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Centenario de la Revolución rusaLas jornadas de julio de 1917: el primer intento de asaltar los cielos
A comienzos de verano de 1917 la situación en Petrogrado seguía deteriorándose. Los reveses en la guerra y la escasez de bienes comenzaban a impacientar a los consejos de obreros y soldados, que demandaban al Soviet de Petrogrado asumir plenamente las funciones de gobierno. Una manifestación armada que se extendió por tres días para empujar al Gobierno Provisional a adoptar medidas de urgencia fracasó, pero la experiencia no cayó en saco roto.
Àngel Ferrero
Moscú-
“¡Abajo los ministros de los capitalistas!”, era el nuevo eslogan que recorría las calles de Petrogrado en 1917. La llegada de Lenin en abril iba empujando lentamente a los bolcheviques hacia posiciones revolucionarias y cimentando la situación de doble poder (dvoevlastie), que, en palabras de Trotsky, “por su propia naturaleza […] no puede ser estable”. Las posteriormente conocidas como jornadas de Julio fueron el primer aviso serio para el débil Gobierno Provisional de que los consejos (soviets) de diputados soldados y obreros -con capacidad para movilizar a cientos de miles de personas- no estaban dispuestos a aceptar soluciones a medias.
Aunque esta serie de manifestaciones armadas terminó con el arresto de varios dirigentes bolcheviques, “como prueba técnica”, como escribiría más tarde el presidente del Partido Democrático Constitucional (kadet) Pável Miliukov, “la experiencia fue sin duda para ellos [los bolcheviques] de un valor extraordinario: les mostró con qué elementos tenían que tratar, cómo organizar a esos mismos elementos y, finalmente, qué resistencia opondría el gobierno, el soviet y las unidades militares... Era evidente que cuando llegase el momento de repetir el experimento, lo llevarían a cabo de manera más sistemática y concienciada.”
Nubes de tormenta
La revolución de febrero terminó con la abdicación del zar Nicolás II y la proclamación de la República rusa. La coalición de gobierno formada por socialistas y liberales había tomado las riendas de un país cuyos problemas se habían desbocado. En 1915 el monto del coste económico de la guerra ascendía a diez mil millones de rublos; en 1916, a 19 mil millones; y sólo durante la primera mitad de 1917, a más de diez mil millones de rublos. “Para comienzos de 1918, la deuda nacional habría alcanzado los 60 mil millones de rublos y prácticamente igualado toda la riqueza del país, estimada en 70 mil millones”, escribe León Trotsky en su Historia de la revolución rusa.
La devaluación que había experimentado el rublo todavía agravaba más el problema de la deuda. La impresión de nuevos billetes, conocidos como 'kerenskis', se disparó –tres mil millones de rublos entre marzo y junio, 2,3 mil millones entre julio y agosto–, y con ella la inflación. El Gobierno Provisional decidió emitir bonos de guerra y, con la ayuda del Soviet de Petrogrado, iniciar una campaña de subscripción entre los obreros y soldados, a la que se opusieron los bolcheviques con el argumento de que no servía más que para prolongar el conflicto. La campaña terminó fracasando, ya que fue rechazada tanto por las clases medias – empobrecidas y frustradas con el nuevo gobierno– como por los soldados –hastiados por la guerra– y los obreros –el Gobierno Provisional había reducido la producción de metal en un 40% y de tejidos en un 20% para hacer frente a la deuda, provocando el cierre de varias fábricas–.
Las locomotoras de los ferrocarriles precisaban reparación, el combustible escaseaba, los alimentos no llegaban a las ciudades. Las reservas de harina de Petrogrado bastaban para diez o quince días. En el frente, una nueva ofensiva rusa se estrellaba contra las líneas alemanas. Buscando complacer a sus aliados con el fin de obtener un crédito con el que estabilizar la economía, el Gobierno Provisional decidió lanzar una ofensiva en Finlandia, mientras en Ucrania, a las tensiones entre diversas facciones aún había que añadir el despertar nacionalista, abriendo una nueva crisis que avanzaba ineluctablemente hacia el conflicto.
“Esto no era lo que los obreros esperaban de la revolución”, afirma Trotsky. “La indecisión es la peor condición posible en la vida de gobiernos, naciones y clases, así también individuos. […] el régimen doble […] era la indecisión organizada. Todo parecía ir contra el gobierno. Sus partidarios se estaban convirtiendo en opositores, sus opositores, en enemigos, y sus enemigos comenzaban a empuñar las armas. La contrarrevolución comenzaba a movilizarse abiertamente en el comité central del partido kadet, el estado mayor de todos quienes tenían algo que perder.”
