Existen muchas razones, políticas, sociales, racionales y emocionales para apoyar una intervención en Libia, pero también las hay para rechazar tal actuación, especialmente por la necesidad de cuestionar el modelo en que se basa la intervención.
Los abajo firmantes, por las razones que más abajo explicitamos, nos mostramos solidarios con el pueblo libio en su proceso de democratización y, por esto, con el derrocamiento del coronel Gadafi, defendemos que las intervenciones internacionales sean de tipo político y no militar, y estén insertas en procesos que garanticen una paz real y duradera. Por estas razones, nos parece oportuno introducir en el debate que se está produciendo algunas preguntas y precisiones.
Antes de dar nuestro apoyo a la utilización de la fuerza militar en cualquier conflicto que puede derivar en guerra, la primera pregunta que nos deberíamos formular es: ¿qué complicidades existen desde la comunidad internacional o desde nuestro propio Estado? ¿Se encuentran estas entre las causas que han motivado el conflicto? Es decir, se trata de preguntarnos si existen intereses económicos o políticos por parte de nuestros propios Estados respecto del país que se pretende atacar.
La segunda pregunta no es de menor enjundia, pues también apunta a una cuestión decisiva para un comportamiento ético en política. ¿Se ha prestado ayuda militar o vendido armas por parte de los Estados intervinientes a ese gobierno despótico al que ahora se pretende derrocar?
Resulta evidente que, en el caso de Libia, hace apenas unas semanas, numerosos países occidentales firmaban convenios comerciales, establecían negocios conjuntos, prestaban ayuda financiera, instalaban industrias de extracción de hidrocarburos y, además, le vendían armas. Todo ello a sabiendas de que se beneficiaba a Gadafi y a su círculo más íntimo y no a la población libia, y a pesar del historial criminal del dictador, quien no mostró mejores maneras con el pueblo libio tras su acercamiento a Occidente, ni dejó de proporcionar armas y apoyos de todo tipo a grupos rebeldes y regímenes totalitarios y colaborar y financiar ataques contra población civil en numerosos países. Pese a ello, el dictador Gadafi se convirtió en un firme aliado y fue recibido con honores por buena parte de los países y dirigentes que hoy le demonizan.
Pero hay más preguntas, también importantes: ¿se habían agotado todos los medios políticos al alcance de la comunidad internacional para resolver el conflicto?, ¿No existen dudas razonables de que la medida militar adoptada tiene muchas probabilidades de provocar una mayor escalada de violencia y un mayor sufrimiento?
Además, resulta de una enorme hipocresía esgrimir el derecho a proteger a la población de Libia mediante el uso de la fuerza, mientras existen un sinfín de escenarios en el mundo donde no se hace absolutamente nada. Pues en la mayoría de países árabes donde existen duras dictaduras y algunas están masacrando a su pueblo, como en Yemen o Siria; o se pasa por alto el envío de tropas de Arabia Saudí a Bahréin para reprimir las revueltas de su población; o el angustioso caso de Palestina, que no hace falta detallar por ser demasiado conocido; por no mencionar la parálisis de la comunidad internacional en los casos de Chechenia, Guinea Ecuatorial, R.D. del Congo, Zimbabue y tantos otros. Y, en definitiva, ¿dónde se encuentra la responsabilidad de proteger cuando conocemos que, cada día, decenas de miles de personas mueren como consecuencia de la desnutrición o enfermedades fácilmente curables? ¿Son estas últimas maneras de morir menos dramáticas? ¿Es la responsabilidad de las autoridades menor? ¿Nos importa acaso más quién mata que quién muere?
