Isabel Zendal: analfabeta, madre soltera y pionera de la sanidad pública
Isabel Zendal Gómez fue la precursora de la primera campaña de vacunación a nivel mundial para luchar contra la viruela. Así y todo, este país aún tiene un reto pendiente: asumir y proclamar que dos pilares esenciales de la expedición de la vacuna procedían de los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
Luzes-Público / Ilustraciones: 'Isabel Zendal, la madre de todas las vacunas' (Editorial Teófilo Comunicación)
Santiago-
Isabel Zendal Gómez, natural de Santa Marina de Parada, Ordes (A Coruña), fue enfermera de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna (REFV), reconocida en la historia de la Medicina como la primera campaña transcontinental de salud pública (1803-1812). Era la única mujer del equipo médico (diez integrantes, entre cirujanos, auxiliares y enfermeros) que, desde A Coruña, llevó hasta América –del norte de México al sur de Chile– y Asia –Filipinas, Cantón y Macau– la primera vacuna que conoció la humanidad: el antídoto contra la viruela, enfermedad que el historiador Donald R. Hopkins califica como "la mayor asesina" y "el más terrible de los ministros de la muerte".
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"No imagino que los anales de la historia nos acerquen otro ejemplo de filantropía tan noble y extenso como éste". Con esta valoración, Edward Jenner –el descubridor de la primera vacuna– está describiendo los nueve años que la REFV dedicó a vacunaciones altruistas y universales –sin distinción de sexo, edad, raza, religión o posición social–. Fue por esta labor frente a la viruela como quedó asentado, desde hace 200 años, que la mejor inmunización contra las epidemias es la vacunación: infectarnos, estando sanos, con dosis atenuadas del mismo mal que queremos combatir.
En este país se ha afirmado, con orgullo, que la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna fue, y con éxito, la primera campaña mundial de sanidad pública. Con orgullo se ha afirmado que la expedición de la vacuna es la mejor aportación de Galicia a la historia de la medicina. Estas afirmaciones no forman parte de ningún desaforado sentimiento ultranacionalista. Enrique Bustamante, médico y historiador mexicano, secretario general de la Organización Panamericana de Salud, dejó escrito hace ya 50 años: "La expedición de la vacuna permanece inigualada y corresponde a sus miembros la primacía en la aplicación científica, a escala mundial, de un nuevo y maravilloso procedimiento preventivo". Así y todo, no es menos cierto que este país aún tiene un reto pendiente: asumir y proclamar que dos pilares esenciales de la expedición de la vacuna procedían de los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
Isabel Zendal fue una pieza insustituible dentro del equipo médico de la REFV: era la única experta en tratar con los 21 huérfanos –entre 2 y 9 años– que llevaron la vacuna de la viruela, desde A Coruña hasta América. Más que portadores –de brazo a brazo, cada 10 días–, estos niños eran vacuna viva y activa. Sin niños, nunca habría existido tal expedición, por muy real que fuera la decisión de organizarla y financiarla.
De estos 21 huérfanos y de los niños que llevaron la vacuna de Puerto Rico a Venezuela, de Venezuela a Cuba, de Cuba a México, de los que atravesaron Nueva España hasta Acapulco y de los que llevaron el antídoto contra la viruela hasta Asia, cuidó "infatigable noche y día, hasta perder enteramente la salud" Isabel Zendal Gómez. La hija de unos labradores tan pobres que no tenían ni un ferrado de tierra propia en la que ser enterrados, analfabeta (con 40 años seguía sin saber firmar), madre soltera y, como rectora de la coruñesa Casa de Huérfanos, una asalariada de condición humilde: 150 reales al mes cobraba el capellán del Hospital de la Caridad –del que formaba parte la "Inclusa"–, 120 cobraba el encargado de compras, 100 la lavandera, 80 el porteador del agua y 50 reales al mes –más una libra diaria de pan– cobraba Isabel. Andando el tiempo, a la rectora le fueron complementando la retribución con media libra diaria de pan para su hijo, otra media libra diaria de carne y con 18 reales mensuales por trabajos de costurera: hacer sábanas y camisitas y arreglar la ropa de uso (por un lado, remendar; por otro, arreglar para los pequeños la que descartaban los mayores.
