Un país en la maleta del automóvil: elogio del 'apeneuvismo'
Autopista del Atlántico o AP-9. La versión gallega de la Highway 61, cuyas implicaciones emocionales, literarias y vitales son casi tan inabarcables como la prórroga de su concesión.
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Texto ganador del Premio de Periodismo Johan Carballeira 2024, convocado por el Concello de Bueu (Pontevedra).
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La autopista es, como el ferrocarril, el avión o el coche, la utopía de la conquista humana del medio. Lo que pasa es que el medio es difícil de conquistar. Así que primero hubo que hacer el puente de Rande. La AP-9, bajo esa nomenclatura más propia de George Lucas que del Ministerio de Fomento, marca también un punto de inflexión y de no retorno sobre la magnitud de lo inaccesible de nuestra geografía, variando para siempre, también, nuestra percepción de lo remoto y la noción de distancia. Siempre tuve la sensación de que en nuestro país no existen las distancias, solo existen las profundidades.
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La AP-9 es, desde ese punto de vista, un metrónomo que comenzará a acentuar el éxodo desde las aldeas a las ciudades de la Galicia atlántica durante la década de los ochenta. Es suficiente con fijarse en algo en un principio tan ajeno a la AP-9 —pero no exento de su ingeniería— como el Cancionero Popular Gallego, en palabras del poeta y periodista Daniel Salgado, "el retrato de un país a través de su música popular". Su autora, la musicóloga suiza Dorothé Schubarth, llegó a Galicia sólo un año antes del comienzo de las obras del puente de Rande (1979), que sería inaugurado tres años después.
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Esa radiografía de nuestra cultura y de la manera de vida de cientos de miles de gallegas y gallegos en aquel entonces, probablemente fuese otra muy distinta de existir la autopista, como una lengua de cemento que entierra un país y abre las puertas a otro.
La autopista como una ciudad elástica al modo de Camba, un lego móvil en constante movimiento de doble dirección: deseos románticos y pulsión sexual (Cambre, Oroso, Ames, Pontecesures, Poio, O Porriño y Salceda de Caselas, villas líderes en indicadores demográficos a lo largo de la seminal vía, son siete de los trece fellinistas municipios gallegos donde la nave va), pensamientos irrepetibles, gente hablando sola al volante, efluvios alcohólicos comprimidos entre el aroma a carburante de ágiles manos sintonizando la luz de un nuevo amanecer.
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Llueve en la AP-9
Llueve en la AP-9, llueve en la AP-9. Y en el arcén, en la llamada zona sucia, el milagro efímero del juego de colores de la gasolina: azul cobalto, rubio, lila. Curvas calidoscópicas móviles extraídas del fondo de la tierra, combustible procedente de un tiempo inmemorial, material orgánico de cuando no existían los humanos, sólo los dinosaurios y la fuerza prehistórica de lo zoológico y de lo biológico desplegándose alrededor, la enigmática belleza de ese arco iris aceitoso, ahora sintetizado y acumulado en el depósito del coche de competición de un gañán que te adelanta a ciento cincuenta, como dice el tema de Vlad Rebeu (cincuenta y cinco fieles mensuales en el Spotify): "A 150 por la AP-9 / porque voy pidiendo paso / juro que no doy frenao / De la otra noche mami tengo lagunas / quedamos en la AP-9 en el mismo lugar".
Y en los altavoces del carro, la tertulia de la Radio Galega o el parte meteorológico de las emisoras locales de la Ser o el I Wonder de Rodríguez a toda hostia. La ansiedad por los pagos de los peajes (22,20 euros de un límite al otro y 16,85 de A Coruña a Vigo) fue resumida para el inconsciente colectivo por el grupo Terbutalina: "Oigan chorbos, no se pasen de listos / me suda la polla que sean artistas / alguien tiene que pagar este vino / y nosotros sin pasta para la autopista".
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La AP-9, hoy en manos del Grupo Itínere, como un gallo del tiempo de los vientos políticos: de los beneficios que comenzaba a generar al Estado en los años noventa y un peaje blando hasta su privatización, ya en tiempos de Aznar, el gran cerebro periférico (por eso de que lo tiene en los abdominales), con la prórroga de setenta y cinco años para la empresa adjudicataria.
