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Desde el inicio de la guerra en el este de Ucrania en 2014, el fuego cruzado entre fuerzas ucranianas y separatistas nunca ha dejado de sucederse. El estruendo de los disparos se puede apreciar sin ningún problema en las ciudades y pueblos situados a tan solo unos kilómetros o en plena zona de contacto. La guerra se ha convertido en una parte más del día a día para 3.8 millones de personas, según señala el último informe de Humanitarian Response.
Los campos de lavanda y girasoles crecen salvajes a ambos lados de la carretera que conecta Mariupol, ciudad antiguamente ocupada por las fuerzas pro-rusas al inicio del conflicto y actual capital de la región de Donetsk, con Berdyanske, uno de los muchos pueblos que viven en pleno fuego cruzado. Denys Kozhukhov, chófer de la organización humanitaria ADRA (Agencia Adventista por el Desarrollo y la Asistencia) conoce bien la ruta que separa ambos lugares. Tras pasar el primer puesto de control dirigido por un grupo de soldados ucranianos, Kozhukhov no tarda en instalar dos banderines blancos con el símbolo de la organización humanitaria, a cada lado del vehículo. “Hace unas semanas un coche de la OSCE fue tiroteado en esta misma carretera por francotiradores”, afirma sin apartar la vista de la solitaria carretera.
El riesgo de un ataque no es el único problema. A lo largo del conjunto de carreteras que recorren toda la zona de conflicto, numerosos carteles recuerdan en ruso la presencia de minas antipersonas en los alrededores, amontonándose en los campos cercanos a los pueblos y causando la muerte de más de 600 soldados y civiles, sin contar los más de 2.000 heridos desde el inicio del conflicto.
Un camino arenoso recorre el centro de Berdyanske, antiguo centro de verano situado a las orillas del mar de Azov, ahora contaminadas por las minas. Los soldados ucranianos se amontonan, con sus armas en mano, en la única tienda que aún permanece abierta, al mismo tiempo que un grupo de quince mujeres esperan la llegada de una delegación de Médicos Sin Fronteras. Vera Vladimirovna, de 62 años, es una de ellas.
“Antes de la guerra el pueblo rebosaba vida, era un centro de descanso, de felicidad. Todo eso es un recuerdo, ahora solo hay lágrimas”. Vivir, sobrevivir en estas condiciones no es fácil, muchas veces el acceso a agua o alimentos es difícil debido a los ataques. “Vivimos como podemos, ¿a dónde vamos a ir?” afirma Vladimirovna. “Plantamos patatas, cebollas, cosas simples. Con la guerra los precios se han disparado, están pensados para los soldados, no para nosotras, con la pensión que tenemos no nos llega” [Ndlt. En Ucrania, la pensión media es de 1200 grivnas mensuales, es decir, unos 40 euros]
Estrés postraumático, nervios, problemas de visión, daños psicológicos… son solo algunos de los problemas de salud que han aumentado desde el inicio de la guerra, afirma Galina, enfermera del pueblo, mientras ayuda a la delegación de Médicos Sin Fronteras.
La posibilidad de ser víctima de un ataque no es el único problema que sufren los civiles que permanecen en la zona gris, nombre que recibe el limbo territorial que separa las fuerzas ucranianas de las separatistas. Los recortes de agua, electricidad y gas, producto de los ataques a las diferentes plantas generadoras, dificultan más si cabe las condiciones de vida.
A principios de 2017, la ciudad de Avdiivka, zona muy importante debido a su fuerte industria y a tan solo veinte kilómetros de Donetsk, fue víctima absoluta del fuego cruzado entre ambos bandos. La falta de agua, alimentos, electricidad o gas, fundamental para calentarse durante el duro invierno cuando las temperaturas bajan a los 18 grados bajo cero, dejaron a la ciudad en una situación catastrófica durante semanas, tal y como señalaba ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en febrero de este año.
Siete meses más tarde, los impactos de la artillería pesada continúan siendo visibles en las fachadas de las casas. Los recortes energéticos se producen con menor intensidad. Una falsa tranquilidad reina en las calles, la gente pasea bajo el eco lejano de las explosiones hasta las tres de la tarde, cuando las calles se vacían y el fuerte sonido de los disparos resuenan de nuevo en toda la ciudad.
Desplazados Internos
Desde el inicio de la guerra, más de un millón y medio de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares escapando de la guerra.
Ciudades como Bajmut o Zaporiyia son dos de los lugares que reciben periódicamente desplazados del este. Los desplazados internos representan a los que han podido irse, pero no por ello su situación es menos complicada. Ira Chornaya, originaria de Donetsk, fue una de las primeras desplazadas en llegar a Zaporiyia hace tres años.
"Era un 26 de mayo de 2014 cuando estaba paseando con mi hija por la ciudad. Escuchábamos sobrevolar aviones todo el rato, para nosotras era normal, vivíamos cerca del aeropuerto de Donetsk, pero ese día fue diferente. De repente las personas comenzaron a correr, cuando quise darme cuenta estaba escondiéndome debajo de la mesa de una cafetería con mi hija. Un día, volviendo a casa en tren, mi madre me llamó alarmada, pidiéndonos que no volviéramos a casa. Zaporiyia era la última parada antes de llegar a Donetsk y así es como llegamos a esta ciudad”, relata Ina.
Ina recuerda la dificultades para retomar una vida normal, así como el rechazo de muchos ciudadanos ucranianos a personas como ella. "Un día, recolectando donativos como voluntaria para la Cruz Roja, muchas personas se negaban diciendo que no querían dar dinero a los desplazados, sólo a los soldados”, recuerda.
Actualmente, Inna trabaja en una organización humanitaria, dando asistencia a otras personas en su misma situación “El país se transforma y las prioridades cambian. Si hace dos años lo mejor para las personas refugiadas era repartir comida, hoy en día lo más importante para ellas es obtener un trabajo, enseñarles un nuevo oficio....Las donaciones van disminuyendo, pero tenemos que seguir colaborando”, sentencia.
Todo el proceso burocrático para obtener el estatus de desplazado es complicado. En muchas ocasiones las personas no tienen sus documentos de identidad, han desaparecido junto con sus casas, no tienen una manera de demostrar quiénes son.
El gobierno de Ucrania ayuda a las personas desplazadas con una paga de 64 euros al mes, unos dos euros por día, durante los primeros meses, una ayuda que no es suficiente para hacer frente a los gastos más básicos. La OIM (Organización Internacional para las Migraciones) señala la “gran incertidumbre” sobre el futuro de las personas desplazadas, un 25 % afirma que no volverá jamás a sus hogares.
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