«Ya nadie escribe cartas», de Jang Fun-jin

La editorial Shiro Libros publica la novela de la escritora coreana Jang Eun-jin, «Ya nadie escribe cartas» que narra la historia de Jihun, un solitario que desea entablar conversación con la gente y lo hace numerando a las personas y escribiéndoles cartas.

Texto: Edgar TELLO GARCÍA

 

El día de Sant Jordi, en Barcelona, suele ser un día nefasto para los aficionados a la lectura: turistas e infiltrados se entrometen en el lento discurrir, a menudo misantrópico, de los letraheridos. Es un día, como tantos otros, para hacer caja. Sin embargo, también es (o era) el día de mostrar los ases que, por diversos motivos, permanecen escondidos en los desvanes de librerías y editoriales.

En efecto, por suerte o por ignorancia de este reseñista, en las Ramblas de Barcelona, en un estand humilde de la editorial Shiro, apareció en una tonalidad azul celeste un libro que, si no hubiese sido publicado después de Pascua, nos atreveríamos a calificar de redentor. Al principio temíamos que se tratara de otro producto de esas editoriales que sobreviven a base de autopublicar a bienintencionados autores que no logran competir en merchandising con los grandes oligopolios. Apenas contaban con tres o cuatro libros. Ojeé uno de ellos y me informaron de que tenía un gran argumento, “como una película de David Lynch”. “O sea, que no se entiende nada”, soltó el compañero que estaba a mi lado. No empezábamos con buen pie, porque ya se conoce el ancestral desprecio ante lo desconocido. Sin embargo, el siguiente libro que acaricié entre las manos, Ya nadie escribe cartas, publicado originalmente en 2009, nos chocó por estar organizado en forma de entradas numeradas, desde la 0 hasta la 252. Cuando pregunté cómo era que no tenía reseñas laudatorias en la faja, perplejo ante el hecho que me producía no haber sabido nada ni de la editorial, ni del texto, me dijeron que “tenía muchas en Instagram”. Y ahí entendí, junto con el paso del tiempo, que algún tipo de justicia quijotesca estaba fallando.

Y aunque el que esto escribe es un fanático de los diarios, y de los cuadernos de viajes (“el mío es un viaje epistolar”, avisa el narrador, 58), tampoco se trataba de eso: “si los diarios son un crimen individual, las cartas son cómplices” (25). Gracias a las cartas el texto fluye divinamente, encajando las historias del perro Wajo, del abuelo, y de los diversos hermanos y familiares con gran soltura. Tampoco es que se trate de un epistolario, pues combina sabiamente todos los géneros mencionados. El argumento es la narración en primera persona de las estancias en moteles del protagonista, junto a Wajo, y la explicación de las diversas peripecias que les ocurren en ellos, en los que invariablemente les preguntan “¿habéis venido a descansar o a pasar la noche?” El protagonista, como todo solitario, está ávido de contacto humano, y desea entablar conversación con la gente, necesita socializar y lo hace, numerando a su vez a las personas por razones de sencillez y de infinitud en los números. De alguna forma, las personas con las que se encuentra le facilitan sus direcciones y Jihun, el protagonista, les escribirá más adelante. “–Deberías rendirte, si no ha llegado ninguna carta hasta ahora, ¿todavía crees que empezarán a hacerlo de repente? –En el mundo todo empieza de repente –respondo” (28).

No hay episodio que tenga desperdicio y el tono se mueve entre la nostalgia y la ironía habituales en los libros que timbran los cauces de presentación con una pátina de nostalgia. El texto comienza con la escena luctuosa del amigo del instituto que vela a un poeta al que dejó lisiado tras una disputa: desde entonces pasa los días a su lado leyéndole los poemas que le compone. Y terminará peor: con el fallecimiento de Wajo, su auténtico compañero de vida. La insensibilización y la torpeza sentimental, a modo de defensa personal (“me asusta que sea capaz de leer cómo me siento”, 105) recuerdan, junto a la expuesta por otras exitosas compañeras de generación, como Won-pyung Sohn (Almendra, en Booket), o Kim Ho-yeon (La asombrosa tienda de la señora Yeom, en Duomo Ediciones), a la modernidad angloasiática madurada por Murakami, o por el Wong Kar-wai de Chungking Express, aunque con un tipo de humor tal vez más suave y fino que no encontramos en otros autores más críticos de Corea del Sur, como Bong Joon-Ho (Parásitos), o Park Chaan-wok (Oldboy). Desde nuestra lejanía, el tono lírico, anclado en la descarnada concreción de lo real, lo acerca al adusto relato Kim Ji-young, nacida en 1982 de Cho Nam-joo y, por qué no decirlo, a los grandes nombres de la literatura china (Gao Xingjian o Mo Yan), o incluso a la del japonés Kenzaburo Oé, en las partes más dramáticas. A nuestro modo de ver, siempre atisbamos protagonistas aislados entre los que se intuyen los rasgos de psicopatía que los sociólogos dieron en denominar hikikomori, quienes viven recluidos en sus cuartos viajando con la ensoñación por el resto del mundo. Con un sarcasmo algo seco, el narrador comenta que su hermano nunca aplaude porque “pertenece al cero coma uno de los mejores estudiantes de la República de Corea” (63).

