MADRID
La experiencia le ha enseñado a uno que no tiene nada que ver tratar con un futbolista a hacerlo con un exfutbolista. En este último caso, casi siempre se acorta la distancia. Hasta puede que los hombres se igualen, desaparezca el límite de tiempo y el ejemplo más puro que he encontrado estos años sea Roberto Solozabal (Madrid, 1969). Aquel futbolista del Atlético de Madrid, uno de los viejos héroes de su biografía. Un futbolista sin miedo al poder, capitán desde muy joven, un capitán que defendía que “cuando realmente se ve la personalidad de los capitanes es en los malos momentos”.
De hecho, uno siempre recordará de él aquellas enganchadas con Jesús Gil que pudo ser el presidente más vehemente del mundo. Pero Solozábal, tal vez el reflejo de lo que aprendió en casa, donde él y sus dos hermanos mayores “estaban acostumbrados a cuestionarlo todo”, casi nunca se acobardaba. Es más, hasta puede que hoy Solozábal siga siendo el vivo retrato de esos dos hermanos suyos, “que, afortunadamente, son autónomos y se han librado de tener conflictos con los jefes”.
Solozabal, sin embargo, fue futbolista. Un tipo con más prestigio que popularidad que llegó a ganar la Liga con el Atlético o el oro olímpico en Barcelona 92 hasta que descubrió siendo aún muy joven, a los 30 años, que él quería otra vida en la que no se viajase tan deprisa.
Y entonces se retiró del fútbol y desde entonces han pasado más de quince años en los que el periodista tiene ahora una ventaja: no debe pedir permiso a un gabinete de comunicación para hablar con él ni para preguntarle si Antony Perkins llevaba razón en Psicosis cuando decía “todos nos volvemos locos alguna vez”, porque él, Roberto Solozábal, intercambia esa frase por otra que tal vez también tenga razón: “Todos nos volvemos cuerdos alguna vez”. Y me lo decía él, que hoy es un hombre de 48 años que a los 20 descubrió que “el tiempo es oro” y que no quería malgastarlo. “Hay gente que lo dice con la boca pequeña o que lo descubre a los 70 años”.
Sin embargo, ese nunca fue su caso. Quizá lo que hoy me incita a escribir de un personaje así, situarlo en las antípodas de la vanidad y, si queda alguna esclavitud en su vida, es la de vivir la vida montando en la bicicleta, desafiando el Ironman (3,700 metros nadando, 180 km en bicicleta y 42 km de maratón), invirtiendo casi 20 horas a la semana en el entrenamiento, porque puede hacerlo.
"No me gusta consumir por sistema y aplico esa idea en casa"
Quizás porque el fútbol le dejó la vida encaminada como podía intuirse en el año del doblete, cuando el Atlético ganó Liga y Copa, “y yo tenía un Seat Ibiza”, casado siempre con la misma austeridad que ahora. “Sé que la mayoría de la gente querría para su vida mi austeridad”, admite. “Pero yo las cosas las disfruto, no las enseño”. Quizá por eso siempre se sintió “un poco alejado de la gente normal. No sólo del futbolista, sino también de esta sociedad de consumo, en la que se pone precio a todo”.
Por eso aquel día incidía en su catálogo de valores: “No me gusta consumir por sistema y aplico esa idea en casa, donde no derrochamos en ningún sentido. Odio tirar comida, por ejemplo. Yo me llevo la comida que me sobra en los restaurantes desde hace más de veinte años”. Incluso, hasta se acordaba de lo que una vez escuchó que pasa en Suecia, “en un restaurante de buffet, donde te cobraban más si dejabas comida en el plato. Me alisé con ellos porque siempre he pensado que el delito es tirar comida”.
Pudo ser una lección de vida o tal vez sea sólo una manera de ser. “En las dictaduras nunca ha gustado que la gente piense por sí misma”, me decía Solozábal, tan aferrado a esa idea y a vivir la vida que ha convencido a sus hijos de que él no es raro, “sino diferente. Yo, por ejemplo, siempre he sido de poco regalar. Es más, no regalo cosas sino sensaciones como puede ser ir a dormir a una cabaña de nieve”. De ahí que fuese imposible reducir la conversación con él a viejos recuerdos del fútbol porque entonces uno no disfrutaría de la abundancia del personaje y hasta del padre de dos adolescentes a los que nunca ha tenido que explicar porque él, que es el cabeza de familia, nunca sale de casa para ir a trabajar.
“Algún día entenderán que su padre tuvo la suerte de lograr el sueño de ser futbolista, de tener un trabajo en el que ganó suficiente dinero, supo invertirlo y eso es lo que le ha permitido estar tanto tiempo con ellos. El dinero me sirvió, sobre todo, para comprar tiempo. Es más, siempre pensé que en un planeta como el nuestro, en el que tenemos la suerte de tener tantas cosas, la solución está en acostumbrarnos a tener menos”.
"Un capitán es un hombre que debe ganarse el derecho a mandar en el campo, en el vestuario"
Por eso alguna vez uno se podrá olvidar al futbolista, de aquel central que casi nunca perdía su posición, pero será más difícil olvidarse del personaje que conocí en esa conversación interrumpida por nadie en una cafetería de Las Rozas, donde cada día que pasa cuesta más reconocer a Solozábal. La memoria no es infinita. Hace casi veinte años que la hinchada del Atlético no aplaude un despeje de Solozábal, que el mismo día que se retiró del fútbol ya avisó que él era diferente.
Marchó a la montaña, donde entonces no imaginaba que tendría hijos. Pero una vez que los tuvo descubrió un mundo fantástico. “En una sociedad como ésta, en la que uno deja de ser niño muy rápido, he intentado que mis hijos dejen de serlo muy tarde”, insistía él, patria de una época en los años noventa, donde lo contestaba todo en un Atlético en el que también jugaba Simeone. Pero el líder era él, Roberto Solozábal, que no le pasaba una falta de educación al presidente Jesús Gil. “Un capitán es un hombre que debe ganarse el derecho a mandar en el campo, en el vestuario”, defendía y todavía defiende Solozábal, casi un hombre anónimo en la inmensidad, lo que no le importa. Al contrario: le satisface porque forma parte de su manera de disfrutar a diario de la vida y de la bicicleta. No todas las motivaciones son las mismas ni todos los hombres son iguales. A su lado, vestido como iba aquel día con el uniforme de ciclista, uno no lo olvidara nunca.
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