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El centenario de 1917 en Rusia: la difícil tarea de celebrar y condenar a un mismo tiempo

Propaganda y contrapropaganda monumental

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Plaza Trubnaya, Moscú. AF

MOSCÚ.- El dramaturgo alemán Heiner Müller escribió en 1968 El horacio, una obra de teatro basada en una leyenda de la Antigua Roma. Según ésta, los horacios, tres hermanos trillizos de Roma, se enfrentaron con los curacios, tres hermanos trillizos de la ciudad de Alba Longa, para dirimir la guerra que mantenían ambas ciudades y evitar así más muertes. En la lucha, dos de los horacios mueren, pero el tercero logra dar muerte, uno a uno, a los tres curacios, heridos en el combate. A su regreso, el horacio superviviente encuentra a su hermana, quien mantenía una relación con uno de los curacios, en duelo.

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El horacio podría servir como parábola de la celebración del centenario de la Revolución de octubre en Rusia. El fin de la URSS –cuyo vigésimo quinto aniversario se ha conmemorado recientemente– abrió a las elites su camino al poder político y económico en Rusia, pero supuso al mismo tiempo el final de su condición de superpotencia, una que comenzó por lo demás con una revolución comunista y que, por motivos obvios, les es imposible reivindicar. El requiebro dialéctico acostumbra a ser la solución habitual.

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Estatua soldado del Ejército rojo, Park Kultury, Moscú. AF

Para Medinski, “es necesario condenar el terror, pero hemos de mostrar respeto a los héroes de todos los bandos: los rojos, los blancos y, quizá, los verdes (las milicias campesinas que lucharon por igual contra el Ejército Rojo y el Ejército Blanco durante la guerra civil)”. En este sentido, Medinski propuso construir un monumento en Sebastopol que represente al barón Piotr Wrangel –comandante del Ejército Blanco–, al anarquista Nestor Majnó –comandante del Ejército Negro–, y a Mijaíl Frunze –comandante del Ejército Rojo–, quien expulsó a los dos anteriores de Ucrania junto con los nacionalistas de Simón Petliura.

Propaganda y contrapropaganda monumental

Desde hace siglos los monumentos se derriban y se erigen con los cambios de régimen político, como manera de simbolizar el fin del viejo orden y la consolidación del nuevo. Rusia no es ninguna excepción y, tras el triunfo de la revolución, los bolcheviques desmantelaron la mayor parte de las estatuas del viejo régimen. “Estatuas de los zares y sus sirvientes […] sin interés histórico o artístico” –según el decreto del gobierno soviético del 12 de abril de 1918–, como la del zar Alejandro III frente a la Catedral de Cristo Salvador en Moscú o la del general Mijaíl Skóbelev –un acérrimo defensor del paneslavismo– en la plaza Tverskáya de de la capital, fueron desmanteladas, mientras que otras, como las estatuas ecuestres de los zares Pedro I o Alejandro III en San Petersburgo, fueron consideradas de interés histórico-artístico y, en consecuencia, conservadas.

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La necesidad de mantener viva la conciencia de un episodio histórico que sigue cohesionando desde hace décadas a la sociedad rusa

En este sentido, la propuesta de Medinski no es más que la prolongación cultural de la ideología de patriotismo de Estado que se ha venido desarrollando durante la presidencia de Putin. La prensa occidental acostumbra a destacar la recuperación de la música del himno soviético –en el año 2000– o del desfile militar del 9 de mayo –en ese mismo año y a partir de 2008 con carácter anual–, vinculándolas con una suerte de nostalgia soviética por parte del Kremlin. La realidad es que probablemente se trate, más bien, de la necesidad de mantener viva la conciencia de un episodio histórico que sigue cohesionando desde hace décadas a la sociedad rusa. “Las muertes de estos hombres también se convirtieron en poderosos símbolos sagrados que organizan, dirigen y constantemente reviven los ideales colectivos de la comunidad y la nación”. Esta frase del antropólogo estadounidense W. Lloyd Warner sobre el Día de los Caídos en EEUU podría aplicarse sin demasiados problemas a Rusia.

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La restauración de personajes y símbolos prerrevolucionarios es, sin embargo, la tendencia dominante y se ha mantenido hasta el día de hoy. Sólo en Moscú, la construcción de una estatua frente a la Casa Blanca al ministro Piotr Stolipin (2012) fue seguida por otra dedicada al patriarca Hermógenes de Moscú (2013), al zar Alejandro I (2014) y, el año pasado y no sin polémica, a Vladímir I, el monarca que cristianizó a la Rus de Kiev.

Cien años de la revolución contra El capital

Alguien dijo en una ocasión que, en Rusia, las etapas históricas, más que superarse, parecen superponerse. Los libros con los debates y polémicas sobre la fundación del Estado soviético –“la revolución de los bolcheviques […] es la revolución contra El Capital de Karl Marx” (Antonio Gramsci)–, su evolución –¿La revolución traicionada? ¿El socialismo realmente existente? ¿“Sovietismo”, como lo llamó el historiador Stephen Cohen a falta de una definición mejor?– y su final inesperado, puestos en línea, uno tras otro, superarían en extensión con toda seguridad al muro de Berlín, y, a pesar de ello, la ideología parece exceder los intentos por comprender lo acontecido hace cien años y sus consecuencias.

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Estatua Sverdlov, Park Kultury, Moscú. AF

De aquellos “diez días que estremecieron al mundo”, como los calificó el periodista estadounidense John Reed, de sus protagonistas y de su eco durante varias décadas, se escribirán este año –si las crisis lo permiten– con toda seguridad muchos artículos.
Rusia era “el eslabón débil” –un país de la periferia europea que, por decirlo con Lenin, sufría no sólo el capitalismo, sino su insuficiente desarrollo–, pero la ruptura se dejó sentir en toda la cadena. De 1917 a 1923 se produjo una oleada revolucionaria en toda Europa: se proclamaron repúblicas socialistas en Finlandia (1918), Hungría (1919), Baviera (1919), Estrasburgo (1918), Eslovaquia (1919) y Mongolia (1921), y hubo insurrecciones obreras en Holanda (1918), Italia (1918-1920) y Alemania (1918-1923). En España el período de conflictividad social durante la crisis de la Restauración se conoció como el trienio bolchevique (1918-1921) e incluso la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) llegó a estar afiliada a la Tercera Internacional –más conocida por su acrónimo ruso, Komintern– desde diciembre de 1918 hasta 1922.

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