Otras miradas

Se averió la brújula y se agota el tiempo

Azahara Palomeque

Escritora y doctora en Estudios Culturales

Activistas climáticos frente al Museo Reina Sofía.- Archivo Voces del Extremo
Activistas climáticos frente al Museo Reina Sofía.- Archivo Voces del Extremo

"No hay bandera más bella que las plumas de los pájaros" –declamó el poeta Eladio Orta en un auditorio lleno que aplaudió con fervor dentro del museo Reina Sofía. Se trataba de uno de los actos perteneciente a la actividad Se agota el tiempo, ideada y coordinada por el artista Isaías Griñolo, que tuvo lugar el pasado sábado 6 de abril, coincidiendo con el segundo aniversario de una protesta ecologista pacífica por la que hay 15 activistas y científicos imputados. Hace dos años, el grupo arrojó pintura biodegradable roja –simulando sangre– en la fachada del Congreso para denunciar la inacción climática de los gobiernos; el sábado pasado no hubo pintura sino poesía, a raudales, versos aliados a una razón escasa pero implacable: nos aproximamos aceleradamente a un escenario ecosocial asustador, a una clausura del futuro en toda regla, aunque todavía existe un pequeño margen de maniobra para evitar sus peores consecuencias. 

Llegué tarde al evento –lo confieso–, pero fui, no en calidad de periodista sino como amiga, atravesada por una gran preocupación: una suerte de brújula rota orienta al mundo y, a quienes intentan repararla o, simplemente, avisar de su funcionamiento errado, se les criminaliza, igual que a los 15 pendientes de juicio, para quienes la fiscalía pide 21 meses de cárcel. Entre ellos se encuentra el filósofo, poeta y profesor Jorge Riechmann, un ser aferrado a esa plenitud interior que sólo puede brotar de la ética, a pesar de que quizá acabe entre rejas. Cuando subió al escenario, tranquilo y ataviado con una camiseta del colectivo Rebelión Científica –presente en la actividad junto a Voces del Extremo, el torbellino de disidencia lírica liderado por el también poeta Antonio Orihuela– se hizo el silencio, uno tan cuajado de respiraciones entrecortadas que sólo logró fragmentar la voz poética y una anécdota elocuente. Un día pararon en la frontera española a un hombre sin antecedentes penales, un ciudadano cualquiera. "¿Qué ocurre, señor agente?" –preguntó el viajero, ante el cuestionamiento de su tránsito–, y escuchó la siguiente respuesta: "que nos aparece usted en las bases de datos como ecologista".

Es difícil imaginar que varios siglos peleando por los derechos del hombre y la mujer desembocarían en la sospecha ubicua sobre las personas más empeñadas en defenderlos, a base de investigación solvente y letras sobrecogedoras, desde el cuerpo y la belleza, frente a instituciones opresivas. Es incomprensible que nos esperen, a decir de Orihuela al micrófono, "el calentamiento global, / la acidificación de los océanos, / alguna que otra pandemia/ y el ascenso del fascismo/ en nombre de la libertad". Las cartas fílmicas de Griñolo jugaron a aunar el baile lento de las tripas de coches desguazados y el cante flamenco, arte vivo y motores muertos; mientras que los versos de Isabel Martín señalaban a cuento de qué "tenía que venir tanto desarrollo y subdesarrollarlo todo", también nuestros paisajes costeños. Durante su aparición bajo los focos, la poeta Ana Pérez Cañamares afirmó que a ellas, a nosotras las/os creadores, nos gustaría escribir sobre otros temas, tal vez alejados de esa brújula en mil añicos que, rauda, nos encauza hacia el abismo. Sentada en una butaca atrás, a oscuras y arropada por la calidez de la impotencia compartida, sentí un escalofrío al mismo tiempo que recordaba el objetivo ya perdido, fruto del Acuerdo de París (2016), de no alcanzar 1,5ºC grados de calentamiento sobre la era pre-industrial: "quítate la venda", rezaba una pancarta. 

Pero a quienes nos la hemos quitado se nos tacha de catastrofistas sin remedio, como si el malestar lo provocase quien lo comunica, y no tardan en surgir reticencias sociales, incluso familiares, que parecen gritar, según hilvana Riechmann en la antología editada con el fin de conmemorar el encuentro: "esta mierda que soy aún está viva" y se dedica al hedonismo con un antifaz en la conciencia y los ojos enloquecidos a causa de la sobreestimulación que le infunden las pantallas. Más le valdría a la minoría rebelde fundir su tuétano con el consumismo y no interrogar el sufrimiento instigado por un sistema económico que trae consigo un kit de prácticas y valores (in)morales; más valdría, contesto, colocarnos en el lugar del otro "que es lo que significa convertirse en adultos" (Orihuela) y, una vez situados en esa particular geografía de la empatía, amalgamar las manos en torno a la brújula y arreglarla. Podría, tal reparación, servir de antídoto y ritual a las multitudes desnortadas que se mueven por la inercia destructora de la época; de corrector amable pero firme para aquellos intencionados comerciantes del dolor ajeno que pronto hallarán el propio y el de sus descendientes; podría actuar como impulso a la revolución contracultural tan necesaria, porque una sociedad que ponga límites al crecimiento, ya lo anunció Donella Meadows y su equipo (1972), sigue permitiendo la multiplicación irrestricta de la cultura y el conocimiento.  


Lo imposible, iba yo cavilando al regresar a casa en el único vagón callado del tren, aún merece, pese a su complejidad, una oportunidad cuando lo posible nos aboca a la aniquilación. Quizá la semilla comenzase a germinar el pasado 6 de abril: se agota el tiempo, pero no la poesía, ni nuestra capacidad de revertir el delirio desorientado. 

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