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Medio siglo del caso Watergate, el inicio del fin del sueño americano
Este viernes se cumplen 50 años de la detención de cinco personas acusadas de escuchas ilegales en el complejo Watergate de Washington, donde el Partido Demócrata celebraba una convención.
Manuel Ruiz Rico
Washington-Actualizado a
A las 2.30 de la madrugada del sábado 17 de junio de 1972, la policía detuvo a cinco personas en el complejo de edificios Watergate, en Washington DC. Se trataba de Virgilio González, Bernard Barker, Eugenio Martínez, Frank Sturgis y James McCord, que fueron acusados de intentar instalar micrófonos ocultos en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata. Así comenzó la investigación periodística y el escándalo político más famosos de la historia reciente de Estados Unidos, el caso Watergate. Hoy se cumplen 50 años de aquella detención.
Tras muchos meses de una tenaz investigación liderada por los periodistas del Washington Post Bob Woodward y Carl Bernstein, el 37º presidente de la primera potencia del mundo, Richard Nixon, acabaría dimitiendo el 9 de agosto de 1974; era la primera vez que esto sucedía en el país. Fue el final del mito y de la ensoñación del sueño americano, y un episodio cuya herencia más destacada ha sido la presidencia de Donald Trump casi medio siglo más tarde.
El complejo del Watergate está formado por diversos edificios de viviendas y oficinas y un hotel. Por un lado, los edificios dan al río Potomac y tienen vistas al histórico barrio de Georgetown. Por el otro, están orientados hacia la Avenida de Virginia; al otro lado del río, de hecho, se halla ya el Estado con ese nombre. En esta acera, en el número 2600, se yergue el edificio de once pisos en cuya oficina número 600 de la sexta planta tuvo lugar el intento de Nixon de espiar al Partido Demócrata.
La actual recepcionista del 2600 de Virginia Avenue, una chica que nació muchos años después del escándalo, asegura que lleva recibiendo visitas de periodistas y turistas toda la semana. "De forma puntual siempre venían personas interesadas por este lugar, pero esta semana está viniendo gente todo el tiempo", dice. Aquellas oficinas del Partido Demócrata son hoy la sede de la editorial de publicaciones científicas SAGE.
Son sobre las 10.00 horas y un señor de 75 años se dirige a las escaleras mecánicas del edificio aledaño. Se llama Barry Schochet. Resulta que vive en uno de los apartamentos. Aún no está jubilado, dice. "Soy un hombre de negocios, tengo mi propia empresa, dedicada a instalar placas solares". ¿Qué recuerda usted del escándalo del Watergate? Sonríe. Barry Schochet tenía entonces 25 años y trabajaba para el senador demócrata Sam Ervin, quien formó parte del comité del Senado que llevó la investigación del caso.
"El pueblo americano se dio cuenta por primera vez de un caso de corrupción enorme"
"El caso Watergate fue importante porque fue la primera vez que un presidente y su administración estuvieron bajo un escrutinio tan grande por parte de la sociedad y de los medios de comunicación, ya no sólo la prensa y la radio, sino la televisión, que vivía un auge tremendo esos años", recuerda, y añade: "El pueblo americano se dio cuenta por primera vez de un caso de corrupción enorme en el gobierno federal de Washington y se preguntó, también por vez primera, si no llevarían sucediendo cosas así todo el tiempo". Si el sistema no había estado siempre podrido.
"Recuerdo que no dábamos crédito", dice Schochet, "pero a medida que se conocían más y más detalles de la investigación, el caso cada vez tenía peor pinta y quedaba claro que Nixon estaba implicado en muchas de las actividades ilegales que se exponían: usar fondos de campaña para perjudicar al Partido Demócrata, para contratar espías y todo tipo de gente para cometer acciones ilegales. Cuando el pueblo americano descubrió esto fue un completo shock".
"A partir de entonces, el escrutinio público y mediático del gobierno federal ha sido muy alto, yo diría que hoy es extremo, microscópico, y eso empezó en el Watergate. Antes, salvo unos años con el asesinato de Kennedy, la atención del público apenas se había dirigido hacia Washington", recuerda.