Pero, además, antes de optar por la vía militar, existían medidas políticas de presión para frenar el conflicto, aislar al gobierno de Libia y expulsar a Gadafi del poder, si es que de eso se trata. Como arbitrar la congelación inmediata de todas las cuentas bancarias e intereses en empresas de Gadafi y su gobierno en el exterior (todavía no ha sido el caso en Italia y en otros lugares, a pesar de la obligatoriedad de las sanciones). Embargos económicos que debían paralizar todas las transacciones comerciales, incluidas las armas y los hidrocarburos; así como el reconocimiento de los rebeldes; y especialmente, presionar para convocar una conferencia regional en que participaran, además de gobierno y rebeldes, otros muchos actores representativos libios y los países árabes de la región, que posibilitara la resolución del conflicto. Conferencia que debería tener como objetivo terminar con la dictadura y facilitar una transición política.
Una vez expuestos los argumentos que deberían hacernos reflexionar sobre las bondades de una intervención militar por causas humanitarias liderada por muchos de quienes formaron parte del problema, queremos dar nuestro apoyo a los escasos pacifistas y gentes que han levantado su voz frente al obsceno espectáculo de guerra desplegado en Libia. Así como denunciar el coro farisaico y la impostura intelectual de quienes se dedican a menospreciar, reírse o insultar a los que critican esta nueva guerra. El valor moral de la noviolencia es muy superior al pragmatismo de la violencia como forma de solucionar los conflictos, como han mostrado los valientes luchadores contra la tiranía de Egipto o Túnez.
Pere Ortega, coordinador del Centre Delàs d'Estudis per la Pau
Francisco Fernández Buey, profesor de filosofía política de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona
Rafael Grasa, presidente del Institut Català Internacional per la Pau y profesor de relaciones internacionales de la Univesidadf Autónoma de Barcelona
Arcadi Oliveres, presidente de Justícia i Pau de Barcelona y profesor de economía aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona
Tica Font, directora del Institut Català Internacional per la Pau
Carmen Magallón, directora del Seminario Internacional por la Paz de Zaragoza
Carlos Taibo, profesor de ciencia política de la Universidad Autónoma de Madrid
José María Tortosa, profesor de sociología de la Universidad de Alicante
Vicent Martínez Guzmán, director y profesor de la Cátedra Unesco de Filosofía para la Paz de la Universidad de Castellón
Neus Sotomayor, directora de la Universitat Internacional per la Pau de Sant Cugat del Vallès
Manuel de Dios, presidente del Seminario Galego de Educación para la Paz
Alfons Banda, presidente de la Fundació per la Pau de Barcelona
María Oianguren, directora del Centro de Investigación por la Paz Paz Gernika Gogoratuz
Francisco A. Muñoz, profesor de filosofía del Instituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada
Anna Monjo, directora de la editorial Icaria
José Luís Gordillo, profesor de filosofía del derecho de la Universidad de Barcelona y miembro de la Plataforma Aturem la Guerra
Elena Grau, miembro del colectivo de mujeres de En pie de Paz
Eduardo Melero, profesor de derecho administrativo de la Universidad Autónoma de Madrid e investigador del Centre Delàs d'Estudis per la Pau
Jordi Calvo, investigador del Centre Delàs d'Estudis per la Pau
Gabriela Serra, activista del movimiento por la paz
Alejandro Pozo, investigador del Centre Delàs d'Estudis per la Pau
Carles Riera, profesor de sociología de la Universdad de Barcelona
Francesc Tubau, portavoz de la Plataforma Aturem la Guerra
Fernando Armendáriz, Instituto de Promoción de Estudios Sociales de Pamplona
Xavier Badia, profesor de Instituto
Anna Bastida, profesora de didáctica y educación para la paz de la Universidad de Barcelona
Pepe Beunza, primer objetor de conciencia de España
Jaume Botey, profesor de historia contemporánea de la Univesidad Autónoma de Barcelona
Tomás Gisbert, investigador del Centre Delàs d'Estudis per la Pau
Xavier Bohigas, profesor de física de la Universidad Politécnica de Catalunya e investigador del Centre Delàs
Teresa de Fortuny, miembro de la Plataforma Aturem la Guerra
Jordi Armadans, director de la Fundació per la Pau
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