Este artículo se publicó hace 2 años.
¿Permitirías que encadenasen a tu hijo para desengancharlo de la heroína?
El 'processo delle catene' cuestionó el uso de métodos coercitivos para someter a los toxicómanos de San Patrignano, una comunidad fundada por el controvertido Vincenzo Muccioli, protagonista de la serie documental 'Sanpa' (Netflix).
Madrid-Actualizado a
La droga está más presente que nunca en la pequeña pantalla, aunque hay una figura en el eslabón tóxico que ha sido menos tratada en las series: la del salvador de los yonquis, o sea, el ángel —o demonio— de la guarda que resucita a los zombis conversos. Personajes controvertidos que llevaron a cabo una labor y una asistencia que el Estado no podía proveer, pues no estaba preparado para la irrupción de la heroína y los estragos que causó, pero cuyos métodos levantaron ampollas: ¿almas cándidas o líderes mesiánicos?, ¿centros terapéuticos o comunidades sectarias?, ¿pacientes que se aferraban a un clavo ardiendo o incautos sometidos al trabajo esclavo?
No es frecuente toparse con una producción como Sanpa. Pecados de un salvador (Netflix), que refleja el destino de los drogatas que deciden desengancharse. Creada por Gianluca Neri y dirigida por Cosima Spender, este documental narra durante cinco episodios el nacimiento, el crecimiento, la gloria, la decadencia y el declive, respectivamente, de San Patrignano.
Una comunidad fundada en 1978 por el controvertido Vincenzo Muccioli en un pueblo de Rímini por la que pasaron miles de toxicodependientes. Hijo de campesinos, el regalo de bodas de su suegro es una casa de campo en la que primero cría perros y después, gallinas, aunque todo se va al traste cuando se hunde el tejado y mueren casi todos los polluelos, que intenta vender infructuosamente pese a que han pasado a peor vida.
Tras los fracasos iniciales, sustituye a los animales por los despojos de la sociedad, que no encuentran acomodo en los hospitales —que simplemente sustituyen la heroína por la metadona—, ni en las comisarías —que no dan abasto con los delitos—, ni en las cárceles saturadas —y cuya estancia supone un dispendio para el Estado—, ni en sus casas —cuyos sufridos padres se sienten desbordados e impotentes—, ni en los juzgados —que deciden conmutar las penas de prisión por arrestos domiciliarios en un centro terapéutico—.
O sea, en la comunidad de San Patrignano, que no recibe fondos del Gobierno ni es bienvenida por las autoridades locales, pero sí el mecenazgo del magnate petrolero Gian Marco Moratti y de su segunda esposa, Letizia Brichetto, quien se convertiría en presidenta de la RAI y en alcaldesa de Milán. ¿Cómo conoció Moratti a Muccioli? Mejor vean la serie, aunque el empresario, además de donar cantidades ingentes de dinero, enchufaba a los hijos descarriados de la alta sociedad italiana, lo que da una idea del predicamento de Muccioli. Sin embargo, sus métodos eran poco ortodoxos, por decirlo de una manera suave, pues daba caza a los huéspedes que se fugaban y castigaba a los que no cumplían las normas.
Así, los encierros en perreras y palomares mugrientos estaban a la orden del día. Incluso utilizaba como celda una cuba de vino, donde la única fuente de calor en las noches de invierno eran los excrementos propios o ajenos. Muccioli, además, era aficionado a las collejas. Y alguno de sus subordinados —toxicómanos rehabilitados en los que iba delegando las tareas a medida que SanPa crecía, incluso la de repartir hostias como panes— tenía las manos demasiado largas. La gran paradoja es que un juez sentaba en el banquillo al líder de la comunidad o prohibía los ingresos en un centro que se estaba convirtiendo en una ciudad-Estado, mientras que sus colegas seguían enviando desde todo el país a toxicómanos que habían delinquido.
Pese a las intervenciones policiales y a las críticas de la prensa, los italianos apoyaban a Muccioli: ¿qué vamos a hacer con nuestros hijos si nadie les presta ayuda excepto él?, se cuestionaban. Entonces, los jueces decidieron mostrar en uno de los juicios las cadenas con las que sujetaban a los internos para inmovilizarlos mientras sufrían el síndrome de abstinencia, una sonora puesta en escena amenizada por los metales golpeando la mesa de los magistrados. De poco les valió la performance, pues a las puertas de los juzgados los padres, afectados por ver a sus hijos desquiciados, presos o muertos, se preguntaban retóricamente dónde estaban las cadenas invisibles de la heroína.
En el processo delle catene se mostraron las fotos de los chicos encadenados —como perros, todo hay que decirlo—, pero en su momento no trascendieron a los medios de comunicación. Si bien había publicaciones y programas que denunciaban las prácticas, de alguna manera Muccioli había tallado año tras año un halo protector, de modo que explícita o tácitamente se había ganado el favor de diversos estamentos de la sociedad. No convenía desarmar el tinglado, porque además el Estado se ahorraba un buen pellizco, al tiempo que los ciudadanos se sentían más seguros en las calles, las familias podían respirar tranquilas y los políticos veían en ellas un suculento caldero de potenciales votos, por lo que se peleaban por salir en la foto junto a una figura mesiánica.
El dilema moral, en todo caso, flotaba en el ambiente: ¿usted permitiría que encadenasen a su hijo para desengancharlo de la heroína? O, dicho de otro modo, ¿lucharía por liberar a su hijo de la comunidad sabiendo que su destino podría ser todavía más negro? Tachado de fascista, santón, autoritario, iluminado, megalómano y padre castrador —consideraba como sus hijos a los más de 2.000 residentes en San Patrignano—, la revista satírica Cuore lo rebautizó como Benito Mucciolini, aunque él siempre defendió sus métodos coercitivos y dejó claro que el uso de la violencia no era habitual ni formaba parte del tratamiento, que descartaba el uso de fármacos y no contaba con terapeutas profesionales.
Quizás lo que al principio era una pequeña famiglia se convirtió en una comuna masificada. Había crecido tanto y Muccioli era tan famoso que ya no podía trabajar a pie de campo —cultivaban de todo y criaban caballos purasangres—, de obra —la irrupción del sida lo forzó a construir un hospital para infectados por el VIH— o de fábrica —proliferaron empresas de todo tipo, desde telares a metalúrgicas, pasando por carpinterías—. Parecía que la comunidad era autosuficiente, pero a Muccioli se le había ido de las manos. Entonces pasó lo que no tenía que pasar y las cadenas, en su día el símbolo de sus detractores, se quedaron casi en una anécdota, lo que da una idea de lo que llegó a suceder donde no alcanzaban las cámaras.
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