Un tesoro bajo tierra en Barcelona: el sótano que ha vestido y decorado decenas de películas
En Las Pepitas, en un sótano de Barcelona, Bea Castelló, hija y nieta de anticuarios, custodia un tesoro: miles de prendas, objetos y complementos de segunda mano que se venden y se alquilan para 'atrezzo' de películas u obras de teatro.
Barcelona-Actualizado a
Son dieciséis escalones estrechos. Como bajar a las profundidades de un océano oscuro o meterse en las tripas de un animal enorme. La cueva de Alí Babá. Tras los primeros pasos, las primeras cajas apiladas. Unos tapices enrollados, un cuadro, bolsas con ropa. Al final de la escalera, la luz metálica. Y cuando ya estás llegando, por fin, el impacto. La vista elevada sobre el almacén. Aunque no sabes si llamarlo de esta manera. Un ejército infinito de objetos y telas de segunda mano escondido bajo tierra.
—No sé cuántas cosas hay aquí. No te podría dar un número. Pero sí que sé todo lo que tengo. ¿Entiendes?
Bea Castelló rebasa el último escalón y su postura cambia automáticamente, se acomoda, como cuando llegas a casa y cierras la puerta de la calle. El sótano de Las Pepitas es su lugar. En el distrito de Sarrià-Sant Gervasi, Barcelona, detrás del hospital El Pilar.
Es imposible calcular las dimensiones del espacio. Todo está abarrotado. Todo está perfectamente colocado. Un orden en el caos. Un búnker vintage. Cuando la gente llega, dice Bea, alucina: no entienden cómo puede recordar dónde está cada cosa.
—Si me pides que la busque, te la encuentro. Pero porque la he puesto yo. Si alguien mueve algo, entonces estoy perdida.
En Las Pepitas se ofrece un servicio de alquiler y venta de vestuario y atrezzo de época para cine, teatro, publicidad. Bea trata con figurinistas, directores y ayudantes de Arte, encargados de vestuario o estilistas que bajan los dieciséis escalones del almacén con una lista de deseos y una paleta de colores.
Buscan vestidos, complementos, pasamanerías, mantelerías o encajes que se ajusten a los tiempos, el estilo y las necesidades del proyecto en cuestión. Consultan a la encargada. Ella escucha, sugiere. No es sencillo ni rápido. Hay veces que dan con lo que quieren, otras no. Por falta de tallas, por ejemplo. Tienen la falda o los pantalones perfectos, pero no cuadran con las medidas del actor o la actriz.
Bea explica que es lógico: después de la guerra, la gente no comía tanto ni tenía la misma calidad de vida que ahora, y sus cuerpos solían ser más pequeños o escuálidos. Recrear un recuerdo del pasado, en ocasiones, es una empresa titánica. Exige precisión y meticulosidad.
—Tienes que estar en todo. Controlar cada detalle. Incluso lo que no se ve, también se ve.
Lleva treinta años colaborando con el mundo del cine. La primera película en la que aportó material fue Tic tac, dirigida por Rosa Vergés. Participó en El orfanato (Juan Antonio Bayona). O en El mar y en Pa negre. "Agustí Villaronga tenía mucha sensibilidad por el objeto antiguo, siempre que coincidíamos se acordaba de mí", asegura Bea.
Una de sus últimas colaboraciones estrella, por su éxito de público y de premios, la de Alcarràs (Carla Simón): busquen en la pantalla una toalla blanca con puntos de colores. También ha cedido accesorios para desfiles como la 080 Barcelona Fashion.
—A mi abuelo le gustaba el cine. Las historias de antes. A veces veía una película ambientada a finales del XIX y nos llamaba escandalizado porque el vestido de la protagonista era demasiado nuevo. "¡Ese brillo canta mucho!", decía.
La pieza más vieja es una casulla del siglo XVI. La mayor parte de cosas se fechan de 1880 para delante
Mantas de todos los tactos y colores. Columnas de sombreros. Hileras de bolsos o de maletas. Abrigos. Vestidos de noche. Cinturones. Carteras. Camisas de lino. Cajas con botones de distintos tamaños. Zapatos. Almohadas. Americanas. Faldas. Paraguas. Bufandas. Cordones. Pendientes. Estanterías con más manteles, más cortinas, más toallas, más sábanas. No se acaba.
La pieza más vieja es una casulla del siglo XVI. La mayor parte de cosas se fechan de 1880 para delante. Hasta llegar a los ochenta, los noventa. Bea —enérgica, metódica— lleva el negocio sola. Cuando habla del inventario, se señala la cabeza y sonríe. Es anticuaria desde que pudo elegir qué ser.
—Antes no había escuelas, ahora puedes estudiar épocas de los muebles o de la ropa. Pero este oficio se sigue aprendiendo igual que entonces: tocando. Distinguir un tipo de algodón o de lino. Si es una punta mecánica o hecha a mano. Cuánto tiempo tiene un mantón de Manila. Hay que haber tocado mucho para saberlo.
La pasión de Bea es un legado familiar. O un regalo familiar. Una misma historia atravesando varias generaciones. Recuerda que al principio, cuando era una niña y salía de clase, se iba con su madre y sus tíos a vaciar un piso del Eixample. Los hijos de un difunto querían deshacerse de sus pertenencias y habían dado el aviso.
