Su rostro es un icono de la lucha indigenista en México. Y no es difícil encontrarlo en los ambientes de la izquierda española y europea. En las casas okupas de Lavapiés aparece junto a la efigie del Che y del Subcomandante Marcos, dos mitos sempiternos en el imaginario revolucionario. Pero la vida y de Alberto Patishtán poco o nada tiene que ver con la de los dos imponentes guerrilleros. El chiapaneco, de 42 años, fue maestro de lengua tzotzil, activista indigenista y colaborador civil del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hasta que una emboscada acabó con la vida de siete policías en El Bosque, su pueblo, a 75 kilómetros de San Cristobal de las Casas (Chiapas). Las autoridades le culparon y le condenaron a 60 años en un juicio amañado. "Quisieron acabar mi lucha, ocultarla, pero lo que hizo fue resplandecer".El 31 de octubre pasado, tras 13 años de lucha por demostrar su inocencia el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, se ha visto obligado a indultarle. Las causas: el empeño de sus abogados, el apoyo de múltiples organizaciones sociales y la tenacidad de su hijo Héctor, un joven de 18 años que ha liderado el comité de defensa que protege al maestro. Un día juró no rendirse hasta que su padre fuera liberado. Y cumplió su promesa: La presión mediática y social que ha encabezado ha obligado al presidente Enrique Peña Nieto a dictar el indulto. "Los indígenas no conocemos la palabra rendir". Resulta paradójico que en un país en el que el 95% de las sentencias son condenatorias, varios narcotraficantes, asesinos y corruptos son continuamente excarcelados tras polémicas decisiones judiciales. El crimen organizado campa a sus anchas en amplias extensiones del territorio nacional y varios militares y políticos han sido acusados de proteger los movimientos del narco. La visión generalizada es que la justicia solo sirve para cuidar a los ricos y condenar a los rebeldes. Y mientras los asesinos poderosos son liberados, la justicia mexicana mantenía en la cárcel al maestro y activista indígena chiapaneco condenado de por vida en un penal sobrepoblado en el que ha enfermado de cáncer y ha quedado semiciego. Durante 13 años los magistrados decidieron ignorar las múltiples alegaciones, pruebas y testimonios que demuestran que el maestro tzotzil no estaba en el lugar del crimen, sino en una reunión. Patishtán apoyó como miembro y colaborador a los guerrilleros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), pero nunca se unió a la lucha armada. "Es la única diferencia que le separó de los zapatistas", cuenta su hijo. A pesar de eso, el Subcomandante Marcos en persona le visitó en la cárcel y emitió varios comunicados pidiendo su liberación.Solo el impacto social y mediático ha conseguido dar un giro a la situación. El apoyo de múltiples organizaciones sociales, indigenistas e internacionales -entre las que destaca el movimiento Yo soy 132, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad liderado por el poeta Javier Sicilia y Amnistía Internacional- ha sido decisivo. Políticos, columnistas y movimientos sociales expresaron su indignación ante un caso que simboliza la lucha de todos los pobres de México. El escándalo se extendió en las redes y en la prensa internacional. Los abogados de Patishtán señalaban al presidente mexicano como última oportunidad para conseguir la liberación del maestro indígena.La llamada Ley Patishtán abrirá una caja de pandora que obligará a revisar otros muchos procesos judiciales irregulares. La historia del maestro chiapaneco será un punto y aparte en la lucha de los pobres de México (más del 60% de los mexicanos). Hoy su rostro acompaña al del Subcomandante Marcos. Y su discurso mesiánico, chistoso y alegre aún resuena en los oídos de todos los presentes que acudieron a verle en cuanto fue liberado:"¿Quién es Patishtán? Es una persona que está perdiendo la vista, que ya no les ve con los ojos, pero les ve con el corazón. Es una persona que no solo oye y escucha. Me topé con una autoridad que quiso esclavizar a la gente y dije: hasta aquí no más, yo tengo que salir a defender este pueblo. Alguien tiene que salir. Y salí a defender a mi pueblo, a gritar, a levantar la mano. Por eso me encarcelaron. (...) En la cárcel encontré a gente pobre e indígena y pensé en que tenía que hacer algo por ellos. Encontré caras tristes, encontré llantos. Tuve que ser sacerdote, psicólogo y abogado, aunque no lo soy. Y lo único que podía decirles es lo que yo sabía por experiencia: hay que seguir, no hay que rendirse. (...) Yo estoy libre en conciencia, Dios me bendice siempre y tengo que contagiar a los demás de esa bendición. Si dejo de reírme un día, para mí es un día perdido. Por eso no se preocupen si me ven siempre riendo".