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El Ejército de Myanmar arrastra al país asiático a una guerra civil

Dos meses después del golpe de estado en el país asiático, el conflicto parece cada vez más violento, con cientos de muertos y miles de heridos en las calles de las grandes ciudades.

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Una motocicleta en llamas en una de las protestas acontecidas esta semana en Mandalay, Myanmar. — REUTERS

Madrid, Actualizado:

La brutal represión del Ejército de Myanmar contra el movimiento de desobediencia civil pacífico desatada tras el golpe del 1 de febrero está sumiendo al país asiático en un estado de guerra civil. Los más de 500 manifestantes asesinados por las Fuerzas Armadas y la Policía desde el inicio de las protestas, según la Asociación para la Asistencia de Presos Políticos, nos revela una guerra enormemente desigual: el Tatmadaw (como se conoce al Ejército) cuenta con casi todas las armas pero carece casi totalmente de apoyo popular, mientras que la oposición al golpe ha logrado unir a un país profundamente dividido por las diferencias étnicas, religiosas y económicas.

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Ciudades como Yangon, la antigua capital, o Mandalay, están tomadas por el Tatmadaw, una fuerza de ocupación que considera a cualquier ciudadano como un enemigo en potencia. La violencia y el caos tras el golpe han llevado a varios países, entre ellos España, a urgir a sus nacionales que abandonen Myanmar lo antes posible. Pero el Ejército no ha logrado tomar el control de todo el territorio, pero sí se han sucedido huelgas de diversos sectores que han paralizado la economía. Por ejemplo, el puerto de Yangon está totalmente paralizado por el paro de los estibadores y transportistas, según informa el medio birmano Frontier Myanmar.

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La asonada se produjo dos meses después de las elecciones del pasado noviembre, en las que la Liga Nacional para la Democracia (LND), liderada por la Nobel de la paz Aung San Suu Kyi, volvió a obtener la mayoría tras sus primeros cinco años en el Gobierno. El Ejército había acusado sin pruebas a al Gobierno de fraude electoral y finalmente el comandante en jefe, Min Aung Hlaing, tomó el poder horas antes de la primera sesión parlamentaria y arrestó a Suu Kyi, a decenas de diputados electos de su partido y centenares de conocidos activistas.

Min Aung Hlaing predica que la toma de poder es constitucional y que su intención es celebrar nuevas elecciones tras un año de gobierno. Pero sus promesas de defender la democracia suenan cada vez más vacías a medida que se acumulan los muertos. Este golpe supone, paradójicamente, el desmantelamiento del sistema constitucional diseñado por la anterior junta militar (que gobernó entre 1988 y 2011), y que ha sido enormemente beneficioso para los generales desde que decidieron embarcarse hace un decenio en una transición a lo que denominaron una "democracia disciplinada".

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La Constitución asegura al Tatmadaw el control de tres ministerios clave (Defensa, Interior y Fronteras), una autonomía casi total con respecto al Gobierno civil y el 25% de los escaños en el Parlamento. Además, los generales han contado con una aliada inesperada en su transición: Aung San Suu Kyi, quien, tras 15 años bajo arresto domiciliario por su oposición al régimen, en 2011 decidió aceptar las reglas del juego impuestas por la junta militar, lo que culminó con la victoria electoral de su partido en 2015.

Suu Kyi y su ‘laissez faire’ a los militares

La Dama, como se conoce a Suu Kyi en Myanmar, nunca ocultó su intención de cambiar la Constitución para poner al Ejército bajo control civil, pero la Carta Magna está blindada para que cualquier enmienda sea imposible sin el asentimiento del Ejército. Entretanto, Suu Kyi y su partido mostraron tener más en común con el Ejército de lo que parecía durante la época de la dictadura.

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En primer lugar, Suu Kyi apoyó sin reservas las operaciones militares de 2016 y 2017 contra la minoría musulmana rohingya en el estado de Rakhine, que provocaron miles de muertos y el éxodo de casi 800.000 refugiados a la vecina Bangladesh. Los rohingya llevan sufriendo un régimen de apartheid desde hace décadas y abunda el racismo contra ellos en Myanmar, donde son considerados erróneamente ‘inmigrantes ilegales’ de Bangladesh. La LND de Suu Kyi no es ajena a ese racismo y ha contribuido enormemente a exacerbarlo.