"Quizás por esa atención mediática", dice Schochet, "junto con internet y las redes sociales, han llevado al país a una polarización elevadísima, como yo nunca había visto. En el comité del Senado que investigó a Nixon, nosotros trabajábamos con los republicanos sin diferencias, todos queríamos hacer un buen trabajo y cumplir con nuestro deber, no mirábamos tanto a qué partido pertenecía cada uno. Hoy esto sería imposible. Los dos partidos están alineados sobre mí mismos y el sectarismo es terrible", lamenta.
La primera exclusiva, de Alfred E. Lewis
Como cuentan Woodward y Bernstein en su libro Todos los hombres del presidente, ambos comenzaron a trabajar el caso, aunque por separado, la mañana siguiente a las detenciones. La primera información sobre las detenciones, sin embargo, no la publicó ni uno ni otro, sino el veterano redactor Alfred E. Lewis, que entonces tenía 52 años y 35 de profesión a sus espaldas. Fue Lewis quien publicó en la edición del domingo del Post la noticia cuyo titular pasaría a la historia: Cinco detenidos en una conspiración para pinchar las oficinas del Partido Demócrata (5 Held in Plot to Bug Democrats' Office Here).
Lewis era un periodista de otra época de los que ya no quedan en las redacciones
Lewis es una de esas decenas de personas que tuvieron que ver con la investigación del Watergate y que contribuyeron, cada uno en su medida, al éxito en la investigación Post y, finalmente, a la dimisión de Richard Nixon.
Lewis era un periodista de otra época de los que ya no quedan en las redacciones. Según se describe en Todos los hombres del presidente, era "un tipo legendario en el ámbito periodístico de Washington, medio policía, medio periodista, un hombre que muchas veces se metía dentro de una de las zamarras de oficial de la Policía Metropolitana. En sus 35 años de oficio, Lewis jamás había escrito un reportaje; su trabajo se limitaba a enterarse de los detalles y enviarlos a un redactor que se encargaba de escribirlo por él. Durante años, el Post ni siquiera tuvo una máquina de escribir en la sala de prensa del cuartel general de la policía".
Fue él quien le contó a Woodward en la misma mañana del sábado que los cinco detenidos comparecerían ese día ante el juez. Woodward fue hasta los juzgados de Washington para cubrir la vista oral y fue a partir de ahí cuando empezó a tomar cuerpo la historia. Hasta ese momento era absolutamente improbable que el Partido Republicano pudiera estar detrás del intento de espionaje.
Nixon era presidente, andaba muy por delante en las encuestas y los demócratas no tenían ningún candidato atractivo entre manos de cara a las elecciones previstas para el 7 de noviembre de 1972. El candidato final acabaría siendo, por sorpresa, el senador por Dakota del Sur George McGovern, aupado por los sectores más izquierdistas del partido (el candidato prometía sacar todas las tropas de Vietnam e instalar un salario mínimo universal). McGovern acabó perdiendo contra Nixon por más de 20 puntos, una de las derrotas más abultadas de la historia.
La vista oral empezó a las 3.30 horas del sábado y Woodward fue testigo de momentos surrealistas, como cuando el juez les preguntó a los acusados cuál era su profesión. Entonces, uno de ellos se levanta y, hablando por el grupo, responde: "Somos anticomunistas". Lo cierto es que cuatro de ellos tenían origen cubano y provenían de la lucha anticomunista en la isla.
Cuando el único que no lo tenía, James McCord, sale a declarar llega el momento en el que esta historia da su primer giro crucial. Preguntado por su profesión, responde de manera un tanto abstracta: "Consejero de seguridad". El juez le pide que concrete para quién o dónde trabaja. McCord dice, evasivo, que hacía poco que se había retirado del servicio del gobierno. El magistrado le pide concreción y aquí es cuando lo que era una chapuza de cinco delincuentes comunes empieza a transformarse en un escándalo nacional. ¿Qué servicio del gobierno? Y McCord responde: "La CIA".