Entretanto, la vida continúa en el asfalto apenuévico, el suelo pélvico de la modernidad: el funcionariado gallego a las siete de la mañana en febril trayecto a los centros de enseñanza, a los hospitales, al Palacio de Congresos, viva San Caetano; las camionetas de empresa como latas de sardinas, con las caras con ojeras de los obreros cansados entre el vaho del cristal y los camiones de Ferralla Lois; los coches oficiales con ventanas teñidas de negro y las siluetas sólo intuidas de los que mandan revisando sus discursos; las suicidas furgonetas blancas de reparto Fiat Dobló sólo combatidas por los ocasionales ancianos aturdidos, escupidos del oro de la mañana como extras de Mad Max, circulando en dirección contraria para copar los titulares de La Voz de Galicia, live fast and die old entre los camiones cómo gigantes vencidos con sus luces intermitentes remontando la pendiente de la autopista de seis carriles a la altura de Compostela viniendo de Padrón.
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"Hignhway to heaven"y la Ciudad de los Inmortales
Y el telón de fondo de la Ciudad de los Inmortales, con las líneas curvas del Gaiás que todo lo sabe a mano izquierda. Santiago-Norte, Santiago-Sur, el jubileo y aquella oda a la amistad y a la humildad generosa —tal vez también al uso de armas— interpretada por Michael Landon, Highway to heaven, una serie estrenada el mismo año que comenzaban las obras de la AP-9 a la altura de Compostela.
Sólo me desvié dos veces como apenuevista hasta allí, convencido de la importancia de conocer de primera a mano lo que siempre había leído que era "la metáfora de nuestro país". Yo la metáfora que encontré es que el país se había quedado fuera y el dinero se había ido dentro, delante de la mirada perpleja de mi suegro Monón —traductor de Mafalda al gallego—, de mi amigo irlandés, Alan, y de su padre, Neil. Habíamos recorrido la biblioteca en silencio, observando las estanterías que languidecían hacia las esquinas y que hacían que algunos de los libros quedasen de canto, como asomados al precipicio de un vacío blanco. Después, la incredulidad de Neil, cuando me preguntó qué era aquella mesa perdida en medio de la soledad de un inmenso pasillo desierto. Le expliqué que aquella mesa era el Archivo sonoro de Galicia. Entonces me dijo que los gallegos éramos parecidos a los irlandeses: no es que careciésemos de habilidad, es que carecíamos de nosotros mismos.
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La AP-9 es la huida y la ciudad una extensión del pensamiento y la memoria: el Teatro, El Corte Inglés, Alcampo. Riazor y Balaídos.
La segunda y última vez que tomé el desvío de la AP-9 para el Gaiás fue para contar historias en un ciclo cultural. Entonces primero me perdí yo y después se perdió el público para llegar a la sala donde me había perdido yo. Cuando nos encontramos, estábamos perdidos todos y observamos que iba a ser imposible actuar allí, pues el lugar estaba lleno de escritorios y sillas con una enorme mesa-camilla en el centro. Pero salimos adelante porque nunca me han faltado brazos. El caso me pareció bastante gracioso, me sentí inspirado y hablé de Fraga y de la querencia gallega por el nicho king size, ese en el que entrar "del derecho y del través". Que lo que cuenta, vamos, no es la tumba. Lo que cuenta es compartir el peso del muerto, porque en ese muerto descansamos todos los vivos. La gente se rió bastante, pero no se rieron tanto las responsables de mi actuación, no me volvieron a contratar, que también es una manera elegante de carecer de uno mismo.
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No detenerse nunca
Pero la primera regla de la autopista es no detenerse nunca. En el otro límite de la Costa Oeste, al norte de la esperanza, Ferrol. Según algunos, el Detroit gallego, la Ítaca de Homero o la California de los Led Zeppelin, según se vuelva o se vaya. En sus cercanías, uno de los tramos más hermosos a la vista del viajero (hace falta dudar siempre del poder de observación del usuario), el trayecto que nos lleva desde el Puente de O Pedrido hasta Pontedeume, Cabanas y Miño, antes de pagar el peaje y divisar allá abajo Reganosa y el skyline de Fene. Y los radares de O Sarcófago y As Pías (Tunnel of Love), infalibles como Fernando Couto, aquel central portugués con alma de carnicero o como el propio fado: no hace falta probarlos mucho para que te hagan llorar.