Suu Kyi también apoyó al Ejército en sus conflictos con las decenas de guerrillas etnonacionalistas que luchan por la autonomía de las regiones fronterizas del país. Desde que Myanmar se independizara de los británicos en 1948, ha estado dominada por los bamar, la etnia mayoritaria que ha intentado imponer un modelo centralista sobre minorías que históricamente han pertenecido a reinos de las periferias. Durante su mandato, la Dama intentó poner en marcha un proceso de paz con los distintos grupos armados, pero fracasó estrepitosamente, en gran medida debido a que no tenía control sobre el Ejército, pero también por su negativa a hacer concesiones políticas, como señalaba en su día un informe de International Crisis Group.

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Por otra parte, Aung San Suu Kyi nunca se atrevió a tocar los intereses económicos de los generales, que controlan gran parte de la economía y son protagonistas del expolio de los recursos naturales a través de empresas privadas y grandes conglomerados de su propiedad, lo que organizaciones como Justice for Myanmar llevan años denunciando.

Hasta el golpe de estado del 1 de febrero, los militares y la LND habían alcanzado un incómodo, pero conveniente, modus vivendi, como explica el historiador Thant Myint-U en su reciente libro The Hidden History of Burma. Ello hace de la asonada un misterio, aún más difícil de resolver dada la absoluta opacidad del Tatmadaw, como reconocen expertos en el Ejército de Myanmar como el australiano Andrew Selth. Más allá de la ambición personal de Min Aung Hlaing, es muy posible que, ante una LND cada vez más asertiva tras su segunda victoria electoral, los generales perdieran la paciencia y decidieran "poner en su sitio" al gobierno civil.

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Ahora, con Aung San Suu Kyi incomunicada, tras su arresto después del golpe, el movimiento de desobediencia civil ha cobrado vida propia y nadie quiere volver a la "democracia disciplinada" de los generales, esa que pactó la Dama.

La inesperada solidaridad interétnica

Las protestas también se han extendido a la mayoría de las regiones donde habitan las minorías étnicas, que demandan una nueva constitución federalista. Mientras tanto, los bamar que viven en las zonas centrales, alejados de los conflictos en las fronteras, están sufriendo ahora la misma brutalidad por parte del Ejército que las minorías han padecido durante decenios, lo que está generando un incipiente movimiento de solidaridad interétnica sin apenas precedentes en Myanmar.

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Hasta los rohingya están recibiendo muestras de apoyo por parte de los bamar, que en algunos casos han manifestado su arrepentimiento por no haberlos apoyado cuando el Tatmadaw los estaba masacrando hace cuatro años, algo impensable hace solo unos meses.

Asimismo, un grupo de diputados electos en las últimas elecciones ha formado un gobierno clandestino, el Comité de Representación de la Pyidaungsu Hluttaw (Parlamento, CRPH) que está tratando de crear un ejército federal que una a todos los grupos armados para combatir al Tatmadaw. Muchas de las guerrillas han expresado su solidaridad con el movimiento de desobediencia civil, pero formar dicho Ejército supondría un trabajo diplomático casi titánico, ya que algunos de estos grupos rebeldes parecen poco dispuestos a luchar y otros están enfrentados entre sí, tal y como advierte el experto David Mathieson.

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La población de Myanmar está prácticamente sola frente al Ejército en un contexto internacional en el que la ONU muestra una vez más su impotencia. En este escenario, una intervención extranjera es poco probable y las sanciones contra los generales por parte de países occidentales son escasamente efectivas mientras cuenten con el apoyo de poderosos aliados como China o Rusia, dos de los ocho países que enviaron representantes a las celebraciones del Día de las Fuerzas Armadas en la capital, Naipidó, el 27 de marzo, mientras el Ejército mataba a más de 100 civiles en otras localidades.

Aunque se han producido algunas deserciones de oficiales de bajo rango, es poco probable que se produzca una rebelión dentro de un Ejército muy cohesionado, casi totalmente aislado de la sociedad y acostumbrado a considerarse el único garante de la unidad nacional, como muestra una investigación publicada por New York Times. Esa posibilidad disminuye a medida que el Tatmadaw comete más crímenes y más oficiales están implicados en ellos; pocas cosas unen tanto como la responsabilidad compartida en crímenes de lesa humanidad. Mientras Myanmar parece sumirse en una guerra civil, solo una unión de los diferentes grupos armados y el movimiento de protesta podría alterar el desequilibrio de fuerzas actual frente al brutal Ejército de Min Aung Hlaing, pero queda por ver si eso será posible.

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