Otras miradas

Dignidad para los mayores

Noelia Adánez

Doctora en Ciencias Políticas

Dignidad para los mayores
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante una rueda de prensa tras el Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid, en el Ayuntamiento de Villamanta. -CARLOS LUJÁN / Europa Pess

Estos días, familiares de los ancianos que murieron en residencias durante la pandemia de la COVID (hasta 35 mil) han vuelto a acudir a Bruselas para solicitar que se investiguen aquellas muertes y, de forma muy particular, las de 7.291 personas en Madrid entre marzo y abril de 2020. Piden que se revise el funcionamiento de las residencias en las que, según denuncian, las cosas continúan igual que como estaban.

En el caso concreto de Madrid, fue la escasez de personal y de recursos y la consiguiente necesidad de anticiparse a un posible colapso lo que provocó la decisión de aplicar un triaje que resultó en la negativa de asistencia sanitaria, de auxilio, a 7.291 seres humanos, un 77% de los 9.468 que murieron en un periodo de tiempo, entre marzo y abril de 2020, en el que esta autonomía concentró cerca de la mitad de las muertes de ancianos en residencias en el conjunto del Estado. Si hablamos tanto de los muertos en residencias en Madrid durante los primeros meses de la pandemia no es porque en otras autonomías no tuvieran lugar muertes en un número igualmente muy elevado o bajo circunstancias que es imperativo esclarecer, lo hacemos porque en esta comunidad se conjugan en ese corto y fatídico periodo de tiempo cifras muy altas con protocolos muy discutibles desde un punto de vista ético y humano.

En Madrid no se medicalizaron las residencias, a pesar de que el Gobierno anunció que lo haría el 12 de marzo de 2020, y no se trasladó a los residentes a espacios como IFEMA, donde hubieran podido recibir asistencia o a los hospitales privados que, desde que estuvieron bajo el mando único de la administración que preside Isabel Díaz Ayuso a mediados del mismo mes, pudieran haberse destinado a ese fin. Sí pudieron ingresar en estos hospitales los residentes con seguro privado, por lo que el protocolo contenía un criterio de exclusión aún más arbitrario y sangrante si cabe que el meramente sociosanitario, igualmente discutible por cuanto no hay a priori relación alguna entre el grado de dependencia o de deterioro cognitivo de un residente y su esperanza de vida tras haber contraído Covid. El triaje no fue individualizado, se aplicó sobre un grupo humano del que Amnistía Internacional afirma que sus derechos fundamentales fueron vulnerados. En Madrid 7.291 seres humanos fueron sencillamente abandonados, desechados. Se les dejó morir de forma indigna, como ha subrayado el exconsejero de política sociales Alberto Reyero en su libro (Morirán de forma indigna).

Los familiares no han obtenido una respuesta por parte de la justicia española hasta la fecha. Tanto el Tribunal Superior de Justicia de Madrid como la fiscalía con Almudena Lastra al frente han tomado decisiones que, con argumentos incompletos y endebles, exoneran de toda responsabilidad al gobierno de Isabel Díaz Ayuso. El Partido Popular, por su parte, ha impedido con el respaldo de Vox la creación en la asamblea de una comisión de investigación. La presidenta de la Comunidad ha rehusado recibir a las asociaciones de familiares de las víctimas (Pladigmare, Marea de Residencias y Verdad y Justicia) y sigue haciéndolo tres años después de lo ocurrido. Hace unos días, interpelada por un periodista a las puertas del Congreso al poco de concluir su fase de consultas la comisión ciudadana que, a falta de una comisión parlamentaria, investiga lo sucedido, Ayuso afirmó que se está instrumentalizando a las víctimas y que no hubo abandono puesto que las familias aceptaron de buen grado que sus ancianos recibieran aquel trato. ¿De verdad alguien puede creer que las familias, que con reiteración han explicado que no se les informó de lo que estaba pasando, estuvieron de acuerdo con que sus mayores murieran sin ninguna clase de atención sanitaria?


