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Disfrutemos la felicidad de ser un mediocre

La cultura del esfuerzo, la feroz competitividad laboral, la consecución de los sueños, la búsqueda de la excelencia y el camino del éxito. Son diversas las ideas y conceptos plenamente aceptados y fomentados socialmente que giran en torno a la ambición y al deseo: una pulsión de lograr, de alcanzar, de optimizar, de producir.  

Y todo ello, a menudo, con el objetivo final de destacar, de dejar un legado, de abandonar la gris mediocridad para brillar en el deslumbrante escenario de los mejores, de los triunfadores, de los referentes. Pero, ¿y si la autorrealización estuviera paradójicamente escondida bajo el plomizo manto de la mediocridad? ¿Y si la felicidad estuviese en el plácido anonimato de ser un mediocre? 

La antiambición del mediocre feliz 

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Una mujer sobre un campo rodeada de flores – Fuente: Unsplash

La RAE señala dos acepciones para la palabra mediocre que nos puede llevar por caminos bien diferentes. Por un lado, sería “de calidad media”, y, por otro, “de poco mérito, tirando a malo”. Esta segunda acepción tiene su gracia, pero nos centraremos en la primera.  

Si la mediocridad es sinónimo de calidad media, buena parte de nosotros estamos ahí, en la clase media de la meritocracia. Pero es un lugar vulgar del que debemos salir. Porque en la clase media todo es anodino y sombrío, las personas arrastran sus vidas mustias, exánimes, mientras envidian el centelleo radiante de los excelentes, de las personas que se han esforzado por destacar, por competir, por liderar.  

¿Y qué es lo que mueve a estos triunfadores a “lograr sus sueños”, a escapar de la mediocridad? La ambición, la cual, según la RAE es: “Deseo ardiente de conseguir algo, especialmente poder, riquezas, dignidades o fama” o bien, más escuetamente: “cosa que se desea con vehemencia”. 

Un buen día el joven Paul Douard, —actual editor en jefe de VICE en Francia— se vio con 24 años en un trabajo que detestaba en una empresa horrible. Y decidió que no merecía la pena continuar por ese camino. No tardaría en escribir el libro Je cultive l’anti-ambition (Yo cultivo la antiambición) en la que expone una forma alternativa de enfocar el trabajo y, con ello, la vida

Para Douard ser antiambicioso significa no ser esclavo del trabajo, “no demostrar permanentemente tu valía, darlo todo y trabajar sin contar las horas”. Para Douard, como expone en una larga entrevista, “la cantidad de trabajo invertido no garantiza automáticamente el resultado deseado”. Es lo que llamaríamos en España la “cultura del presentismo”: estar siempre en el trabajo, trabajar más, pero no mejor

La antiambición de Douard incide en uno de los grandes axiomas de nuestro tiempo: el fracaso como forma de aprendizaje, como acicate para volver a levantarse e intentarlo de nuevo. Pero Douard tiene otra opinión “más sensata”, según sus palabras, pero sobre todo más honesta y difícil de procesar en una cultura como la nuestra: “Un fracaso puede significar simplemente que algo se te da mal, que nunca cambiará y que tienes que seguir adelante”. ¿Es ese fracaso la más resplandeciente victoria de la que hablaba Leopoldo María Panero? 

En esta misma línea, el editor francés disfruta “caricaturizando a la gente que fetichiza el trabajo, aquellos que siempre están «agobiados», «súper ocupados», o «medio de un gran proyecto». Porque, ¿qué sentido tiene «triunfar» cuando eres un empleado, porque si un empleo es un contrato, para qué esforzarse más de lo necesario?”. 

Así pues, la antiambición según Paul Douard sería establecer unos límites en el tiempo (y el esfuerzo) que se dedica al trabajo para evitar el síndrome burnout, aceptando nuestras propias limitaciones… y las de los demás. Dejar la hiperexigencia, la cultura de la excelencia y el “deseo ardiente de conseguir cosas” para aquellos que, tras el cristal de su oficina, siguen “súper ocupados con su gran proyecto”. Tú, anodino mediocre, puedes seguir con el tuyo: (intentar) vivir.   

La mediocridad, ¿la madre de la nada? 

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Una mujer apoya la cabeza sobre un portátil – Fuente: Pexels

Por supuesto, no todo el mundo está de acuerdo con esta reflexión que ofrece Paul Douard sobre la cultura del esfuerzo. En este artículo, Chris Estey —emprendedor y empresario— ofrece una visión radicalmente opuesta de la mediocridad, “la madre de la nada”. Y acude a Einstein para fundamentar su postura: “los grandes espíritus siempre se han enfrentado a la oposición violenta de las mentes mediocres”. 

Estey señala que debes “actuar en tu propio interés cuando aquellos que se contentan con la mediocridad intentan aplastar tu voluntad”. Y te lo dice alguien que se convirtió “en uno de los principales recaudadores de fondos del mundo”, aunque tenía un jefe, “para que el que nunca era suficiente”. 

Pata terminar de apuntalar su exposición en defensa del esfuerzo intenso para enfrentar cualquier reto laboral —respondiendo a “las expectativas brutales” de su jefe—, Estey finaliza citando una frase del general Colin Powell: “Cada vez que toleras la mediocridad en los demás, aumentas tu mediocridad. Un atributo importante en las personas exitosas es su impaciencia con los pensamientos negativos y las personas que actúan negativamente”. 

Así pues, y como diría Sartre del infierno, Estey está planteando que los mediocres son siempre los demás, todos aquellos que, supuestamente, te ponen trabas para cumplir tus objetivos, lograr tus sueños. Porque “rodearte de mediocridad puede ser contagioso, como también lo es rodearte de éxito”.  