Una familia de pobres
A la hora de intentar entender la personalidad de la futura rectora-enfermera, no ha de parecer mucho desatino asociar la habilidad de Isabel para pillar al vuelo las oportunidades laborales e incluso la previsión de buscar el amparo en la vejez de un hijo extramatrimonial con su determinación de nunca más revivir las desgracias de una familia "casi pobre de solemnidad" que vivió en la aldea natal.
Las partidas de defunción de Ignacia Gómez y de Jacobo Zendal acreditan que la madre y el padre de la futura enfermera de la REFV fueron dos de los muy contados feligreses enterrados en sepulturas propiedad de la parroquia. En los 30 años que van de octubre de 1773 a diciembre de 1803, el libro parroquial de defunciones de Santa Mariña registra la muerte de 131 vecinos adultos. De este total de fallecidos, la madre y el padre de Isabel figuran entre los 14 pobres ("quasi de solemnidad") que tuvieron que ser enterrados de caridad.
"Por no tener de qué", los vecinos pobres "no hacen disposición civil" (testamento de bienes); "por no tener con qué", tampoco hacen "disposición litúrgica" (categoría del sepulcro, número de curas contratados para las exequias, importe y destinatario celestial de las misas encargadas por el sufragio del alma). Traducido a hechos: los pobres serán enterrados en sepulturas propiedad de la parroquia y los curas oficiarán sus funerales sin cobrar, pero –por carecer de recursos– nunca podrán dejar pagada ni una triste misa encomendando sus almas al santo predilecto o a la santa favorita.
El estudio de las 131 partidas de defunción refleja que no hay gran diferencia entre el coste de los sepulcros –por entonces los enterramientos se hacían bajo el enlosado de la iglesia; en tumbas verticales, del mismo tamaño; el precio dependía de la cercanía al altar y al eje central del edificio–. El abismo entre la mayoría de las familias y las que no tenían ni una baldosa de tierra propia, estaba en los padrinos y en las madrinas que los difuntos pudieran contratar como guías para el viaje al otro lado. En estos tiempos en que la religión mandaba en la vida real y en la vida post-mortem, el malestar y el insomnio de Ignacia Gómez y de Jacobo Zendal venían de que, por no tener un real, sus almas estarían vagando a tientas hacia el al otro lado, sin una santa mano que las orientara y acompañara.
María de la Raña (consuegra de Ignacia y Jacobo, por ser la madre de punta en blanco Vázquez, el hombre de Bernarda Zendal Gómez) dejó pagadas –con 28 reales– "siete misas rezadas". Fructuosa del Barreiro (viuda de Antonio Zendal) mandó "celebrar –destinó 34 reales– once misas de ánimas". Numerosa compañía de guías llevaba Caetano Maza, el párroco de Santa Marina: dejó mandadas dos misas de ánima –de 4 reales– en el altar privilegiado de la parroquia, y nueve misas rezadas: a San Ramón, San Antonio, San Roque, al Ángel de la Guardia, al glorioso San Pedro, al santo de su nombre y al del día en el que la Divina Majestad decidiera llamarlo a juicio, –cada una, de 4 reales–; una misa rezada a la patrona Santa Mariña y otra nuestra Señora del Rosario –cada una, de 4 reales y 3 ferrados de centeno–.
Esta práctica piadosa no era una finca que se arase, exclusivamente, en el rural. En A Coruña, la élite urbana también procuraba una feliz travesía hacia el al otro lado: Antonio Vicente Posse Roybanes –médico municipal y vanguardia de la vacunación en Galicia, ya en 1801– dispuso, a beneficio de su alma, treinta misas rezadas. Y el integrante más famoso de la expedición de la vacuna, su director, Francisco Xavier de Balmis, manda – noviembre de 1818– "que se digan por mi alma 200 misas rezadas, cada una de seis reales".
Analfabeta entre analfabetos
Por el trabajo hecho, Isabel bien entra en la categoría de mujer extraordinaria. Así y todo, también fue una señora muy del común, tan del común como el 97% de las mujeres que, según el censo de población de 1797, eran iletradas (en el caso de los hombres, el 82% tampoco había pasado por la escuela).