La desesperación de los obreros y los soldados crecía, y “no encontrando ningún canal, la energía despertada en las masas se consumía en actividades autónomas, manifestaciones de guerrillas, confiscaciones espontáneas.” A finales de junio los obreros de la factoría Putilov –donde trabajaban 36.000 personas– se declararon en huelga; el soviet de Kronstadt exigía la liberación de presos anarquistas al Ministerio de Justicia, amenazando con marchar a la prisión si no se cumplía su demanda; en Petrogrado regimientos enteros de soldados se pronunciaban en contra del Gobierno Provisional y por la transferencia del poder a los soviets. El 21 de junio el regimiento de ametralladoras aprobaba una resolución negándose a partir al frente si la guerra no tenía un carácter revolucionario. El 2 de julio (15 de julio, según el calendario gregoriano) cuatro ministros kadetes abandonaban en protesta la coalición de gobierno, un día antes de la manifestación convocada por el primer regimiento de ametralladoras.
La jornada del 3 de julio
La mañana del 3 de julio (16 de julio), miles de soldados del regimiento de ametralladoras rompen filas, eligen a sus propios representantes y deciden en asamblea, inspirados por los anarquistas, convocar una manifestación armada y marchar hasta el Palacio Táuride para derrocar al Gobierno Provisional y hacer efectiva la transferencia de poder a los soviets. Los soldados envían de inmediato delegados a otros regimientos, a las fábricas y a Kronstadt para recabar apoyos entre los soldados, los obreros y los marinos. Muchos dudan, pero al final incluso algunos bolcheviques acaban sumándose a la propuesta. ¿Acaso no se hizo la revolución en febrero sin contar con la dirección de ningún partido? El secretario del comité de la factoría Putílov, un bolchevique, al presentar sus objeciones y llamar a esperar instrucciones del partido, es apremiado por los obreros. “Queréis posponer de nuevo las cosas, no podemos seguir viviendo así más tiempo”, le responden.
Comienzan a repartirse fusiles y granadas entre los soldados y la Guardia Roja, y a instalarse las ametralladoras sobre los camiones. A las siete de la tarde todas las fábricas de Petrogrado han dejado de trabajar. Una hora después, miles de personas, muchos de ellos con fusiles al hombro, comienzan su marcha al Palacio Táuride –donde se encuentra reunido el Comité Ejecutivo Central del Soviet de Petrogrado– bajo las banderas rojas. Exigen: el cese de diez ministros burgueses, la transferencia de todo el poder a los soviets, el fin de la ofensiva militar, la confiscación de las imprentas de la prensa burguesa, la nacionalización de la tierra y el control estatal de la producción industrial.
A su paso por la mansión Brandt –popularmente conocida como “el palacio de Kschessinska” o Kschesínskaia–, que había sido confiscada por los bolcheviques para convertirla en su sede, los dirigentes de este partido no pueden esconder su preocupación. Consideran el movimiento prematuro pero, no pudiéndose oponer a él, intentan convencer a los manifestantes que abandonen las armas y conviertan la movilización en una protesta de masas. La propuesta no prospera y la marcha sigue su curso.
A su avance se producen los primeros choques con veteranos de guerra. Se oyen los primeros disparos. Hacia la medianoche se registra un tiroteo en la Avenida Nevsky, cunde el pánico, los soldados se echan al suelo, los obreros se dispersan, hay muertos y heridos, pero la manifestación avanza. Las noticias llegan al Palacio Táuride, donde el Soviet de Petrogrado celebra una reunión. “No hemos convocado esta manifestación”, aclara el bolchevique Lev Kámenev, “han sido las propias masas populares las que han salido a la calle, pero puesto que las masas han tomado esta decisión, nuestro lugar es entre ellas, y nuestra tarea presente dar a este movimiento un carácter organizado.”
Decenas de miles de manifestantes logran alcanzar al Palacio Táuride y rodearlo. Sin ellos saberlo, Nikolái Chjeidze, “presidente del Soviet y candidato lógico a primer ministro” de producirse la transferencia de poder que demandan los manifestantes, como recuerda Trotsky, encadena las llamadas de teléfono con el fin de encontrar tropas dispuestas a dispersar a los manifestantes. Representantes mencheviques y social-revolucionarios salen a dialogar con los soldados y obreros, pero su objetivo real es ganar tiempo.
Los manifestantes deciden no abandonar el lugar, como medida de presión. Los marinos de Kronstadt comunican a Zinóviev que al día siguiente marcharán sobre Petrogrado sin que nadie se lo impida. Nadie está dispuesto a dejar que un grupo de oficiales reaccionarios se imponga sobre miles de obreros desarmados. Al Palacio Táuride consigue llegar un panfleto bolchevique pidiendo “una manifestación pacífica y organizada para transmitir la voluntad de los manifestantes al Comité Ejecutivo reunido en sesión.”