En cualquier caso, la asimilación la autora Jang Eun-jin (1976) crea un estilo propio no exento de algunas pullas divertidas hacia los referentes occidentales: “la llave tiene escrito el nombre de Edward Hopper, que me suena haber escuchado en alguna parte” (42). O, en otro caso, cuando el protagonista se disfraza de ciego, junto a su “nuevo” perro lazarillo vestido con un chaleco canino reflectante. En el metro encuentra una mujer que trata de vender unas novelas, dejándolas al lado de los pasajeros, del mismo modo que se nos venden pañuelos en la Renfe: la novela se titula Pasta de dientes y jabón y comienza llamativamente: “Hoy comí pasta de dientes. Mañana comeré jabón” (32). Jihun desea comprar el libro pero no puede porque se desmoronaría su triquiñuela para entrar en el metro acompañado de Wajo. La circunstancia se torna hilarante y más extraña cuando la escritora pedigüeña siente una curiosidad malsana hacia el falso ciego y comienza a tomar fotografías en silencio del perro lazarillo y de Jihun con toda la parsimonia, mientras el protagonista trata de mantener la compostura tras sus gafas de sol.

La primera de las cartas aparecidas, dirigida a la madre, profesora de matemáticas, ya es una pequeña obra maestra de la literatura sin concesiones, plena de amor sincero, mientras despliega la violencia pedagógica que ha llevado al país a ser uno de los más destacados académicamente (por tanto, también literariamente): “Creías que toda la verdad del mundo estaba en las matemáticas. Todas las cosas son números. Cada vez que tenía un problema mal me golpeabas. Pero creo que tú, mamá, eras el problema más difícil de resolver para mí” (50).

Otra de las cartas memorables, es la dirigida a la hermana del protagonista, Jiyun, a la que escribe sobre los problemas físicos que les aquejaban: “nunca me dijiste que parecía idiota por mi tartamudeo. Lo primero que hiciste después de la rinoplastia fue retocar los álbumes” (166). En realidad, lo que su hermana desea es que “la gente se me eche encima tratando de destruirme”, y se autocompadece porque a nadie le interesan sus aptitudes: “mis talentos permanecen enterrados porque soy fea” (135). Esta cosmovisión un tanto adolescente aparece tan perfectamente argumentada que la autora logra la simpatía de sus lectores sobre la tesis de que “si no tenías belleza era como no tener nada”.

No pretendemos desvelar ahora si las cartas son respondidas finalmente, pero entre la tristeza indefinida del protagonista hay una esperanza firme que le empuja a terminar su periplo y, por tanto, se ha sentido (cor)respondido –aunque el texto aparezca bellamente editado con unas páginas lineadas de respeto, por si el lector deseara escribir alguna otra carta, para continuar el diálogo entre ausentes. “Todo está en esas cartas. La vida es soportable cuando se tiene a alguien a quien escribir” (197). En cierto modo, tampoco parece que haya otra opción que la de la escritura a modo de ofrenda epistolar, porque como explica la novelista vagabunda al inicio del texto, “creo que no lo entiendes: viajar es estar en deuda” (59).

No podemos cotejar la traducción de Álvaro Trigo con el original pero el texto aparece cuidado y bien legible, sin errores, ni tampoco erratas, en la lengua de llegada. Sin duda, se trata de un gran acierto de la editorial Shiro, a la que a partir de ahora deberíamos seguir con mayor atención, sin los disturbios turísticos que acostumbran a anquilosar cualquier evento festivo en una gran ciudad.