En el documental de 2021 La muerte más cruel se retrata el caos y la situación de generalizada desinformación que los residentes y sus familias vivieron en las semanas posteriores al primer confinamiento. Dos hermanas cuentan cómo recibieron, del director de la residencia en la que se encontraba su madre, una llamada para explicarles que esperaban con su familiar ingresada en el hospital el resultado de su prueba COVID ¡más de una semana después de que se les hubiera comunicado su fallecimiento! No, los familiares no estuvieron de acuerdo con las medidas que se estaban tomando porque en aquellos caóticos días ni siquiera tuvieron conocimiento de ellas. Durante semanas todo fue confusión y como muchos han manifestado, hubieran querido saber con exactitud lo que estaba pasando y poder decidir, opinar, aceptar o no, en suma, hacer algo al respecto. No sabemos qué porcentaje de mayores se habrían podido salvar la vida si las residencias se hubieran medicalizado y se les hubiera enviado a IFEMA o a hospitales privados, lo que sí sabemos es que incluso de haber sido en vano estas acciones hubiera valido la pena porque en ese caso sí se hubieran respetado sus derechos humanos.

Por lo demás, que Isabel Díaz Ayuso, la impulsora del eslogan de campaña "Que te vote Txapote" -a quien asociaciones como Covite ha exigido que deje de banalizar la violencia de ETA- hable de la utilización política de víctimas provoca estupor; que lo haga en nombre de las familias con las que no ha querido reunirse en todo este tiempo produce algo distinto: incredulidad y una especie de rumiación. Me pregunto si será eso lo que Ayuso -que negó durante meses la existencia de los protocolos de la vergüenza hasta que no le quedó más remedio que admitir que existieron para acogerse después al argumento de que no se aplicaron porque eran meramente orientativos- quiere pensar, necesita pensar, para poder mirarse al espejo. Si no le costara hacerlo tampoco sería un problema recibir a los familiares, ofrecerles una explicación, un compromiso de no repetición, un poco de consuelo. No parece que nada de esto vaya a ocurrir y, mientras las familias continúan su travesía hasta ahora en el desierto, sería bueno que nos preguntáramos por qué razón las residencias siguen como estaban y por qué motivo, como sociedad, nos cuesta tanto darle prioridad a cuestiones como éstas.

Aunque es cierto que se ha explicado lo ocurrido hasta donde se conoce en ausencia de una investigación rigurosa, también lo es que la voluntad política de impedir que se investigue ha provocado que la sociedad no tenga una conciencia clara de qué decisiones se tomaron y con qué consecuencias fatídicas. Ponemos el grito en el cielo en momentos como el actual, cuando tenemos conocimiento de hechos concretos como los que están trascendiendo a raíz de los testimonios que se prestan en la comisión ciudadana, pero sus efectos no terminan de generar un compromiso serio con la verdad, la justicia y la reparación y con un cambio de modelo. A menudo, lo ocurrido en las residencias durante la pandemia es percibido como inevitable, producto de una fatalidad, algo lamentable en lo que es mejor no pensar demasiado. Incluso cuando nos trastorna la información que trasciende la colocamos rápidamente en el cajón de la impotencia y el enfado, no en el de la acción inmediata, sino en el de los asuntos eternamente aplazados, aunque sepamos en nuestro fuero interno que la reconsideración del modelo de residencias y las políticas de dependencia son algo impostergable, totalmente prioritario.


Ignoramos de manera más o menos intencionada ciertas situaciones de injusticia y sufrimiento, de desvalimiento por, quizá, un miedo refractario a ser nosotras un día quienes nos encontremos en una circunstancia para la que no nos sentimos ni social ni individualmente preparadas. Preferimos no ver. En su libro La España invisible, Sergio Fanjul se asoma a algunas de las contradicciones de nuestras sociedades, ricas y desiguales, competitivas y precarizadas y habla de cómo dejamos de ver "las partes oscuras de un sistema cada vez más injusto". Pues bien, la oscuridad que siempre opacó el funcionamiento de las residencias de mayores ha pasado del azul oscuro al casi negro durante la pandemia sin que, al menos de momento, nadie parezca dispuesto a dejar entrar la luz en unos espacios infradotados cuya mera existencia en una sociedad cada vez más envejecida merecería una reconsideración completa.

El concepto de vulnerabilidad, con el que Judith Butler llamaba la atención sobre el carácter interrelacional de la vida que alberga el cuerpo, habla de estar expuestas al sufrimiento, pero también al placer y la amistad, la alegría y el apego. El de precariedad, sin embargo, remite a la importancia de las políticas públicas para garantizar unas condiciones decentes de vida. Aceptar que nuestros procesos de envejecimiento lo son también de precarización es admitir que para que todas transitemos de manera digna esa etapa hacen falta políticas, recursos y procesos ágiles -que de momento no lo son absoluto- para su gestión y reparto. Cada minuto que perdemos en mejorar la gestión de la dependencia tiene un reflejo en la calidad de vida de seres humanos. Están en juego sus derechos fundamentales, que algún día también serán los nuestros.

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