Porque a esa altura la autopista es también su envés, allí donde se esconde la promesa de la pausa y el descubrimiento. Hubo un tiempo en que me desviaba de la AP-9 algo antes del Pazo de Mariñán, rodeándolo por una pista en dirección a la escuela de Bemantes, una pequeña aldea de Miño, a través de un estrecho paso rodeado de árboles y naturaleza que daba al puente de Ol Pedrido. Uno de aquellos días detuve el coche y reparé en una fila de mujeres sachando en medio de la ría bajo el puente inapelable de la autopista, en una estampa que, cómo lucense familiarizado con la marea baixa de la Terra Chá, me resultó insólita.
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Las grabé y luego le mostré el resultado a las niñas y niños de la escuela, preguntándoles qué era lo que hacían aquellas mujeres. Como nadie supo responder, algún tiempo después pasamos un mañana con aquellas mariscadoras de la cofradía de Miño y atravesamos en barca la ría por debajo del puente. La AP-9 como herramienta pedagógica. La idea era que ellas les hablasen en gallego sobre su trabajo de mariscadoras. Pero la realidad se impuso tozuda, una se acercó a uno de los mayores, que sólo tenía ocho años y le dijo: "Yo a ti te conozco, bonitiño, tu abuela te tiene trabajado mucho aquí, pregúntale que te cuente lo que hacíamos".
Algo similar sucede a la altura de Pontedeume. La autopista se vence a la belleza de la ría y de los bosques. Allí, entre las aguas y las Fragas do Eume, lejos de la highway, el silencio se abre y si el viaje apenuévico siempre nos recordaba aquella frase del bailarín, torero y rapsoda Pedro Beltrán de que "ser hoy bohemio es como viajar en diligencia por la autopista", las Fragas siempre me hicieron pensar en una tercera vía, más allá de ser o no ser: tan sólo convertirnos en reserva india y bailar la danza de la lluvia al pie del monasterio de Caaveiro; llamarnos Puy o Caballo Loco Joe, ver nuestra cara reflejada bajo la luz de luna en el agua cristalina, yacer en el tipi, despedir a nuestro hijo Diente de Luna antes de que parta hacia el bautismo de la edad adulta y regrese después con la cabellera de un alcalde de Ourense o con las sandalias de un peregrino.
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La autopista busca el mar
Pero una autopista debe buscar el mar. Por algún motivo, siempre asocié esa búsqueda al trayecto hacia las Rías Baixas, donde las posibilidades son infinitas también. Y la prosódica toponimia coruñesa: Cecebre, Guiliade, Sigüeiro. Ni se compara con la Highway 61 de Dylan. Miramos los dos márgenes y vemos las áreas de descanso. Siempre nos hacen pensar en ese libro experimental de Cortázar, Los autonautas de la Cosmopista, escrito a la par con Carol Dunlop; treinta y tres días con el único deber de no abandonar nunca la autopista y detenerse cada día en dos áreas de descanso.
"No sé si soy un ucraniano que llegó a Galicia o un gallego que llegó de Ucrania"
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Los trayectos por mar, desde la Odisea y la Circe de Homero a Kubrik, siempre se asociaron a la experiencia del naufragio o a la conquista. En todos ellos, la isla aparece como una posibilidad y un territorio de excepción. Pero en la Illa de Arousa, la Isla es el Continente. En el aparcamiento de la Praia do Bao, el violinista ucraniano Omelyam Gravets pasó veinte días del confinamiento de 2020 durmiendo en su coche, después de llegar hasta allí por la AP-9. Careció de sí mismo pero se encontró en el Mar de Arousa, me dijo un día: "No sé si soy un ucraniano que llegó a Galicia o un gallego que llegó de Ucrania".
Un arousano me confesaba una noche de verano la verdad: "Con la AP-9 y con el puente esto ha cambiado mucho. Somos 3.000. Y somos tranquilos, aquí se entra por donde se sale. A veces se sale mejor nadando…".
