La Panda del Moco: los pijos macarras que sembraron el terror en Madrid
El Francés, el Judío, Pablo Full y el Italiano lideraron en los ochenta una banda de niños de papá malotes. Aficionados al 'full contact', hedonistas y muy violentos, su ideología era el dinero. Iñaki Domínguez desvela en un libro su historia.
Madrid--Actualizado a
Fueron perros callejeros con pedigrí. Una banda de pijos malotes que sembraron el terror en el Madrid de principios de los ochenta. Repartían hostias como panes en barrios nobles y obreros, porque en el fondo aquella violencia desatada se enmarcaba en una renovada lucha de clases ante la pérdida de privilegios que imponía la balbuciente democracia. "Yo robo a los pobres para dárselo a los ricos. Soy Hood Robin", vacilaba un niño de papá macarra que acostumbraba a mangar motos en territorio comanche, heredero del Francés, el Judío, Pablo Full, el Italiano, el Garrul y el Comun, los fundadores de la temida Panda del Moco.
Una cuadrilla diabólica incrustada en el imaginario popular, pero de cuya existencia muchos dudaban. "Plantaban cara a cualquiera y les tenían terror. Sin embargo, algunos solo habían escuchado hablar de ellos. La Panda del Moco era como el coco, algo tenebroso", recuerda el filósofo y antropólogo cultural Iñaki Domínguez, quien subraya que se amparaban en la impunidad que les proporcionaban sus padres, personas influyentes y altos mandos de las fuerzas de seguridad del Estado, cuyos contactos suponían una salvaguardia para sus cachorros sin bozal.
Frecuentaban o vivían en el paseo de la Habana, próximo al estadio Santiago Bernabéu, en el distrito de Chamartín. Vestían pantalones Levi's, camisetas Caribbean, cazadoras vaqueras con borreguito, zapatillas New Balance, gafas Vuarnet —luego Ray-Ban— y los cotizados plumas Pedro Gómez, hechos por encargo y con una lista de espera de varios meses. Su coche arquetípico era el Golf GTI y se movían en motos caras por los barrios de Hispanoamérica, Salamanca, Justicia, AZCA y la carretera de A Coruña, donde se hacían fuertes en discotecas como Look, Oh! Madrid, Tartufo o Pacha, con acento en el reservado y tilde en la segunda a.
¿Cómo les dio a unos adolescentes con pasta por liarse a mamporrazos con rockers, punkis, heavies, fachas, quinquis y todo aquel que osase a sostenerles la mirada? Iñaki Domínguez lo explica en el libro La verdadera historia de la Panda del Moco (Ariel), donde agita su leyenda y entrevista a los protagonistas, testigos y víctimas de la época. Más allá de la historia oral, resulta muy interesante su análisis sociopolítico: los niños pijos, antes inmaduros porque les daban todo hecho, se endurecen ante el temor a perder sus prerrogativas de clase con la llegada de la democracia.
"Muchos eran partidarios del régimen y tienen la conciencia de ser especiales. Cuando llega la transición, temen quedarse sin esos privilegios", reflexiona Domínguez. Digamos que, entre comillas, se preparan para combatir en las calles contra los hijos del proletariado. Por ejemplo, para defenderse en caso de atraco, aunque luego le darán la vuelta a la tortilla, como aquel pijo que robaba motos en el sur de Madrid. En todo caso, no eran de extrema derecha, ni estaban concienciados políticamente. O sea, no eran unos pijos rancios, sino que encarnaron al nuevo pijo, consumista, hedonista y global. Su ideología era el dinero.
Así, abrazaron la cultura yanqui —del fast food al rollo californiano— y bebieron de su cine. También de las películas de Bruce Lee rodadas en Hong Kong, lo que fomentó su afición al full contact, que de día practicaban en el gimnasio de Ramón Gallego y de noche ponían en práctica en las zonas de marcha. A pesar de que se adelantaron cuatro años al estreno del filme, eran como los Cobra Kai de Karate Kid, si bien su querencia por las artes marciales fue compartida por militantes de Fuerza Nueva, Primera Línea de Falange o Guerrilleros de Cristo Rey. Entonces, ¿eran ultras o no? En realidad, no, porque llegaron a robar en tenderetes falangistas y a pegarse con los camisas azules, aunque, como las cabras —muy locas—, tiraban hacia el monte. Mejor que lo explique Iñaki Domínguez.
"Hay una influencia inconsciente de los grupos fascistas, que con plena conciencia van a gimnasios para luego dar hostias a los rojos. Es una mímesis no necesariamente ideológica", indica el antropólogo urbano, quien ya había publicado un tratado sobre la canallesca madrileña, Macarras interseculares (Melusina), al que después dio una perspectiva estatal en Macarras ibéricos (Akal), dos libros imprescindibles para entender la España callejera y salvaje de las últimas décadas, profusamente documentados y con numerosas fuentes directas. La fascinación que le produjo la existencia de una banda de pijos malos lo llevó a indagar en una leyenda que terminó siendo real, plasmada en La verdadera historia de la Panda del Moco.
Entre ellos, había dos judíos. ¿Podríamos decir que eran de derechas, pero desideologizados?
