Opinión
Aprender a separarse
Periodista
-Actualizado a
Hace meses conocí a Ana María Pérez del Campo y me contó cómo ella, con hijos a su cargo y que huyó del matrimonio, fundó la primera asociación de mujeres divorciadas de España en pleno franquismo. Con dos hijos, y embarazada de un tercero, tardó nueve años en obtener su nulidad matrimonial. En este 2021 que cerramos se han cumplido cuarenta años de la ley del divorcio. Uno de esos logros que el feminismo ha traído no solo para las mujeres sino del que también se han beneficiado los hombres.
Este año he asistido a innumerables divorcios. Hay especialistas que dicen que las horas de convivencia durante la pandemia pasaron factura, descubriendo cosas en las que no reconocían a su pareja. Ahí arranca la etapa de incertidumbre donde esperas un milagro que arregle todo o que devuelva a esa persona que conociste en el pasado, mientras ya no te puedes agarrar a nada, ni a palabras, ni miradas de cariño, ni reconocimiento ni admiración. Es la sequía absoluta. Y es probable que todo empezara antes de aquel crujido frío y seco que sientes un día, como cantaba Rocío Jurado. Ese día en el que asumes la certeza del derrumbe, porque los pilares que lo sostenían ya cayeron.
Y tras ese crujido pasan a veces semanas, meses o años pensando si adoptar o no la decisión. Recuerdo que un amigo me decía que para él lo más difícil era separarse de sus hijos y le respondí que quizás era la oportunidad de no ver siempre a un padre enfadado consigo mismo y con ellos. Otros se atrasaban por esa obligación social de permanecer y esa dependencia al qué dirán. Otros porque siguen pensando en el divorcio como un fracaso personal y no como una oportunidad.
Pero de todos los casos que he visto a mi alrededor, con divorcio o sin él, con papeles o no, en cualquier separación hay una sensación de estar al borde del precipicio, de salto al vacío, de avanzar como quien pasa por un campo de minas intentando que nada explote. El momento en que miras a tu pareja y le dices hasta aquí nunca se olvida. El momento en que lo escuchas de tu pareja tampoco. Y luego, la primera noche a solas y todas las primeras veces sin la otra persona. Se abre un camino que se recorre desorientado unos kilómetros. A veces, atravesado por un dolor extremo de abandono o, en otras, por una sensación de liberación. A veces, incluso hay una tercera persona, amante, que espera el divorcio como una oportunidad, pero luego cae en el olvido porque era solo una excusa o vía de escape.
Supongo que gran parte de esa desorientación de la separación se debe a que no nos han enseñado a separarnos. Nos hicieron creer en el felices para siempre, cuando no. Tampoco nos han enseñado a estar en soledad, básico para ser libres. Por eso algunos de mis conocidos separados o separadas este año, en un intento de no ser conscientes, han llenado cada día y cada hora de compromisos para escapar. Y al final, agotados, me dicen que no se sienten mejor. Cuando creo que, el único remedio, es pararse y aceptar con tiempo.
Aprender a separarse es salir de allí sin mirar atrás, y luego poder mirar poco a poco a ese pasado hasta entender los porqués de muchas cosas con el tiempo. Es comprender que lo que ahora te parece duro será la mejor decisión a largo plazo. Es entender que a veces no es solo una ruptura, sino ver a quien aún quieres de la mano de otra persona. Son también los hijos, familiares o amigos que hacen preguntas que no sabes ni responder. Y no pasa nada, porque no siempre habrá respuesta para lo que ocurre.
¿Y después qué? Hay quien cree que ni el amor existe y se coloca un muro de protección. Por eso aprender a separarse es también aprender a amar de nuevo. Quizás no vuelva a ocurrir o quizás sí, pero nunca será de la misma manera. Quizás, mejor o peor, según nos quitemos más o menos nuestra coraza. Pero hay que afrontar ese proceso con la valentía de volver a sentir y admitirlo sin salir huyendo.
Estoy orgullosa, en mi entorno, de quienes han dado ese paso este año porque han pensado en sí mismos o en sí mismas antes que nada. Pero también porque sus hijos e hijas crecerán viendo cómo sus padres no son personas dependientes, que pueden desarrollar sus vidas y progresar sin necesidad del otro. Y esa es una gran lección. Y, también, he visto una capacidad de negociación extraordinaria en aquellas situaciones donde el cariño se ha impuesto ante todo. No hablo de los contextos de violencia, donde se hace imposible negociar nada. Nadie se separa haciendo una fiesta pero justo por ello, por lo compartido y lo que fue, la negociación debería ser una parte clave. Aprender a hacerlo lo menos doloroso no por ti ni por mí, sino por nosotros. Que, con el tiempo, miremos al pasado y estemos orgullosos de haberlo hecho bien.
Muchas personas se tomarán en unos días las doce uvas dejando atrás el año de su divorcio, siendo personas muy diferentes al año anterior, donde tomaron quizás alguna uva con el deseo de que aquello no se rompiera. Pero cuando el amor se va no hay deseos que se cumplan. Hace tiempo comprendí que el divorcio no tenía que ser algo negativo, sino la aceptación de que el amor no es eterno y de que todo el mundo merece una nueva oportunidad de comenzar. Y si duele, hay que pensar en eso de que el amor es ayudar a alguien a ser lo que tiene que ser. Y que a veces, hay que pensar qué será de nuestra vida mañana, pasado, en cinco, diez o veinte años. Y en la de la otra persona. Pensar en el futuro para decidir en el presente. Aunque sea duro. En eso consiste vivir. En aprender.
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