorciarse de él y explicarles a sus hijos las razones.
Cada verano me acuerdo de Andrea, de cómo cinco años después de la paliza y la consiguiente separación, nos pidió que la acompañáramos a la Fiesta Mayor del pueblo. Nos dijo que no se atrevía a ir sola, pero que quería ir, que no quería que nadie le negara el paso a ningún sitio, que no quería sentirse ni que sus hijos la creyeran castigada por decir “Basta”. Lo hicimos, para gran disgusto de todos los presentes. Bailamos, bebimos y volvimos a bailar. Nadie osó dirigirnos la palabra. En la barra improvisada con un tablón había una docena de hombres acodados a los que no miramos ni una sola vez. Cada verano me acuerdo de Andrea y del aterrador silencio de los pueblos.
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