La bota militar y una nada pacífica historia política en Perú
Las asonadas militares han estado acompañadas, por costumbre, de convulsiones sociales, en unos casos como consecuencia y en otros como causa, y casi siempre en el sur del país.
Juanjo Fernández
Actualizado a
Perú se dirige hacia unas elecciones anticipadas que han de celebrarse en abril de 2024. La secuencia de los hechos recientes es de sobra conocida y se cuenta en una frase, aunque sea larga: tras un paso en falso del expresidente Pedro Castillo al disolver el Congreso, la vicepresidenta Dina Boluarte asumió la Presidencia con el apoyo de las Fuerzas Armadas y policiales, a las que no les tembló el pulso para reprimir las protestas populares. Ahora, el pueblo peruano vuelve a enfrentarse a la tarea de decidir a quién votar en una situación que no es nueva en la historia del país.
La política peruana no cuenta con líderes solventes que se sientan respaldados por partidos con bases estructuradas y comprometidas. Esto no es nuevo, ha ocurrido en otros momentos de la historia republicana. El peruano se reconoce en un contexto que se hunde en el abismo del tiempo; el extranjero puede leer una sucesión de nombres, fechas y hechos que le permiten imaginar una realidad fragmentada y caótica, ese día a día del Perú.
La historia enseña que la sola presencia del Ejército, como elemento estabilizador, no permite avanzar a un país en la era postcovid, que ya no tolera dictaduras o gobiernos en continuo conflicto con sus pueblos.
En los momentos en los que se han desatado crisis políticas por la caída de la popularidad o influencia de los partidos políticos, como en la actualidad, el Ejército ha ocupado el vacío de poder. Sucedió en 1894, cuando Nicolás de Piérola, al mando de los montoneros, separó a Andrés Avelino Cáceres de su discutido gobierno.
Volvió a ocurrir en 1919, bajo la bota de Augusto B. Leguía; en 1930, bajo la de Luis Miguel Sánchez Cerro, aunque luego ganara las elecciones frente al ya constituido APRA por Víctor Raúl Haya de la Torre; el siguiente fue Manuel A. Odría, en 1948; y, veinte años después, Juan Velasco Alvarado, sustituido en 1975 por su primer ministro, el general Francisco Morales Bermúdez. El caso más reciente fue el apoyo recibido, en 1992, al autogolpe de Alberto Fujimori por parte de las Fuerzas Armadas.
Las asonadas militares han estado acompañadas, por costumbre, de convulsiones sociales, en unos casos como consecuencia y en otros como causa, y casi siempre en el sur de Perú.
Antes de la Guerra del Pacífico (1879-1883) estalló en Puno la rebelión de Juan Bustamante Dueñas (1867), protagonizada por campesinos descontentos con el trato abusivo de los hacendados, a los que se trató de expulsar para retornar al imperio incaico. Fue el antecedente de la sublevación de Rumi Maqui (1915). Teodomiro Gutiérrez Cueva, militar veterano de la Guerra del Pacífico, lideró aquella revuelta para aniquilar los gamonales y reimplantar el Tahuantinsuyo. Ambas fueron sangrientamente reprimidas.
Levantamientos
La aparición del aprismo, en los años veinte del siglo XX, y su propuesta de representación popular marcó el inicio de continuos enfrentamientos y represiones, especialmente durante el Gobierno de Odría, que no excluyeron ataques y atentados apristas como los dos perpetrados contra Sánchez Cerro, el segundo de los cuales le costó la vida.
Ni tan siquiera el uso de infiltrados en las protestas para justificar la represión ha sido nunca novedad. El incendio del Banco de la Nación, con la muerte de seis vigilantes en su interior durante la Marcha de los Cuatro Suyos, el 28 de julio de 2000, fue probablemente el caso más notable en la historia reciente.
Vladimiro Montesinos fue condenado a 10 años de cárcel al quedar probado judicialmente que hubo un plan financiado por el entonces asesor de Alberto Fujimori a través del SIN (Servicio de Inteligencia Nacional) para desestabilizar aquella protesta generando caos y violencia. Ese día, el dictador de ancestros japoneses juraba su tercer mandato en un clima de crispación social, pues ya se conocían sus corruptelas.