Cuando habla de recoger a los niños que se precisarían para llevar la vacuna de viruela hasta América, una real orden de Carlos IV precisaba que "serán mantenidos y educados en las Indias y colocados oportunamente conforme a su clase y aptitud". Esta real promesa de 1803 no comenzó a ser realidad hasta 1806, cuando dieron comienzo las adopciones de los niños de la vacuna por parte de familias mexicanas. Familias que no recibieron ninguna ayuda económica institucional hasta 1809, cuando la Junta Suprema de España y Yndias (el poder efectivo de la nación, por haber renunciado Carlos IV y Fernando VII a la Corona en beneficio de Napoleón) asigna tres reales diarios para la crianza y educación de los chavales de la vacuna.
La documentación facilitada por el doctor José Tuells (responsable de la Cátedra Balmis de Vacunología de la Universidad de Alacant) permitió saber que, a la altura de 1811, Isabel aún estaba gestionando el cobro de los atrasos que le correspondían por su hijo Benito –uno de los 21 expedicionarios iniciales–. Son tres escritos en los que Isabel Zendal pide que le transfieran a Puebla de los Ángeles –ciudad mexicana en la que se había quedado a vivir– la paga para el mantenimiento, vestuario y formación de Benito ("hasta que encuentre la colocación o el destino al que su inclinación lo llame", precisaba la orden de la Junta Suprema). El motivo de solicitar estas transferencias era "por estar los caminos infestados de bandidos y no tener de mano una persona que pueda cobrarla en la capital". Son solicitudes que la enfermera redacta –así parece– en su nombre propio: "Ysavel Sendal y Gomez, originaria de la ciudad de A Coruña, hace presente hallarse en Puebla, con motivo de 'haver' venido de Rectora de los niños que trajeron en la expedición de la 'Bacuna' y que siendo su hijo uno de ellos y tener asignados por S.M. tres reales diarios...". A pesar de esta apariencia de ser un escrito en primera persona, en la última línea de la solicitud se puede leer: "Por no saber firmar, a su tiempo lo hace José María Texada". Es decir, en esas alturas de diciembre de 1811, Isabel, ya con 40 años, no sabía firmar con su nombre.
No son tantas las profesiones en las que "tomar medidas" sea parte de la esencia misma del trabajo diario. La de costurera es una de estas ocupaciones en las que tomar medidas es condición ineludible previa la cualquier faena. Pilar Piñeiro desvela cómo las costureras analfabetas –en la década de 1920 y en la muy desarrollada comarca de O Rosal, el 25% de las mujeres eran iletradas– resolvían la –presunta– discordancia entre no saber leer ni escribir y tener que andar tomando medidas constantemente. Lo cuenta en la biografía de Nemesio, la voz de la piedra y del agua (Colección Memoria Viva; Ayuntamiento de O Rosal, 2021): "Andando el tiempo Lorenzo casó con Carmen Álvarez Rodríguez, que era mi abuela y que era modista. Aquella mi abuela trabajaba en el Calvario, en el Rosal. Allí estaba un sastre de A Guarda, que le decían Serafín, y una mujer viuda, de Novás, que había venido de Jerez de la Frontera. No tenía familia y en esa casa del Calvario abrió un taller de costura. Allí mi abuela, con el sastre, aprendió a hacer sotanas para los curas y ropas, con bordados y eso, para las mujeres. Ella no sabía leer ni escribir y tomaba las medidas con un cordel y luego le daba un nudo para marcar".
Las madres solteras
Con fecha 31 de julio de 1796, en el libro de bautismos (1788-1798) de la coruñesa parroquia de San Nicolás, consta que fue bautizado "un niño que nació a las tres de la mañana, hijo natural de Isabel Celdam [sic], soltera, natural de Santa Marina de Parada y vecina de esta parroquia". Los archivos de Galicia no recogen ninguna huella que conduzca hasta la causa y/o las circunstancias que dieron lugar a la maternidad extramatrimonial de Isabel. Con todo, esta búsqueda legó una documentación que, por su abundancia y calidad, permite constatar los variados recursos con los que la sociedad gallega absorbía e integraba los "fillos da silveira".
Para desprenderse en el anonimato de las criaturas paralegítimas, funcionaban los orfanatos. A pleno rendimiento: en la década 1793-1803, la Casa de Expósitos de A Coruña –15.000 habitantes– acogía dos criaturas cada semana; en Santiago, el Orfanato del Grande Hospital de los Reis Católicos (recibía criaturas de toda Galicia), con una media anual de 815 entradas, superaba los dos ingresos diarios.