La jornada del 4 de julio
El 4 de julio (17 de julio) el Comité Militar Revolucionario, de mayoría bolchevique, intenta ponerse al frente de la manifestación y envía vehículos blindados a los puentes que conducen al centro de la capital y los principales cruces para proteger a los manifestantes. Las reuniones y asambleas se suceden, y las demandas al Comité Ejecutivo del Soviet de Petrogrado se acumulan en el segundo día de manifestación. También la tensión: el Comité Ejecutivo sigue buscando tropas leales, las autoridades ordenan a los habitantes no abandonar sus casas y un general del ejército, Polontsev, declara públicamente que limpiará Petrogrado de insurrectos. Los tiroteos se suceden.
A las doce del mediodía diez mil marinos, soldados y trabajadores procedentes de Kronstadt desembarcan en Petrogrado y se suman a las columnas de manifestantes y la Guardia Roja, aumentando la presión sobre las autoridades. Después de varios incidentes –entre la Avenida Nevsky y Liteiny, entre Liteiny y la calle Panteleimonov–, varios manifestantes han dejado de llevar los fusiles al hombro, y el dedo reposa sobre el gatillo. A las ocho, dos escuadrones de cosacos sale al encuentro de la manifestación. No sólo portan fusiles, sino un cañón de artillería: la intención es clara y no tardan en abrir fuego. “Los obreros y los soldados”, recuerda Metélev, un obrero de Petrogrado, “se dispersaron buscando refugio, o simplemente se lanzaron al suelo bajo el fuego y respondieron”. Siete cosacos y seis manifestantes mueren en el enfrentamiento, y diecinueve cosacos y veinte manifestantes resultan heridos. Aquí y allá, los cuerpos sin vida de los caballos completan el cuadro de guerra civil incipiente. Las primeras familias con poder adquisitivo comienzan a dirigirse precipitadamente a la estación de tren para abandonar la ciudad.
Los manifestantes –muchos de los cuales sospechan que la batalla no ha sido casual, sino una provocación para justificar la represión– logran alcanzar el Palacio Táuride y obligan a comparecer al social-revolucionario Víctor Chernov, ministro de Agricultura del Gobierno Provisonal y presidente de la Asamblea Constitucional (más tarde Chernov alegaría haber sido retenido por los manifestantes). “¡Buen viaje!”, exclama Chernov refiriéndose a los ministros kadetes que han abandonado el gobierno, esperando el aplauso de la multitud. Pero en su lugar, recibe la siguiente respuesta: “¿Y por qué no lo has dicho antes?”. Otro agita su puño delante de la mismísima cara del ministro: “Toma el poder, maldito hijo de puta, te lo estamos ofreciendo.”
“A muchos manifestantes la victoria les parecía segura”, escribe Trotsky para añadir de inmediato: “En realidad, el principal obstáculo se encontraba en el mismo palacio”. Zinoviev abandona el edificio para llamar a los manifestantes a dispersarse en orden y evitar caer en cualquier tipo de provocación. Aunque muchos de ellos obedecen, los choques entre manifestantes y contramanifestantes se suceden a lo largo de la noche, los marinos de Kronstadt y soldados registran edificios en busca de francotiradores. Allí donde se sienten fuertes, los burgueses rodean y agreden a los obreros y tratan de lanzarlos a los canales entre gritos de “¡Golpead a los judíos y los bolcheviques! ¡Ahogadlos!”.
Varios son arrojados a los canales, y uno de ellos muere en el hospital a consecuencia de las heridas causadas. El Comité Central del Partido bolchevique aprueba una resolución para poner fin a la manifestación. Apenas se hace necesario hacerla circular porque los obreros comienzan a volver a sus casas. “Descubrieron que el problema del 'poder a los soviets' era considerablemente más complicado de lo que parecía”, ironiza Trotsky.
Mientras, se levanta el asedio al Palacio Táuride. El 5 de julio (18 de julio) irrumpe un grupo de oficiales y soldados al himno de la Marsellesa. “Camaradas, no se pongan nerviosos: no hay ningún peligro”, tranquiliza a sus colegas el menchevique Fiódor Dan, “estos regimientos son leales a la revolución.” Los soldados “leales a la revolución”, según relata Trotsky, ocupan los pasadizos, desarman a los manifestantes que quedan en el edificio y los golpean para después arrestarlos. El menchevique Gueorgui Kuchin, de uniforme militar, sube a la tribuna, donde le espera con los brazos abiertos Dan. La Marsellesa vuelve a sonar, pero más que acompañar a la escena sirve de contrapunto a la misma. “Una clásica imagen”, afirma Julius Martov, “del comienzo de una contrarrevolución”.