No le dejaban hacer nada. Debía tener ocho años. Abría cajones, leía cartas de amor en papeles amarillentos, se imaginaba vidas, escenas, caras. También recuerda lo mucho que le gustaba ir a los Encants. A las seis de la mañana, cuando se hacía la subasta. El género desparramado por el suelo. El remolino de gente. El golpe del señor a la madera para adjudicar la venta.
—Te decían que si querías ser anticuaria, tenías que comenzar desde abajo.
Al principio de la cadena está su abuelo, Juan. Nació en Caravaca de la Cruz. Llegó a Catalunya en busca de trabajo. Barnizaba pianos con polvos tosca. Luego organizó un pequeño almacén en la entrada de casa: restauraba cómodas para anticuarios.
También se empezó a interesar por la ropa de época. Tanto que se volvió un experto. Conseguía prendas para particulares. Sobre todo, para familias de la alta burguesía barcelonesa. Los Rocamora, los Marès. Coleccionistas textiles. Hizo amistad con ellos. Abrió una tienda en el Gótico.
Después vino su madre. Pepita, claro. Aprendió a espabilarse en el negocio familiar. Más tarde, cuando Bea tenía 13 años, se asoció con una marchante que se dedicaba a vender a los anticuarios aquello que otros ya no querían seguir guardando en sus viviendas.
Se instalaron en un local de la calle Alfons XII. Ahí es donde hoy siguen resistiendo el almacén y la tienda de su hija, esta segunda cerrada por obras hasta nuevo aviso. Pepita falleció en 2008 sin haber tocado nunca un ordenador. Bea es quien sigue subiendo la persiana cada mañana. Una vocación inquebrantable. Inevitable. El oficio en la vena.
En el sótano no hay un solo agujero, un solo metro liberado, al margen de los estrictamente necesarios para desplazarse. Un laberinto que gira una y otra vez sobre sí mismo. El reverso del fast fashion. Bea dice que hoy todavía se puede comprar un damasco nuevo, recién fabricado, pero que el color y la textura nunca podrán ser los mismos que entonces. Y eso se nota. Eso, ellos, lo notan.
—Por aquí ha llegado a pasar hasta Peter Greenaway. Fue hace muchos años, cuando preparaba Las maletas de Tulse Luper. Le maravilló tanto una que al final la compró y se la llevó. A veces algunas cosas que se alquilan para rodajes se pierden. Cuando pasa, las pagan y solucionado. Pero después pienso que es una lástima, porque yo tengo objetos que si desaparecen, ya está, no puedes reponerlas, ir a comprarlas a otra parte. Esta manta, por ejemplo. Si se pierde, no habrá otra igual. No una como esta, con este tacto y este tono mostaza.
Es capaz de recordar la procedencia de casi todas las piezas que conserva. El relato que aún contienen unas gafas, un velo de novia, una pamela, un reloj. Su rutina consiste básicamente en poner orden, doblar ropa, clasificar el género, hacer hueco para unas cajas.
Una pequeña maniobra, como mover un armario de sitio, puede suponer un mes de trabajo. Para mover ese armario, primero tendrá que mover otro, y encontrarle otro rincón, y luego otro, y así sucesivamente. Cada centímetro cuenta y pesa. Bea camina por los pasadizos apretados y mira las pilas con deferencia y atención, como si de verdad, desde el fondo de su materia, pudieran hablarle. Aquí también se atiende a particulares.
—Durante un tiempo, se dejó de comprar en los anticuarios. La clientela que tenía mi madre era diferente. Venían señoras y escogían telas para hacerles la ropa a sus nietas. Pero, después, ¿quién vestía la mesa de su piso con un mantel antiguo? Aunque vuelve, todo vuelve. Lo noté con la pandemia. Hay más conciencia de lo importante que es reciclar, reaprovechar. Consumir con la cabeza. Está bien que se recupere esa costumbre. Y tiene sentido. Sabe mucho mejor un vino servido en una copa de cristal antiguo que en una copa recién salida de la fábrica.
Bea, sentada en un pequeño sillón de cojines estampados, se refiere a distintas clases de hilos y de algodones. Defiende que no tienen nada que ver con los que se hacen hoy. Son más buenos, dice. Abrigan más. Es cuestión de calidad y de gramaje.
—No sabes lo que duran. Algunas de estas sábanas tienen 150 años, imagínate, y aquí siguen. Una sábana del Ikea no creo que dentro de un siglo siga viva.
Sonríe. Encaja las gafas a la altura de los ojos. Vuelve a hablar de esa gente que, empujada por nuevas inquietudes, que en realidad son viejas, viejísimas, regresa a lugares como este, se interesa por una lámpara, una blusa, un camisón. Caminos que dan la vuelta y se dirigen, otra vez, a la salida. Bea mira las estanterías, los percheros, las bolsas marcadas con etiquetas que, escritas a mano, especifican qué se guarda en su interior. Su casa. Comenzó en esto a los 15. Ahora tiene 55.
—Desde que acabé el colegio, quería estar en la tienda. Me hubiera costado mucho trabajar en una oficina, aguantar sentada tantas horas. Sí, claro, hay meses que cuesta llegar, ganarse la vida. Pero hago lo que me gusta. Y tampoco tengo demasiadas alternativas. A veces lo pienso y... ¿Dónde podría ir, yo, con todo esto?
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