Woodward tenía 29 años y Bernstein 28 y jamás habían trabajado juntos en un reportaje
Woodward sale pitando para la redacción. Cuenta lo que ha pasado. Se pone a hacer llamadas. Descubre que otro redactor también está trabajando en el caso. Era Carl Bernstein. Eran la noche y el día. Woodward había nacido en Illinois, se había graduado en Yale y llevaba en el Post algunos meses. Bernstein era nativo de Washington, hijo de los activistas de derechos humanos y sindicalistas Alfred Bernstein y Sylvia Walker, y un plumilla de los de antes: había empezado como botones en el Washington Star con 16 años, a los 19 era ya reportero con contrato fijo y cuando empezó el Watergate llevaba seis años en el Post. Woodward tenía 29 años y Bernstein 28 y jamás habían trabajado juntos en un reportaje.
Una fuente clave: Garganta Profunda
Ambos se ponen manos a la obra con la ayuda de otros compañeros de la redacción y en las primeras 48 horas de trabajo ya empiezan a salir nombres de personas que trabajan o habían trabajado para la Casa Blanca y conexiones con la CIA por todas partes. Si seguían metiendo el bisturí tocarían hueso. Les esperaban muchos meses de trabajo, con altibajos y decepciones, pero la presa estaba ahí en alguna parte y la clave era no dejarla escapar. Para ello entró en juego el otro elemento de este episodio que ha pasado a la historia: Garganta Profunda.
La identidad de Garganta Profunda estuvo oculta hasta mayo de 2005
Fue la fuente más conocida de Woodward y Bernstein en la investigación del Watergate. Su identidad permaneció oculta hasta que el 31 de mayo de 2005 la web de la revista Vanity Fair la reveló en una exclusiva: bajo el apodo de Garganta Profunda se escondía el otrora subdirector del FBI William Mark Felt. En ese momento, Felt tenía 91 años y padecía demencia senil; murió en diciembre de 2008. Ese mismo 31 de mayo de 2005, Woodward, Bernstein y el director del Post, Ben Bradlee, firmaron un comunicado conjunto que confirmaba la identidad de Felt. Se ponía así fin a un misterio que había durado más de 30 años.
Woodward había conocido a Felt por casualidad en 1970. El periodista estaba entonces en el Ejército y trabajaba a menudo de repartidor correos para llevar cartas a la Casa Blanca. Fue allí, en una sala de espera, donde coincidió con Felt. Pero Woodward no debería haber estado allí. En 1965 se había graduado en Yale con una beca de la Marina que le exigía que tras titularse se incorporara al Ejército durante cuatro años. En 1969, cuando expiraba ese plazo, la Marina le extendió un año más el servicio de forma obligatoria debido a la Guerra de Vietnam.
Woodward y Felt hablaron de esto y aquello mientras esperaban en la Casa Blanca y aquél acabó diciendo que trabajaba para el FBI. Woodward le pidió el teléfono por aquello de acumular contactos de interés y hacer conexiones para poder hacerse una carrera en una ciudad como Washington. En agosto de 1970, Woodward terminó en la Marina, el Post de Bradlee lo fichó como redactor y en mayo del 71 Woodward usó por primera vez a Felt como fuente. Fue en una serie de reportajes que escribió sobre el intento de atentado contra el gobernador de Alabama y candidato demócrata a las primarias George Wallace, quien aún en 1971 hacía campaña apostando por la segregación racial.
Era precisamente la serie de reportajes que Woodward había terminado de publicar cuando aquella mañana del sábado 17 de junio de 1972, el jefe de local del Washington Post lo despertó en su apartamento para que encargarle el seguimiento de aquel anodino episodio nocturno en el que cinco personas habían sido detenidas en el complejo de edificios del hotel Watergate.
Un presidente en la cumbre
Nixon era un presidente experimentado: había sido vicepresidente con Dwight Eisenhower entre 1953 y 1961, y aunque justo después perdió las elecciones contra John Fitzgerald Kennedy, acabó ganando las de 1968 y en enero del año siguiente tomó posesión en la Casa Blanca. Para junio de 1972 estaba en la cumbre de su carrera política. A nivel interno, obligaría a la integración racial en las escuelas sureñas, crearía la Agencia de Protección del Medio Ambiente y dedicaría muchos fondos para la ciencia: en apartados tan terrenales como la lucha contra el cáncer y en otros más estelares como la carrera espacial. Nixon fue el presidente de Estados Unidos cuando Neil Armstrong pisó la Luna el 20 de julio de 1969.