El desenlace
Tras las jornadas de julio, el Gobierno Provisional ordenó el arresto de cientos de personas. A la mañana del día siguiente las oficinas de Pravda fueron asaltadas por tropas gubernamentales y destrozadas, y los empleados del diario, detenidos. Las máquinas de la imprenta del periódico –que habían sido adquiridas por subscripción popular– fueron destruidas. “Al parecer, los bolcheviques se equivocaban al acusar al gobierno de Kerenski de carecer de energía”, bromea Trotsky. Los dirigentes bolcheviques fueron acusados de crear desórdenes por instrucción de los alemanes y arrestados. Trotsky, Kamenev y Lunacharsky fueron detenidos el 4 de agosto (17 de agosto) y enviados a la Fortaleza de Pedro y Pablo; Kolontái fue detenida el 5 de julio (18 de julio) en la estación de Torneo, en la frontera entre Suecia y Finlandia; Lenin consiguió escapar a Finlandia y pasar a la clandestinidad. En Kronstadt, el soviet local se negó a revelar el paradero de sus dirigentes –entre ellos los bolcheviques Fiódor Raskólnikov y Semión Roshal–, reclamados por el Gobierno Provisional como “contrarrevolucionarios”. Luego de amenazar el Gobierno Provisional con bloquear la base y bombardearla, Raskólnikov y Roshal se entregaron voluntariamente.
Las jornadas de julio se saldaron con 40 muertos –20 cosacos y 4 soldados de artillería por parte gubernamental, 16 por parte de los manifestantes– y 770 heridos, además de cientos de arrestos. En el resto del país hubo manifestaciones armadas también en Moscú, Ivano-Voznesensk, Riga, Nizhni Nóvgorod, Kiev o Krasnoyarsk que terminaron con resultados parecidos a los de Petrogrado.
A pesar de la reacción, el Gobierno Provisional no se recuperó de lo sucedido. Después de haber ordenado el arresto de la cúpula bolchevique, el primer ministro Lvov presentó su dimisión, abriendo una crisis de gobierno. Kerenski era nombrado su sucesor el 8 de julio (21 de julio). La coalición entre social-revolucionarios y mencheviques proclamaba “derechos ilimitados” y, como intuía Martov, convertía sobre el texto a los consejos de diputados obreros y soldados en un órgano consultivo. Éstos, a su vez, se resistirían a ceder el poder conquistado en la revolución de marzo. El Gobierno Provisional se encontraba atrapado literalmente entre la espada y la pared, ya que también impedía a los kadetes aumentar su influencia.
¿Podían los bolcheviques haber tomado el poder en julio?
Ésta es la pregunta que se hace Trotsky en su Historia de la revolución. “Abreviar los dolores del parto de la revolución proletaria cuatro meses hubiera sido una conquista inmensa: los bolcheviques habrían recibido al país en una condición menos exhausta, la autoridad de la revolución en Europa menos socavada”, escribe. “Esto –continúa– no sólo habría dado a los soviets una inmensa posición de fuerza en las negociaciones con Alemania, sino que habría ejercido una poderosa influencia en el devenir de la guerra en Europa”. La respuesta a la pregunta es, sin embargo, es negativa.
Lenin definió las jornadas de julio como “algo considerablemente más que una manifestación y menos que una revolución.” A juicio de los bolcheviques, la situación no era todavía madura. “Para encajar los innumerables ataques de un enemigo, la clase obrera precisa de la mayor tensión de sus fuerzas. En julio, incluso los obreros de Petrogrado no poseían esta preparación”, valora Trotsky. “Muchos aún abrigaban la esperanza de que todo se obtendría con declaraciones y manifestaciones, que asustando a los mencheviques y social-revolucionarios podría conseguirse hacerles emprender una política común con los bolcheviques […] Si el proletariado no era políticamente homogéneo y suficientemente determinado, aún menos el ejército, compuesto mayoritariamente por campesinos […] y la situación todavía era menos favorable en el ejército en activo. La lucha por la paz y la tierra había hecho al ejército sumamente receptivo, especialmente tras la ofensiva de junio, a las consignas de los bolcheviques, pero el bolchevismo 'espontáneo' del soldado no se identificaba en su conciencia con un partido en concreto, con su comité central o sus dirigentes.”
De haber tomado la decisión de tomar el poder, a juicio de Trotsky, los bolcheviques habrían triunfado, pero la reacción no habría tardado en organizarse –como evidenció la falta de éxito de las manifestaciones armadas en otras regiones y entre sectores del ejército, que el Gobierno Provisional pudo movilizar– y Petrogrado hubiera terminado sufriendo el mismo destino que la Comuna de París en 1871.
La cúpula bolchevique sería liberada en septiembre, poco después del intento de golpe de Estado de Kornílov, habiendo aprendido bien la lección. Y exactamente lo mismo puede decirse de los marinos de Kronstadt y de la Flota del Báltico en Helsingfors, unos 5.000 de los cuales, según fuentes historiográficas, participaron el 25 de octubre en el asalto al Palacio de Invierno.
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