Para guardar la honra de las familias (evitando, al tiempo, arriesgados abortos), en A Coruña, dentro del Hospital de la Caridad, estaba operativo el Cuarto de Partos Secretos: las embarazadas se apartaban de la vida pública por dos o tres meses y, tras dejar la criatura en la anexa Casa de Huérfanos, reaparecían ante la comunidad con la cintura muy restablecida.
Para escapar de cualquier sombra de discriminación social, las futuras madres solteras podían espontanearse, una variante de confesión civil –con penitencia y absolución, incluidas– ante la autoridad administrativa. Estas espontanías, habituales en Galicia, eran un amparo jurídico escasamente practicado en otros territorios del estado. A la vista de este procedimiento legal, es legítimo deducir que, entre honra y supervivencia de la especie, la sociedad gallega escogía practicar una cierta tolerancia con las madres solteras.
Las "espontaneadas" confesaban el mal paso dado, las circunstancias y (de serles factible) el nombre del padre de la futura criatura:
"Sirviendo de criada en la casa del licenciado don Juan de Pazos, con alagos y promesas, me solicitó trato ilícito, lo que consiguió".
"Siempre me he mantenido en estado de soltera, honesta y recogida, sin causar la menor nota ni escándalo hasta que con motivo de ir y venir a esta ciudad a vender varias cosas, dio en tratarme una persona privilegiada, que por su estado no puede proferir, y movida de la fragilidad humana, pudo conseguir que conmigo tuviese trato ilícito y cópula carnal".
"Joseph Pardo dio en tratarme con palabra de casamiento, bajo laque se han leído las proclamas, y me solicitó a trato ilícito y cópula carnal, que ha conseguido, de que resultó hallarme encinta hace cinco meses, retrayéndose ahora el sobredicho del cumplimiento de dicha palabra".
"La han criado sus padres con la mayor educación y 'christiandad', pero tuvo la desgraciada suerte, hace algún tiempo, de que un hombre desconocido, a quien jamás había visto ni tratado, la hubiese cogido y valiéndose de su poca fuerza y menos resistencia, la forzó consiguiendo tener cópula carnal con ella, de cuyo acto quedó y se haya embarazada y que ha sido un lance que no ha podido evitar".
A la par de estas confesiones, las "espontaneadas" se comprometían a continuar con el embarazo y a "vivir sin trato, ni público ni secreto, con la persona causante del embarazo ni con otra alguna que motive sospecha". Como garantizador de estos compromisos, presentaban un fiador –el padre, normalmente– y aceptaban vivir apartadas en la casa del avalista, "sin salir a parte ninguna sin su expreso consentimiento". Por su parte, el fiador garantizaba, "con su persona y con sus bienes, muebles y raíces, presentes y futuros", el cumplimiento de los deberes de la "espontaneada". En contrapartida, la futura madre soltera obtenía la "Espontanía", el salvoconducto que le aseguraba no ser molestada por "ningún ministro, mayordomo, vasallo ni otra alguna persona, bajo pena de 220 reales".
Isabel ni expuso clandestinamente en el torno de un orfanato a Benito, ni abandonó el hijo en el Cuarto de Partos Secretos y tampoco buscó el socorro de una espontanía. Apostó por ganarse el pan y la sal de la vida en compañía de su hijo, aunque no pudiera darle –de entrada– el apellido del padre. Con total consciencia: cuando Benito aparece en su vida es una mujer de 25 años, ya bien asentada en la edad adulta.
Siendo evidente que Isabel vivió y trabajó sin esconder su condición de madre soltera –ni cuando fue escogida rectora de expósitos ni cuando fue contratada como enfermera de una expedición real–, no es menos cierto que esta postura tampoco implicaba un frontal desafío a la sociedad: en aquella Galicia estaba asumido que, para mujeres que no se habían casado y que no podían esperar amparo ninguno por parte de la familia, tener una hija o un hijo extramatrimonial era su única garantía de poder contar con un refugio de cierto abrigo para los años de la vejez. Con esta filosofía posibilista, la sociedad tenía las manos libres para desentenderse del cuidado de mujeres ancianas y solas, ya que la descendencia paralegítima pasaba a ser la Seguridad Social y la pensión de jubilación de aquellos tiempos. Esta estrategia de supervivencia no era muy diferente a la de las mejores familias, donde era de ley que una de las hijas permaneciera soltera –y en la casa– para atender los progenitores en el ocaso de sus vidas.
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