Muchas personas los asociaban a la derecha. Evidentemente, poseían la cultura callejera de los grupos ultras y venían de barrios muy conservadores, como Chamartín. Sin embargo, no tenían ninguna conciencia política, ni les interesaba realmente. Algunos iban a los mítines de Fuerza Nueva para ligar con las chicas, porque decían que las tías estaban más buenas. No eran unos fachas, aunque se escoraban hacia la derecha, claro. Una muestra de que no estaban politizados era que también luchaban contra miembros de Fuerza Nueva o Primera Línea de Falange, quienes les contagian la moda de las artes marciales. Insisto, era una influencia casi inconsciente. En todo caso, no cabe duda de que la ideología está constantemente presente.
Quizás su ideología era el dinero y el consumo desenfrenado.
Eran pijos diferentes. En los setenta, llevaban el pelo engominado echado para atrás, un rollo muy antiguo y local. En los ochenta, a los nuevos pijos les gustan Tom Cruise, Top Gun, el VIPS y las hamburguesas, un rollo más moderno y global. Eran más hedonistas y menos franquistas.
Hacían incursiones en barrios obreros para robar o dar palizas.
Demostraban que eran muy duros y pegones. Les daba igual la clase social del contrincante. Podían enfrentarse con cualquiera, incluidos los rockers, que asustaban a mucha gente, pero los de la Panda del Moco los dominaban. La impunidad de la que gozaban era importante, aunque luego tenían la tendencia propia de hacer gamberro y de pelear. Eran realmente míticos.
Sorprende su edad. Al principio, eran chavales de 15 a 20 años.
Te los imaginas más mayores, pero hablamos de unos niñatos de 17 o 18 años, por eso se convirtieron en una referencia entre los jóvenes de la época. En algunos aspectos, eran unos adolescentes quizás más maduros que los de hoy en día, pero repartían mucho... Con el tiempo, muchos de ellos siguieron en la misma línea y se metieron en asuntos más duros, como sucedió con otras pandillas. Algunos miembros han muerto o se han metido en negocios ilegales.
Robos, drogas y palizas
Su currículo asusta. No solo se peleaban con otras bandas y tribus urbanas —por no hablar de las víctimas incautas e inocentes—, con las que se ensañaban hasta, en ocasiones, reventarles la cabeza contra el bordillo de la acera. También cometían todo tipo de robos y hurtos —en casas, locales y hasta sucursales bancarias—, mangaban coches y los tiraban por barrancos, pasaban drogas y amenazaban a morosos por encargo. En el libro se sugiere que cometieron delitos muy graves, si bien no se mencionan. "Los entrevistados prefieren no hablar de ello porque todavía no han prescrito", justifica Iñaki Domínguez, quien matiza que no era un grupo monolítico.
Había un núcleo duro y, entre amigos de amigos, podían sumar entre treinta o cuarenta personas. Tampoco eran todos ricos, caso del Judío, aunque la mayoría eran ovejas descarriadas de buena familia [valga como concepto relativo al poder adquisitivo, no a su bonhomía], malos estudiantes que eran expulsados por mal comportamiento y terminaban en colegios privados donde era más fácil aprobar y confluía lo mejorcito de cada casa. Este es otro factor que explicaría cómo unos niños bien se transforman en unos quinquis de apellido compuesto: pertenecían a familias ricas, pero desestructuradas, con padres separados y una herencia de complejos que alimenta su frustración a medida que crecen.
Es decir, en casa no hay quien imponga un orden, un control y unos valores. El sentimiento de culpa de sus progenitores se canaliza, cómo no, a través del dinero: les dan todo lo que quieren y, sin embargo, cometen robos, porque la ira y el trauma no se curan con billetes. Y, si no estudias ni trabajas, el aburrimiento se aplaca con adrenalina: la violencia por la violencia. En el caso de que pasase algo, siempre estaban papá y mamá: "La impunidad institucional y familiar hizo que algunos chavales no tuviesen límites. Hacían lo que les salía de la polla porque sus padres eran comisarios o amigos de no sé quién. Ahora bien, en los noventa eso daba igual y empezaron a recibir palos de los policías". Pese a que han seguido amparándose en cierta protección gracias a su cuna, el miedo de las clases altas a perder sus privilegios comenzaba a ser una realidad.
Así llega el fin de la Panda del Moco, aunque luego surgirían otros imitadores, menos violentos, que se apropiarían del nombre. En 1983, el Francés y el Judío entran a robar en una casa habitada situada en la lujosa urbanización de La Florida y, años después, son detenidos, juzgados y encarcelados. "El Italiano siguió hasta principios de los noventa, una época en la que todavía proliferaban los pijos canallitas", afirma Domínguez, quien sostiene en el libro que estos fueron el antecedente de los bakalas chungos, que adoptan su vestimenta, al menos las zapatillas New Balance y los plumas Pedro Gómez, cuyos compradores más imberbes, en ocasiones, eran desplumados nada más salir de la tienda.
Ha investigado y escrito sobre un sinfín de bandas, pero ha profundizado en esta…
Yo funciono por mi antena, o sea, por mi intuición. Si la Banda del Moco me fascina, creo que al lector también le va a atraer. Además, el pijo malo es más original que el quinqui. Estoy muy contento con este libro, porque he logrado encarnar y plasmar sobre el papel un mito difuso. Me han llamado varias productoras audiovisuales interesadas en la historia, tan interesante que daría hasta para un videojuego [risas]. En realidad, eso es lo que me gustaría hacer.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.