Nixon estaba lanzado: viajó a China y a la URSS
Esta victoria en la carrera espacial fue una de sus primeras jugadas maestras en el ámbito de la Guerra Fría. Nixon estaba lanzado: a finales de febrero de 1972, el año del Watergate, viajó a China en un ejercicio de distensión internacional: visitó Pekín, Hangzhou y Shanghái y se reunió con el primer ministro chino, Zhou Enlai. Apenas tres meses más tarde, el 26 de mayo, viajó a Moscú y firmó junto al secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la URSS, Leonid Brézhnev, el tratado sobre Misiles Antibalísticos (SALT, en inglés), que estuvo en vigor hasta 2002.
Sin embargo, algo olía a podrido en Washington y en Estados Unidos; el gusano llevaba tiempo dentro de la manzana. En 1945, Estados Unidos se había proclamado vencedor de la Segunda Guerra Mundial junto al bando aliado. A partir de entonces, se había convertido en la mayor potencia industrial y económica del planeta junto a la URSS, cada una en su propia esfera. Empezaban los años de oro americanos: prosperidad, empleo, una clase media propietaria y que mandaba a sus hijos a la universidad y que adquiría masivamente una televisión, un frigorífico, un coche… y un cine de Hollywood y una música que llevaban años transmitiendo que aquello era una arcadia feliz. La única pega seguía siendo la discriminación de las minorías, especialmente de la población negra.
Pero también eso estaba a punto de cambiar. John Fitzgerald Kennedy, cuyo carácter y forma de hacer política conectaba mejor con las generaciones jóvenes y con los nuevos medios de comunicación, había derrotado a Nixon para convertirse en presidente en enero de 1961. El 25 de noviembre de dos años más tarde es asesinado en Dallas. Su sucesor, el también demócrata Lyndon B. Johnson, acabaría firmando la ley de los Derechos Civiles (1964) y del Derecho al Voto (1965), las leyes que empezaron a poner en pie de igualdad a los negros, latinos, mujeres y otras minorías en Estados Unidos. Como decía la canción de Sam Cooke de 1964, A Change is Gonna Come. Era lo que se respiraba en la época: el cambio va a llegar.
Sin embargo, la guerra de Vietnam, el hecho de que los jóvenes se sienten lejísimos de las élites políticas y de que aún perviven las desigualdades, sumado a la contracultura y movimientos de protesta como el hippy o el feminista, llevarán al país a una tensión social elevada. En febrero de 1965 es asesinado Malcolm X y Robert Kennedy en junio de 1968, cuando estaba en el proceso de las primarias demócratas. Ese preciso verano, la desafección social es tan extrema que estallan las protestas en decenas de ciudades. Es el Long Hot Summer, el largo y cálido verano, que acaba con las protestas de Washington (los DC riots) en abril de 1968, desatadas a consecuencia del asesinato de Martin Luther King en Memphis. Se producen cientos de muertos y heridos por todo el país.
“Se acabó el ritmo que alimentó los 60”
El país era otro y se notaba en todo. Easy Rider metió al cine en una trayectoria diferente y daría el pistoletazo de salida a la llamada generación de los barbudos: los Coppola, George Lucas, Spielberg, Scorsese. En la música, eran los años de Elvis, de Jimmy Hendrix, de la canción protesta, de la explosión del blues de Chicago, del 1965 en que Bob Dylan usó una guitarra eléctrica en el festival folk de Newport. En literatura, se vivía la explosión del Nuevo Periodismo con Tom Wolfe al frente, o el despegue del periodismo gonzo de Hunter S. Thompson, cuyo Miedo y asco en Las Vegas es una de las crónicas clásicas de la muerte del sueño americano.
"En esta época aciaga de Nixon, todos estamos conectados ya a un viaje de supervivencia. Se acabó el ritmo que alimentó los años 60", escribe Thompson en dicha obra. La contracultura y el movimiento hippy tuvieron su festival en Woodstock en agosto de 1969, al que acudieron unas 500.000 personas. Toda una celebración y un canto a la vida. Sin embargo, el sábado 6 de diciembre de 1969, llegó el desastre del festival de Altamont, que pretendía ser un Woodstock 2 y acabó siendo un escenario de violencia y locura. Fue el sello de defunción a los años 60. "La ruptura final llegó en Altamont", escribe Thompson, “aunque para entonces hacía tiempo que eso estaba claro para todo el mundo salvo para un puñado de gente de la industria del rock y de la prensa nacional".
