“La guerra en las calles no existe. La guerra está dentro de ellos mismos. Por debajo de sus cráneos rapados, en su mente. La única batalla real es la que tendrán que liberar contra sus propios temores. Su miedo a no ser respetados. Su temor a la soledad”.
Esa rabiosa soledad. Lo escribió Antonio Salas en Diario de un skin en 2003. Sus frases no han quedado viejas. Reverberan siempre que la llama xenófoba y racista prende, como en Madrid hace siete días. Es la ultraderecha. Un magma informe. Fragmentada y a la vez unida. Pero con fuerza.
“Los fascistas están en continua reorganización. Cuando hay un incidente y ven que su violencia se les ha ido de las manos, se asustan, pero en esencia no cambian”. Lo dice quien les conoce bien, David Madrid, el agente que se coló entre ellos un año y medio y que escribió, cuando dejó la pesadilla, Insider: un policía que se coló en las gradas ultras. Él tiene una expresión clave, la llave que abre la puerta a la extrema derecha: la “sensación de poder”. “Es increíble, con 16 años, ver que tienes poder. Que sales a la calle, la gente te mira y se aparta, y el grupo, tu grupo, te respalda. Generas miedo. Es la nicotina”.
Fagocitadores de la identidad
En esa clave convergen los cuatro vectores de la ultraderecha. Los falangistas, los más nostálgicos de la dictadura; los populistas, intolerantes hacia la inmigración (España 2000, Frente Nacional, Plataforma per Catalunya); los abiertamente ultranacionalistas y racistas (Alianza Nacional, Democracia Nacional) y la guerrilla armada, los neonazis puros (Volksfront). Unos 10.000 militantes en España, según fuentes policiales.
“A todos les une un sustrato ideológico pobre, visceral”, resume Joan Cantarero, periodista especializado en la violencia fascista. Los chavales que buscan partidos y grupos skins proceden de familias
desestructuradas. Quieren verse arropados por una pandilla fuerte. Crean un sentimiento gregario enorme. El grupo suple su identidad”. De ahí los rituales atávicos, la estética común, los símbolos, el culto al cuerpo, la adoración a la raza aria. El patriotismo ramplón.
El odio, claro, al de fuera. Democracia Nacional acoge en su programa una sentencia implacable, compartida: “La inmigración masiva equivale a un genocidio lento y bien planificado de la nación española”. Los inmigrantes, por tanto, sobran. Hay que expulsarlos “inmediatamente”, corean todos estos partidos.
Ese combustible vincula y refuerza a partidos y skins españoles con la ultraderecha europea, con quien la relación es constante, estratégica. Ahí están el NPD alemán, la Fiamma Tricolore italiana, el SPV suizo. Y, por supuesto, el Front National de Jean-Marie Le Pen. El portal europanacional.wordpress.com da buena cuenta de la compleja red nazi.
Hoy Internet ofrece una plataforma idónea. Los “armadores doctrinarios”, como llama Esteban Ibarra, presidente de Movimiento contra la Intolerancia, a los líderes de los partidos ultras, buscan a sus bases a través de la Red. Y los reúnen en los campos de fútbol, los lugares de socialización básicos de los ultras. “Son los grandes viveros, donde dirigentes y bases se retroalimentan y se genera esa gran cohesión”, subraya preocupado Ibarra.
Allí se larva el odio. El paso previo a la agresión. Ibarra tiene consignadas 4.000 “incitaciones al odio” en 2006 en su Informe Raxen. Ante ellas, un vacío legal, sólo cubierto, y muy difusamente, por el artículo 510 del Código Penal.
¿Y unidos? ¿Convergerá la ultraderecha en un partido? “Estamos lejos aún”, recalca Miquel, otro experto en nazis que no quiere dar su apellido. “Queda por ver quién es su pequeño Hitler”. David Madrid redondea el razonamiento. “A todos les gusta el poder, y el poder les ha dividido”. Les priva ser el líder de la manada.
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