1.075.000 euros. Esa es la indemnización que las aseguradoras de la Clínica Nuestra Señora de América de Madrid pagarán a la familia de Antonio Meño, el hombre de 43 años que se quedó en estado vegetativo a los 21, tras someterse a una operación de cirugía estética para retocarse la nariz.
Juana Ortega y Antonio Meño (padre) concluyen así los años que han pasado luchando para que se hiciera 'justicia' con su hijo. 'Hemos envejecido sin darnos cuenta', reconocía ayer la mujer en su casa de Móstoles (Madrid). Allí, entre muebles antiguos y fotos de sus nietos, el matrimonio se empeñó en dejar claro que no sintieron alegría ni alivio con la noticia. No se trata de una sentencia dictaminada por un juez, sino que han sido ellos mismos los que, aconsejados por sus abogados, decidieron pactar para terminar con el litigio.
'Nos sentimos mal, como si hubiésemos vendido a nuestro hijo'
'Nos sentimos mal, humillados, como si hubiésemos vendido la conciencia de nuestro hijo', expresó Antonio, que cuenta cómo salió mareado de la sala del Juzgado de Instrucción número 15 de Madrid donde ayer se celebró la reunión entre ambas partes justo después de echar su firma en el acuerdo.
Con esa firma de la que no se sienten orgullosos, sino 'culpables', los Meño ponen fin a siete meses de negociación con las aseguradoras, un proceso que se inició el 17 de noviembre de 2010, después de que el Tribunal Supremo ordenase reabrir el caso de su hijo.
'Aunque nos dieran 100 millones no nos iban a devolver la vida de Antonio'
Hasta esa fecha, Juana y los dos Antonios habían permanecido 520 días acampados, en una pequeña caseta de madera y toldos de plástico, frente al Ministerio de Justicia. ¿La causa de su protesta? Habían sido condenados a pagar 400.000 euros por los costes judiciales del largo proceso de su hijo, en el que pedían que la clínica reconociera que hubo negligencia en la operación.
Por ese motivo, la familia estuvo a punto de perder su piso, donde ayer recordaban todo lo que pasaron en ese año y medio que estuvieron durmiendo en una céntrica plaza de la capital. '¿Hacemos un botellón?', bromeó Antonio con la gente de los medios. 'Para botellones, los que pasábamos allí... Un día tuve que salir de la cabaña en calzoncillos, a las cuatro de la mañana, porque le escuché decir a uno que por cinco euros nos la quemaba', recordó.
Pero no todo fueron malos momentos. De hecho, si no fuera por su empeño, que les hizo aguantar lluvias, nieves y calores casi a la intemperie, tal vez ahora estarían 'en la calle'. En uno de esos 520 días se acercó a su campamento el doctor Ignacio Frade, el testigo clave gracias al que se consiguió reabrir el caso en el Supremo.
Frade, recién licenciado, trabajó en la clínica Nuestra Señora de América mientras completaba su formación y asistió a la intervención de Antonio. Según testificó, el anestesista había atendido dos operaciones a la vez y tardó en acudir cuando se desconectó el tubo de la respiración que daba oxígeno a Meño. Hasta entonces, los médicos aseguraban que el paciente se había atragantado con su propio vómito, con lo que su responsabilidad quedaba exonerada.
Después de la decisión del Supremo, la familia pudo volver a casa y en su camino se presentaron dos opciones: presentar una nueva demanda civil contra la clínica y volver a empezar todo el proceso, o negociar con las aseguradoras una indemnización.
'Tengo que reservar fuerzas, ahora no voy a tirar la toalla', exclamó Juana en aquel entonces. Pero en estos siete meses su ilusión se fue evaporando. 'Me he sentido engañada y decepcionada', confesó ayer esta madre coraje. '¡Normal! apostilló su marido. Entre jueces y abogados nos han machacado'.
Cuando creían que lo peor ya había pasado y volvían a tener un atisbo de esperanza, el abogado que consiguió reabrir el caso, Luis Bertelli, dejó de asesorarles. Según su versión, ya había cumplido su misión de hacer justicia y no quería ser el responsable del proceso de negociación.
Dos semanas después de la notificación de Bertelli, recibieron otra carta del que iba a ser su sucesor: el letrado Ataúlfo López-Mingo tampoco se iba a encargar de ellos. En esta ocasión, la excusa fue la presencia de la familia en los medios de comunicación. 'Yo trabajo en despachos y tribunales, no en medios de comunicación', se quejó López-Mingo a mediados del diciembre pasado.
Al final, después de tantas idas y venidas, de tantos 'palos', como los define Juana, se dejaron llevar por las recomendaciones de Juan Carlos Izquierdo, que siempre insistió para que aceptaran el dinero. 'Nosotros le dimos todos los poderes para que hiciera lo que mejor le pareciera', explicó Antonio. 'Jamás hemos querido que nos hablara de cifras porque el dinero es una porquería; aunque nos dieran 100 millones no nos iban a devolver los 22 años de vida de nuestro hijo', sentenció Juana, que pasa del enfado al llanto (y también a la risa) con extrema facilidad.
Nerviosa, colgada del teléfono móvil y preocupada por atender a todos los que ocupan su salón mientras se cuela en la habitación de al lado cada cinco minutos para ver cómo está su hijo, Juana se lamenta de su decisión. 'Teníamos que haber seguido luchando, teníamos que haber ido a juicio, teníamos que haberle visto sentado en un banquillo', repite continuamente, refiriéndose al anestesista de la intervención de su hijo.
No cree ni su marido tampoco que los médicos, las aseguradoras y la clínica hayan asumido su culpa al haber cedido a pagar la indemnización. En cualquier caso, el matrimonio piensa que la compensación debería haber llegado 22 años antes. 'Si el anestesista hubiera dicho la verdad desde el principio, mi hijo estaría mucho mejor porque habría tenido mejores cuidados', cuenta Juana. Desde que volvieron a casa, en noviembre de 2010, una fisioterapeuta visita a Antonio tres veces por semana, lo que le permite tener mejor movilidad de sus extremidades y facilita las tareas de su aseo. 'En los hospitales no querían tocarle por si pasaba algo que pudiera entorpecer el proceso judicial', explica la madre.
El sentimiento de culpabilidad que les invade les hace pensar también en qué clase de vida van a llevar a partir de ahora. Aunque ambos aseguran que seguirán con su rutina ('en casa, con mi hijo, con mi lucha', especifica Juana), están preocupados por 'el qué dirán'.
El matrimonio cuenta cómo mucha gente de su barrio en Móstoles les recrimina que sus otros tres hijos 'viven bien a costa de su hermano'. '¡Pero si de su hermano Antonio no han recibido un duro!', exclama ella. Ahora temen que con su decisión las críticas se endurezcan. 'No voy a poder mirar a la cara a los vecinos; ¡qué pensarán!', lamenta Juana. '¿Y por qué te vas a preocupar de la gente que no se ha preocupado por ti en 22 años?', le recrimina, siempre a su lado, su marido.
Aun así, Juana se empeña en explicar, como si quisiera justificarse, que ante el miedo de volver a empezar otro proceso judicial que podría volver a eternizarse, cedieron al pacto. '¿Quién nos asegura que vayamos a vivir otros diez años, quién se encargaría de él?', se preguntó Juana. 'Así al menos nuestros hijos no tendrán que quitar nada a sus hijos para dárselo a su hermano', concluyó.
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