Salir de la mara
Guatemala. Más de 60.000 jóvenes en el país engrosan las filas de las pandillas, un fenómeno creciente en Centroamérica
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La situación de la calle en Guatemala es tan dura que, en cuanto te mueves, te pegan cuatro tiros en la cabeza". Juan Manuel Cerezo (Guatemala, 1984) lo sabe bien. Él se movió y recibió ocho. Cuatro en las calles de su barrio y otros cuatro en la cárcel guatemalteca de máxima seguridad de El Hollón durante un motín. "Pero merecieron la pena", afirma. Los primeros le sirvieron para afianzarse dentro de la mara M-18 del barrio Boca de Monte, en la capital guatemalteca; los otros cuatro, para darse cuenta de que se había equivocado. "Las maras son hoy sanguinarias y crueles. Ya no tienen reglas: matan, violan, trafican con droga".
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Algo que no ocurría en los años 90, cuando Juan Manuel decidió entrar en una de ellas por miedo a los matones del instituto. Entonces tenía 13 años, vivía con sus abuelos y sufría el abandono de su padre y las palizas de otros pandilleros. Ahora, su cabeza tiene precio y su cuerpo dibuja un mosaico de tatuajes. "Cuando dejas la mara ganas un enemigo nuevo: tu propia mara", asegura.
Según los datos de la Policía y de la Oficina para América Latina en Washington (WOLA) FBI, en Guatemala hay más de 60.000 pandilleros dispuestos a matar y a dar su vida por la mara. Una cifra que se repite en el caso de Nicaragua y que alcanza 30.000 mareros en México y 13.000 en El Salvador. La mara más grande es la Salvatrucha. El M-18 le sigue en importancia. Las pandillas tienen presencia en 11 de los 23 departamentos que componen Guatemala y están extendidas en prácticamente todos los barrios de la capital.
Tanto los gobiernos como ejércitos y diferentes entidades sociales buscan la forma de atajar esta moda juvenil extendida entre la mayoría de los jóvenes de los barrios y las aldeas más pobres. El Gobierno de Guatemala optó por la mano dura; las entidades sociales, por la reinserción. La ONG navarra Onay trabaja desde la prevención fortaleciendo escuelas rurales por todo el país e impulsando un centro de formación llamado Kinal en las barriadas que rodean el gran basurero de Ciudad de Guatemala, una de las zonas más pobres de toda Latinoamérica.
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Juan Manuel, ex líder de una de las clicas, o pandilla menor la llamada M-18, vive escondido, con un brazo inutilizado y con una hija de "cuatro años y cuatro meses" rehace su vida. Los tatuajes por todo el cuerpo le delatan. "Mi pasado me persigue. Muchas noches me despierto con el rostro de las personas que he matado", confiesa avergonzado y temeroso de que en una esquina de la ciudad alguien le reconozca.
Basta que lean en su cuello la palabra diez y ocho tatuada en inglés para justificar un disparo en el pecho. Su mara la formaban 40 pandilleros, de los que ya sólo quedan cuatro con vida. "No cumpliré los 30", augura, y las estadísticas le acompañan. Son cerca de 5.000 los homicidios que se producen al año en su país y 34 los jóvenes asesinados al mes, según denuncian diferentes ONG locales.
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En este contexto, la mara ha crecido como una reacción adolescente a la violencia. Los 20 años de guerra civil del país inundaron las calles de armas ligeras y la posición geográfica privilegiada de Centroamérica la ha convertido en un lugar estratégico para el narcotráfico.
"Cualquier persona lleva una pistola. Yo encargaba a San Salvador la compra de fusiles de asalto AK-47 para mis hombres. Por 6.500 dólares obtenía tres", recuerda Juan Manuel. En esos años vio morir a centenares de niños de su barrio al mismo ritmo que llegaban nuevos pandilleros deportados de los Estados Unidos. Con ellos llegaban nuevas modas de los barrios latinos del Bronx.