Cuna de levantamientos
La ciudad de Arequipa, uno de los focos de las recientes manifestaciones contra el Gobierno de Dina Boluarte, ha sido cuna de varios levantamientos. Lo fue en 1930 cuando el general Sánchez Cerro alzó su guarnición y se hizo con el poder en Lima; lo mismo hizo, en 1948, el general Odría, quien ya acomodado en el mando del país, llevó a cabo duras represiones en 1950 y 1955.
Incluso en 2002, el 14 de junio, una protesta con el resultado de dos muertos y cientos de heridos (conocida como el Arequipazo) puso en jaque al Gobierno de Alejandro Toledo, cuando intentó privatizar la empresa eléctrica EGASA.
Tampoco es nuevo el obstruccionismo parlamentario ni la coalición de enemigos irreconciliables frente a la opción de gobierno. Lo que les pasó a Kuczynski, Vizcarra o Castillo recuerda lo que le pasó a Fernando Belaunde, con un Legislativo en el que los siempre enfrentados odriistas y apristas se unieron en su contra. Durante ese periodo (1963-1969) se sucedieron los conflictos sociales y surgieron las primeras guerrillas de inspiración comunista.
Otro factor que influyó fue en 1964 el genocidio de la comunidad Matses, en las orillas del Yavarí, por orden de Belaunde, según el antropólogo Stefano Varesse. Nunca sobra recordarlo.
Las últimas décadas han sido de especial dureza política para Perú: una violenta guerra interna, el terrorismo de Sendero Luminoso, la acción guerrillera del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), los gobiernos ruinosos de Alan García y la dictadura de Fujimori.
Una sombra de estabilidad se alcanzó en 2001, durante el Gobierno de Alejandro Toledo, y luego llegó la década dorada para la economía de Perú, y de Latinoamérica en su conjunto, durante los mandatos de Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. Algo se habría avanzado si no se hubieran involucrado en la corrupción vinculada al gigante brasileño de la construcción, Odebrecht.
En este contexto, Perú se tiene que preparar para unos nuevos comicios, en los que han de elegir (si no lo hacen les multan) a un nuevo presidente y un nuevo Congreso. Una de las grandes incógnitas es si Keiko Fujimori, hija del dictador encarcelado, se presentará. Otra es qué fuerzas políticas van a tener capacidad para postular.
Por un lado, los partidos tradicionales están en crisis y desacreditados. Ya se vio en las elecciones de 2021, cuando el Partido Aprista decidió retirarse y el conservador Partido Popular Cristiano (PPC) tuvo que ir de la mano de la derechista Alianza para el Progreso. De hecho, ninguno de los partidos victoriosos entre 1990 y 2020 cuentan con inscripción vigente.
Por otro lado, la parrilla política aumenta su número de candidatos, convocatoria tras convocatoria, 18 en 2021 frente a 14 en 2016 u once en 2011, sin que se consoliden partidos de carácter nacional. Sólo uno de los 12 partidos con inscripción vigente, la derechista Fuerza Popular, de Keiko Fujimori, presentó candidaturas en todas las regiones del país en las elecciones regionales del pasado octubre.
"El que paga para llegar..."
La percepción que se tiene en la sociedad de los partidos es que son naves nodrizas donde los candidatos pagan por ir en sus listas y así alcanzar un asiento en el Congreso, o cargos en los diferentes niveles de la administración. Y hay un dicho, "el que paga para llegar, llega para robar"; y la historia reciente no lo contradice.
Pocas líneas para una historia tan convulsa, como compleja y rica (no diferente a la de casi cualquier otro país latinoamericano), en estas fechas de tregua navideña, precisamente cuando el Ejército, de nuevo, ha respaldado una salida constitucionalmente correcta: la toma del poder por la vicepresidenta (una vez Castillo ha sido encarcelado).
Sin embargo, la maniobra de colocar a Dina Boluarte en el poder ha sido ampliamente contestada en las calles por la población y enfrentada con dureza por policías y militares. Al cierre de este artículo, 28 personas habían muerto, mientras que 371 civiles y 290 policías estaban heridos, según la Defensoría del Pueblo.
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