Este artículo se publicó hace 15 años.
Ramón tenía veintitrés años
Alegría, alegría, que un día estaremos todos muertos
Ramón tenía 33 años.
Trabajaba como profesor de gimnasia en un instituto. Ya no intentaba explicar o enseñar nada a sus alumnos. Ni siquiera conocía una forma cómoda de castigarles. Ramón había reflexionado muchas veces sobre el mejor método para educar a grupos de más de 30 niños dos horas por semana. Por ejemplo, aquella vez, de las cinco clases de 34 alumnos de 11 años, uno no le escuchó que para la demostración de fin de curso había que llevar pantalón azul y camiseta blanca. Ramón lo había repetido 70 o 90 veces en cada clase. El niño se presentó de rojo y la madre explicó a Ramón que pobrecito su hijo, que no se había enterado. Ramón tenía tres formas de actuar. Una. Ramón afirmaba sonriendo a aquella mujer: no pasa nada. La gente le tomaba por una persona normal pero el niño no aprendía. Dos. Ramón le decía al niño, algo disgustado: lo dije David. Lo dije 700 veces. Aquí la gente le tomaba por un profesor responsable. El niño no aprendía. Tres. Ramón cogía un palo y pegaba fuerte a David en la espalda para que nunca más volviera a despistarse. Aquel parecía el mejor método de enseñanza, pero por pequeños detalles a uno le tachan de loco y Ramón había estudiado una carrera entera para optar a aquel cómodo trabajo de profesor. No estaba dispuesto a perderlo por enseñar nada a nadie.
Pasaron 26 años.
Me gusta la gente que sonríe por la calle, pensó Ramón. La clase castigada charlaba ya a su antojo. Uno se había levantado y cambiado de sitio llorando. Era primavera y afuera brillaba una cálida mañana de mucho sol. Quedaban menos de once días para la Semana Santa. Ramón preguntó en alto qué se celebraba en Semana Santa:
-¡Los enamorados!
-Mal dijo Ramón.
-Yo, profe yo.
-A ver.
-Es la Pascua.
-Muy bien, ¿y qué es la Pascua?
-Lo de esconder los huevos de chocolate.
Ramón les dejó juego libre el resto de la hora. Por la tarde el día empeoró. Tras pasar la última lista Ramón puso a los más pequeños a jugar al baloncesto:
-Pero corre más, Martita.
-Es que si corro más se me cae el brócoli de los bolsillos.
-¿Brócoli?
-Es que yo me quedo a comedor y no me gusta el brócoli pero a mi hermana sí.
Ramón tenía 59 años, no entendía a los niños. Le desquiciaba su estupidez, su lentitud aprendiendo, su dispersión, y sin embargo admiraba profundamente aquella dispersión (si sólo él no tuviera que ocuparse ella), su capacidad de asombro, esa repentina súbita magia y alegría. Para un niño todo era aún nuevo siempre, y merecía la pena. Ocurría así hasta algún punto entre los 12 y los 14 años, se dijo Ramón. Luego llegó a casa y salió a dar un largo paseo. Ramón llevaba 33 años trabajando como profesor de gimnasia en un instituto. Ramón vivía solo. La semana anterior había llevado a su nieto a una feria. Le había montado en el pulpo, en las camas elásticas, el castillo de aire, los coches de choque y en el tren de la bruja. Goyito no lograba pronunciar profundo, decía pofrundo. Ramón sonrió al recordarlo. Ramón cenó espaguetis con gambas y dos gelatinas. En la tele daban un documental. Ramón dejó los platos en el fregadero y al bajar la mano se atravesó la muñeca con un cuchillo. El cuchillo atravesaba entera su muñeca izquierda, salía por el otro lado y le dolía. Ramón se miró aquello extrañado, luego agarró el cuchillo para sacarlo pero se detuvo: ¿Y si me mato ya?, pensó extrañado. Así aprovecho el dolor, razonó. No, todavía no. ¿Pero por qué no? ¿Tenía algún sentido matarse tan pronto? Ramón tardó un par de minutos en decidir que sí, dudó de nuevo y pensó que no. Y luego pensó de nuevo que sí, que ya estaba bien.
Ramón se miró aquello extrañado, luego agarró el cuchillo para sacarlo pero se detuvo: ¿Y si me mato ya?, pensó extrañado. Así aprovecho el dolor, razonó. No, todavía no. ¿Pero por qué no?De repente a Ramón aquel le pareció un buen momento para morir, evitaba así muchos problemas sobretodo. Ramón tenía un miedo cerval, pánico denso, al dolor físico. No quería morir escupiendo, resentido, inválido e incapaz. Además, ¿qué me queda por vivir? ¿Qué me pierdo ya? Se perdía una ex mujer, dos hijas y un nieto. Se perdía los paseos, la comida, beber agua y el sol, y se perdía el probable bucle de hospitales, dolor y enfermedades superpuestas, operaciones y miserable postración que trae consigo la última vejez. Ramón decidió aprovechar aquel dolor para matarse. Uno debía tomarse la vida como ésta venía. Lo tenía muy pensado ya además, lo haría como los romanos, en una bañera, desangrándose sereno.
Ramón caminó hasta el baño y llenó la bañera.
¿De verdad te vas a matar ya? Ramón se miró de nuevo la muñeca, era muy extraño. Agarró el cuchillo con la otra mano y tiró, lo sacó. No le dolió demasiado, comenzó a sangrar abundantemente. Ramón se desnudó y metió en la bañera. No cabía del todo de largo. Ramón pensó en Rocío, cuánto le había dolido y desconcertado el abandono de su mujer. Habían sido tan felices juntos. Un sábado, llevaban ya años de tiranteces, insuficiencias y quejas, una derrota diaria que se traducía en ataques continuos y desprecios por parte de Rocío, Rocío estallaba de nuevo gritando que Ramón nunca hacía nada por ella, que ella hasta le cortaba el pelo a él y Ramón le cortó el pelo a ella. Rocío se fue de casa medio calva, con las niñas, lloró tres días y abandonó a Ramón, alegando maltrato, para siempre. Ramón no lloró nada pero nunca superó aquel abandono. Ella era su mujer, su Rocío, se habían jurado infinidad de veces amor y lealtad, se salvarían o condenarían juntos. Era ella lo que él utilizaba para darse valor, procurarse tranquilidad y sentido, sobrellevar mejor los problemas de la vida. Era ella en lo que él se apoyaba, con lo que se mentía. Y Ramón la había cuidado, querido, entretenido, protegido, besado, amado profundamente. Se había esforzado hasta el límite también, por ella y sus hijas. No sólo en el trabajo, aquel absurdo de largas horas. Por Rocío Ramón aprendió a cocinar y poner la lavadora, limpiaba los baños.
El agua sale rápido de los grifos, observó Ramón, sale con presión. Luego miró el agua roja de sangre. No le dolía nada la muñeca. A Ramón le parecía todo irreal, extraño. Se oía el televisor de fondo. ¿De verdad te vas a matar ya?, pensó. No lo sé. Yo no sé nada ya, pensó. Ramón se sentía extraño. Todo era confuso. Tampoco hablaba apenas con sus hijas. Les aconsejaba que fueran felices, que se quisieran. Ramón no cabía en la bañera. Todos somos la felicidad, pensó. Todos somos la felicidad, las otras cosas que sentimos son sólo estados de ánimo.
Ramón despertó, no recordaba nada del sueño. Últimamente bebía mucho café y no recordaba los sueños. Se despertaba extremadamente cansado y le dolía por detrás la cabeza. Ramón tenía 23 años. Ramón no encontró leche en la nevera.
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