Las aproximaciones desde ahí a Cambados o a las temibles rotondas chicane de A Lanzada, camino de San Vicente do Mar, siempre son un reto para la juventud nocturna que, queriendo evitar los tramos de la AP-9, acaba acostada y abatida en el arcén por la mañana temprano, huyendo del calor del sol; chicos totalmente calcinados esperando el turno para soplarle a la Guardia Civil la Muiñeira de la Empatada.
El Mar de Redondela
La ruta hacia el sur por la AP-9 nos lleva a otra isla, la del Mar de Redondela, en panorámica inigualable por el margen izquierdo. Pero, en el 36, la Segunda República y el sueño de una sociedad más justa y democrática se volvió borrosa en el horizonte, justamente como una isla en la lejanía. Quién mirase la Ría de Vigo y soñase ese lugar sólo encontraría las formas ciertas de la Isla de San Simón, convertida en aquel entonces en el símbolo de la represión fascista.
Muchas de las voces disidentes, personas que podrían haber marcado el rumbo de otro país posible, encontraron allí el sufrimiento, el dolor y la muerte. Ni Odisea ni Circe. De nuevo las mujeres, mucho antes de la autopista: mujeres de Cesantes, Cedeira, Redondela, Reboreda, Ventosela y de toda la vuelta…
Las madriñas de San Simón. Mujeres que tejieron una red de cuidados entre ellas. Tejieron también la solidaridad con los otros, proporcionándoles atenciones y cuidados a muchos de los presos que hasta allí llegaban: les lavaban la ropa, los alimentaban, les daban los recados o tan sólo los acompañaban en el dolor, en la escucha, tal vez un cesto de manzanas… Piensas en el infierno al otro lado del parabrisas, en aquellos hombres que apenas podían conciliar el sueño. Temían las incursiones de madrugada, a saca da raposa: el ruido de la camioneta, la motora que se acercaba a la Isla… El lamento de Mendiño: "Sedia-m'eu na ermida de San Simión / e cercaron-mi as ondas / que grandes son / Eu atendend'o meu amigo / E verrá?".
La AP-9 reluce bajo el puente de Rande y las luces de la ciudad. La última vez que me mandé allí era la víspera de las elecciones. De una grieta ciega de lo oscuro se vomitó un haz de luz en medio de la madrugada. En el interior del Sinatra, el escritor Cid Cabido me convenció de que si continuábamos patrullando la noche podíamos alterar el algoritmo encargando otra ronda y tenía razón. Al día siguiente, Feijóo salía al balcón de Génova con cara de póquer. Algo impensable sin las alianzas de la AP-9.
Las Cíes y el Nigrán tropical
La autopista ensancha subiendo por el sur de Vigo y, ya en lo alto, la visión apenas dura unos segundos a mano derecha: las Cíes y más allá el Nigrán tropical cómo si fuese Ipanema, una visión desde la vía que sólo es comparable en su belleza a la que se ve a vista de pájaro desde el monte Aloia yendo desde Tui, antes del paso fronterizo. La AP-9 acabó con la liturgia del contrabando, si no había acabado ya mucho antes. Si, una lengua de cemento que entierra un país y abre las puertas a otro.
Un viejo relojero tudense me llevó un día junto a un hombre que había sido guardia civil. Me contó la historia de una pompa fúnebre por el único paso que había en Tui antes de la autopista, el del viejo puente estilo Eiffel. El coche llevaba el apropiado nombre de Funerarias Matoso. Pero aquella semana había transitado en exceso por allí. Manolo le dio el alto y ordenó que fuesen atrás y le abriesen la caja. El chófer la abrió a regañadientes. El muerto iba impecable: traje de chaleco cruzado, reloj Dupont, corbata, raya diplomática y zapatos lustrados. Sólo hubo un detalle que hizo desconfiar a Manolo: los veinte paquetes de café marca Sical que rodeaban el cuerpo del difunto. "¿Y esto qué es?, ¿Para que no se duerma, ¿oh?".
El hombre miró resignado hacia los matorrales. Aún faltaban 20 años para que inaugurasen el tramo de Rebullón-Frontera Portuguesa.