Y por si no lo habías leído todavía en algún manual de crecimiento personal —o en Regreso al futuro—, Estey te recuerda uno de los cimientos del american way of life: “si quieres ser el mejor en algo, trabaja en ello con pasión eterna y lo conseguirás”, porque si te lo propones puedes conseguirlo todo, que diría Marty McFly parafraseando a su futuro padre. 

Paul Douard, sin embargo, y como hemos visto, tiene otra opinión al respecto: hay cosas que no se pueden lograr por mucho que te esfuerces. Aceptar este hecho tal vez te haga más honesto contigo mismo, menos frustrado, más feliz.

La precariedad (y la placidez) del mediocre anónimo 

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Un hombre mira al horizonte – Fuente: Unsplash

Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Nos acomodamos en nuestra mediocridad o nos levantamos cada día como un resorte con pasión encendida por “ser mejor líderes, mejores amigos, mejores amantes”? 

Tal vez debamos introducir dos elementos más en este debate sobre la mediocridad para tener un punto de vista más amplio, y siempre encuadrándolo en el mundo occidental, donde todo el mundo parece trabajar en una oficina. Porque a buen seguro que a un pastor de cabras en Bangladés todas estas tribulaciones le resultan ajenas.

Así, por un lado, está la cara amarga de la mediocridad. Al fin y al cabo, que un editor jefe de una publicación de éxito anime a la antiambición o que un asesor del presidente Biden exalte el valor de ser mediocre puede resultar un poco paradójico.  

Que tu profesora te “apruebe sin estudiar” porque has sido sincero o alcanzar un puesto relevante en tu trabajo “sin ser el que más ha trabajado para llegar ahí” no es lo habitual.

Y es que a pesar de las muchas reflexiones interesantes del libro y del pensamiento de Douard, no cabe duda de que su caso está enfocado en la línea de un clásico de nuestro tiempo que funciona muy bien: alguien que atraviesa una crisis laboral y/o existencial, que la supera y que consigue (relativo) éxito en una etapa posterior.

¿Y si Paul fuese ahora mismo un feliz y antiambicioso reponedor en unos grandes almacenes? ¿Tendrían sus reflexiones sobre la mediocridad el mismo valorar y la misma resonancia? ¿Lo entrevistarían? ¿Daría conferencias? Es la paradoja de que (casi) siempre sean personas “exitosas” las que reflexionan sobre la paz de una vida sencilla, humilde… y poco exitosa.

Pero Paul Douard no engaña a nadie y se muestra honesto en la entrevista, tal vez incómodo ante la perspectiva de engrosar la interminable lista de gurús del crecimiento personal del siglo XXI: “hay que recordar que en la vida también hay cosas que solo dependen de la suerte”.   

Sea la suerte o no, lo que es evidente es que la antiambición tiene sus riesgos: ser el primero en abandonar la oficina todos los días puede no ser premiado con un puesto relevante: al contrario, puede ser “premiado” con un “ahí tiene la puerta, López, ahora puede ser antiambicioso full time en su propia casa”. 

entrevista laboral
Una mujer contempla a dos mujeres sentadas frente a ella – Fuente: Unsplash

Por eso, sería interesante que un “mediocre” que realiza un trabajo poco estimulante por el salario mínimo interprofesional diese su visión sobre la antiambición y la mediocridad y qué repercusión puede tener su decisión de “no vivir para trabajar” en su estilo de vida, sus posibilidades materiales y la consecución de sus sueños.  

Trabajar lo justo y evitar grandes sacrificios puede no ser lo más indicado en diversas situaciones, por ejemplo, cuando estás apurado para pagar el alquiler o cuando tienes más bocas que la tuya por alimentar. Es entonces cuando cuestiones como la antiambición y la mediocridad toman un cariz bien diferente.  

Tal vez una de esas personas anónimas que no llega a los 1.000 euros al mes y que no tienen un libro de éxito escrito, ni concede entrevistas, ni hace conferencias, ni es asesor presidencial deba exponer su percepción de la antiambición, y si la mediocridad puede ser un camino que ofrezca otra paradójica clase de “éxito”: la dulce placidez del anonimato.

Tal vez, entonces, el discreto encanto de la mediocridad se encuentre en ser anónimo, en no tener que usar una máscara, como diría Douard, para enfrentarse a la presión de ser “alguien”, un referente, un líder, un gurú.

El mediocre anónimo —si acepta el lado bueno de su situación, y al margen de exigencias materiales que pueden torpedear casi cualquier postura vital—, puede centrar su vida en supervisar nubes, por ejemplo, sin la exigencia de tener que explicar a otros lo exultante y lo positivo que es para el crecimiento personal la supervisión de nubes.

Dicho de otra forma: el mediocre que elige el anonimato —o que es empujado hacia el anonimato— tiene ante sí dos opciones: frustrarse por “no ser nadie” y luchar denodamente por el éxito profesional y/o vital, o aprovechar la libertad que ofrece su condición de anónimo para ejercer exclusivamente el liderazgo sobre su propia vida, asumiendo —e incluso disfrutando— el hecho de que su legado no va a tener ninguna resonancia social. 

Sea como fuere, nos sintamos o no cómodos en nuestro papel de mediocres anónimos o de líderes exitosos, conceptos como la antiambición y la placidez de la mediocridad anónima son interesantes reflexiones que nos invitan a repensar acerca de valores tradicionales de nuestra sociedad como el esfuerzo, el fracaso, el éxito, la excelencia o la competitividad.  



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