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"Los latinos no podíamos llevar pelo largo, ni vestir de rojo o morado. Todos inventamos nuestro apodo en inglés para que no nos reconocieran", explica Juan Manual mientras se arremanga la camiseta para mostrar el tatuaje de apodo: Gasper. El mismo nombre con el que lideró la pandilla durante cuatro años. "Cuando eres el líder, todo el mundo está a tus órdenes, puedes mandar matar a alguien, atracar un banco o contratar un nuevo narco para el barrio y sabes que todo se llevará a cabo". Son esos años los que quedan en su recuerdo como los más sangrientos. "Debíamos hacer frente a la limpieza social del Gobierno, que tiroteaba las calles", señala para justificar la compra de granadas, fusiles y armas.
Durante esos días recibió el primer impacto que le llevaría a dejar la mara. Vio morir a su segundo hijo, de sólo unos meses de edad, por la cantidad de droga que fumaba en su casa. "Mi mujer consumía heroína, yo crack. Tuvimos un niño y murió a las pocas semanas. Fui yo quien lo mató, algo que no me perdonaré nunca. Comencé a sentir odio a la pandilla, odio a la droga, odio a la vida".
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Sin embargo, continuó gobernando su barrio, Boca de Monte, hasta que fue detenido en 2005 y encerrado en la prisión de alta seguridad de El Hollón en Escuintla. "Entré preso el Día del padre. Allí pasé nueve meses, los justos para darme cuenta de que debía cambiar de vida", confiesa sujetándose el brazo izquierdo.
Durante los meses de cárcel continúo liderando su barrio a través de un móvil. Desde allí controlaba la droga y cobraba los beneficios que él mismo entregaba después a su mujer para dar de comer a sus dos hijos. En la cárcel es donde se toman todas las decisiones. Si deciden atracar un banco, es allí dónde cada líder conoce qué papel jugará su pandilla. "Unos pondrán los fusiles, otros los autos, otros los menores de edad. La pandilla que no responda sabe que en la cárcel el líder lo pagará con la vida". Pero a Juan Manuel su clica no le fallaba. Fueron las pandillas rivales, la Salvatrucha, los que pondrían su vida en peligro.
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"Existía un pacto entre maras para reventar la cárcel pero, en pleno motín, la mara Salvatrucha realizó una emboscada. Murieron 22 de mis hombres. Explotaron granadas, dispararon con fusiles. Fue una carnicería", recuerda. En total, murieron más de 60 personas en el motín en el que Juan Manuel vio a sus compañeros protegerse de las balas con los cuerpos de otros caídos.
"Allí comprendí que, en los momentos más duros, estás solo. No existe el hermano carnal. La mara no es realmente una mara", repite y muestra ahora los tatuajes que representan esa temporada. Uno de ellos muestra un payaso llorando entre rejas.
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A él no le mataron, pero volvió a recibir cuatro impactos de bala, uno de ellos en el codo. "Nadie me llevó a un hospital. Tan sólo me cosieron las heridas y me trasladaron a otra prisión". Rozó la muerte y cayó en una profunda depresión. Decidió abandonarlo todo. Salir de la cárcel y dedicarse a su mujer y a su hija. "Contraté un licenciado para que me devolviera a la calle". Todo era distinto para Gaspar. Su mujer lo quería como líder, no le interesaba como albañil y su mara le advirtió de que jugaba con su vida. "Al final, mi mujer se marchó a México con un pastor evangélico que frecuentaba nuestro piso y me quedé solo con mi hija Lidia de cuatro años. Ahora vivo con ella, escondido de mis hombres y de las pandillas rivales. Quiero estudiar el Bachillerato y dedicarme a los Derechos Humanos", sueña en voz alta. Aunque está seguro de que no llegará a cumplir los 30. No conoce a un pandillero de esa edad.
"Sólo quiero que mi hija crezca con alguien a su lado, alguien que le quiera". Juan Manuel sabe que está abriendo huella por un camino poco transitado. Apenas existen experiencias de pandilleros reinsertados y mucho menos de líderes que lo hayan abandonado todo. La ONG Onay busca con sus proyectos educativos adelantarse en el tiempo y que sea a los 12 años cuando los jóvenes guatemaltecos tengan estos sueños. En Kinal lo ha conseguido: son más de 750 los alumnos que tiene matriculados al año. Juan Manuel Cerezo quiere que su testimonio dé ahora la vuelta al mundo. "Si publicas mi foto en Guatemala me localizarán y me matarán, pero en la vida hay que elegir entre dejar huella o pasar inadvertido. Yo ya he optado: publícala".
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