Algunos años antes, en 1963, Katherine Graham se había convertido en la presidenta de la empresa editora del Washington Post, tras la muerte de su marido Phillip Graham, que había presidido la firma desde 1946. Graham es otro de los grandes nombres del periodismo y del Watergate. Fichó a Ben Bradlee en 1965 y se propuso que el Post fuera uno de los grandes periódicos del país. En junio de 1971, el periódico había publicado los llamados Papeles del Pentágono, documentos con información secreta sobre la implicación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam. En junio del año siguiente llegaría el caso Watergate.
Nixon, indultado por su sucesor
Richard Nixon estuvo durante meses negando cualquier involucración de la Casa Blanca en los hechos del Watergate y atacando a la prensa, a las instituciones y a todo lo que se movía. El trabajo periodístico del Post y otros medios (como Hersh en el New York Times) poco a poco fue desvelando la realidad. Las dimisiones empezaron a sucederse y finalmente llegó el momento del juicio político, el temido impeachment, que fue lanzado en la Cámara de los Representantes del Congreso el 30 de octubre de 1973. Nixon acabó dimitiendo el 9 de agosto de 1974, antes del voto final del Senado para evitar ser destituido en dicha sesión.
Finalmente, tras el proceso judicial del caso Watergate, hasta 48 personas fueron declaradas culpables, muchas de las cuales entraron en la cárcel. Especialmente destacan el jefe de gabinete de Nixon, Bob Haldeman, y John Ehrlichman, consejero personal del presidente, ambos condenados a un año y medio.
A Nixon lo sucedió su vicepresidente, Gerald Ford, que lo indultó el 8 de septiembre, esto es, 30 días después de su dimisión. Ford acabaría sucumbiendo en las elecciones del 76 contra Jimmy Carter, el presidente de un nuevo Partido Demócrata, ese partido que a partir de Lyndon B. Johnson había terminado por ser el partido progresista del país, el partido de las minorías y de la población negra (hasta mediados del siglo XX, los negros habían sido republicanos por fidelidad al presidente que abolió la esclavitud, Abraham Lincoln, que pertenecía a dicho partido). Tras Carter gobernarían por parte demócrata, Bill Clinton, Barack Obama y ahora Joe Biden.
La herencia que dejó Nixon fue una desconfianza social hacia el establishment político
La herencia que dejó Nixon fue una desconfianza social hacia el establishment político, el cinismo político, la herencia de un presidente dispuesto a todo para seguir en el poder y un Partido Republicano que cada vez se escoraría más hacia el conservadurismo moral y económico. Tras Nixon, los presidentes republicanos de Estados Unidos han sido Ronald Reagan, Bush padre e hijo y Donald Trump.
"Nixon es la muerte del sueño americano, su lado oscuro... representa todo lo que está mal en este país… la codicia, la traición, la estupidez, la avaricia", afirma Hunter S. Thompson en un documental de la BBC de 1978.
"Y entonces llegó Trump"
En un artículo publicado en el Washington Post el pasado 5 de junio, Woodward y Bernstein afirman que "como periodistas, hemos estudiado a Nixon y escrito sobre él durante casi medio siglo, durante el cual creímos con gran convicción que nunca más Estados Unidos tendría un presidente que pisoteara el interés nacional y socavara la democracia mediante la audaz búsqueda del interés personal y político. Y entonces llegó Trump".
"El núcleo de la criminalidad de Nixon", añaden, "fue su exitosa subversión del proceso electoral, el elemento más fundamental de la democracia estadounidense. Lo logró mediante una campaña masiva de espionaje político, sabotaje y desinformación que le permitió determinar literalmente quién sería su oponente en las elecciones presidenciales de 1972".
"Tanto Nixon como Trump", prosiguen, "crearon un mundo conspirativo en el que la Constitución de Estados Unidos, las leyes y las frágiles tradiciones democráticas debían ser manipuladas o ignoradas, los oponentes políticos y los medios de comunicación eran enemigos, y había pocas o ninguna restricción a los poderes confiados a los presidentes". Ésta ha sido, medio siglo después, la herencia del Watergate.
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